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pedrofuentesriquelme

Cuento: La Risa


CUENTO DE SEPTIEMBRE: LA RISA




En mi país un día se prohibió la risa por un bando militar y muchos murieron por no acatar la orden de los invasores que dominaban el mar, la tierra y el ciclo. Nadie sabía ni imaginaba cómo ni cuándo habían llegado los invasores. Un anciano a quien cuantos conocían respetaban y admiraban por su sabiduría, aseguraba que los invasores no eran tan extraños, incluso - decía - creo que vivían dentro de nosotros mismos y desde allí vinieron. Entonces casi todos dijeron este anciano se ha vuelto loco y ha perdido su sabiduría. ¿Cómo es posible creer que alguien o algo vive dentro de uno mismo y no saberlo? Desde ese día nadie quiso hablar con el viejo salvo los niños que creían en él y le amaban.

Los invasores emitieron un segundo bando que repitieron en sus altavoces por todos los villorrios y ciudades e impusieron el toque de queda. A la hora señalada, las calles se vaciaban de gentes, y sólo se escuchaba el ruido de los pasos de los soldados y los disparos ocasionales sobre algún ciudadano desprevenido que ignoraba la orden de toque de queda o que simplemente reía.

Los adultos pronto aprendieron a controlar los músculos faciales y podían, como los soldados, permanecer serios ante la situación más jocosa. Los niños eran instruidos por sus padres y aprendían a regañadientes, lentamente, a controlar la risa. Pero como eran niños sanos, hermosos, alegres por naturaleza e imaginativos, se rebelaban. E inventaron juegos. Aprendieron a reír dentro de una botella y las dejaban aparentemente olvidadas en las calles y los parques como si fueran el lejano mensaje de algún náufrago abandonado en alguna isla misteriosa y lejana. Algunos fabricaban pequeñas cajas de madera dentro de las cuales metían alegres carcajadas. Hubo algunos que encerraban la risa en ollas de presión donde era posible condensar largas y profundas risas de muchos de ellos. Había un chico genial que programó una computadora que era capaz de almacenar la alegría entera de una ciudad.

Y había una joven especialmente bella. Sus ojos eran verdes, pero, cuando reía, tenían la tonalidad azul y esmeralda de las aguas de las montañas. Su pelo era castaño y su piel suave y tibia. En sus labios había una sonrisa apenas insinuada, sin embargo, a veces, su naturaleza delicada y sensible parecía morir en una profunda tristeza. Había guardado su risa en una caja de colores que un hombre le regaló un día y que trajo desde un país viejo y lejano. La caja era de Olinalá y tenía un secreto que ella no conocía. Cuando abría la caja escuchaba su risa y entre el nido cálido que formaban sus manos, los colores, de la caja de Olinalá revivían. Y soñaba. Soñaba con un país de sol y de flores donde reía, larga, libremente, donde todo su ser vibraba y caía en una vorágine que la aturdía. Al cerrar la caja el hechizo moría con lentitud y era como si regresara de un profundo sueño. Un día vio al hombre surgiendo de entre su risa y esa imagen la invadió como si él hubiese estado ahí todo el tiempo, desde siempre, esperándola. Y de pronto sintió una gran calma y algo nuevo que nacía lentamente en ella. Le parecía venir desde un lugar donde el tiempo no tenía forma, ni espacio, donde le era posible contemplarse a sí misma largamente. Durante muchas horas sólo pensó en ello profundamente, hasta que comprendió todo su significado y entonces supo que había llegado el momento de convertirse en mujer.

Por la noche caminó con la caja hasta enfrente de su casa y la abrió. Aunque no lo sabía todos los niños la habían seguido, hasta el niño genio con una terminal de su computadora. Todos abrían botellas y cajas y ollas de mil colores iluminados por la cara asombrada de una luna llena. Abrieron las cosas más inverosímiles que mantenían prisionera su alegría Entonces se escucharon a lo largo de aquel país sus risas y carcajadas hasta que los adultos, contagiados, olvidaron su forzada compostura y se unieron alegremente a ellas. Los soldados, sorprendidos, disparaban sobre botellas y ca¬jas y ollas pero las risas se multiplicaban y los hicieron retro¬ceder en medio de la noche hasta que huyeron desesperados

La chica había corrido en busca del hombre y besaba sus ojos oscuros, un poco cansados. El había enlazado sus manos y reían. Luego caminaron y corrieron hasta una colina para ser los primeros en ver salir el sol.

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