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pedrofuentesriquelme

Cuento: La Casa de las Siete Ventanas


CUENTO DE SEPTIEMBRE: LA CASA DE LAS SIETE VENTANAS




A unos cien metros del muelle y casi colgada sobre el río los tres vagabundos habitaban una miserable casucha de tablas. La habían construido de cantonera y por entre las múltiples rendijas se colaba el viento y la lluvia. En un rincón habían empezado a construir el piso pero nunca llegaron a acabarlo. Sobre ese punto tendían su jergón por las noches. Era el único lugar seco y lo compartían sin disputas. Al centro, al estilo indio, mantenían un fuego constante que daba algo de calor y alegría a la casucha. En las paredes colgaban unos cacharros viejos y sobre el fuego una olla de fierro de tres patas que era su orgullo.

- Hoy se atrasó el barco. Es posible que la avenida lo haya retenido en algún puerto o que la niebla lo haya hecho encallar - comentó Correa. Era de elevada estatura, delgado y colorín. Luego de hablar escrutó con su único ojo a Cisternas hasta que éste bajó la vista, impresionado por la bolita blanca del ojo enfermo, fijo en los suyos. Siempre le sucedió igual al mirar a Correa, aunque llevaba años de conocerle no podía controlar ese estremecimiento ante ese ojo. En otro rincón el Loco miraba obstinadamente hacia el techo.

- Bien señores- habló otra vez Correa- el desayuno está servido. Cisternas se levantó sin prisa y se acercó hasta el fuego donde hervía una tetera, negra de tizne. Cogió un trapo, levantó el cacharro por el asa y vertió el agua sobre un jarro de porcelana. Dentro había colocado previamente unas hojas de culén. Cuando el aroma de la hierba hubo llegado hasta él dejó delicadamente el jarro sobre el sucio, y siempre en cuclillas retiró del fuego un fierro calentado al rojo vivo. Lo sostuvo sobre el jarro y colocó sobre él un terrón de azúcar. Las gotas del dulce cayeron en lentas bolitas cafés que levantaban pequeñas volutas de vapor al caer en el agua. El líquido coloreado era de sabor agradable y Cisternas lo bebió a pequeños sorbos. Cuando hubo consumido la bebida le contestó a Correa.

- Si el barco no viene hoy, esto estará más muerto que nunca.

- Así es -le comentó Correa- pero el loco no se dará cuenta de nada, aunque a veces me pregunto qué tan loco está nuestro amigo, o si nosotros somos realmente los locos.

En su rincón el Loco siguió mirando el techo. Parecía no escuchar la conversación pero sus ojos se habían entrecerrado por una sonrisa que aún no se plasmaba en su cara. Trabajaba con Correa en transportar maletas desde el muelle hasta la estación de ferrocarril que quedaba a unas dos cuadras. Elegían pasajeros desconocidos, bien vestidos, a los que estaban seguros de sacar un buen precio por su trabajo. En el verano tenían la competencia de los muchachos que dejaban el colegio durante tres meses por las vacaciones pero, en invierno, como ahora, todo el pasaje reclamaba sus servicios, especialmente las mujeres. El barco llegaba al mediodía y traía carga y pasajeros desde los pueblos del interior de las montañas hasta éste, punta de rieles, que entroncaba su línea con las regiones más importantes del país. Cisternas en cambio hacía otro tipo de trabajo. Se ofrecía en las casas del barrio para acarrear agua desde el río en dos baldes de veinte litros cada uno. Su recompensa eran algunas monedas o un almuerzo. Iba de una a otra casa. Como ya lo conocían a veces lo dejaban acercarse a la cocina donde permanecía mudo y sentado escuchando las conversaciones. A veces le ofrecían un mate que él aceptaba casi siempre con fingida humildad. Vagaba así el día entero hasta que el barco, ya anochecido, se iba río abajo después de un largo pitazo. Entonces regresaba a la casucha donde Correa y el Loco contaban las ganancias del día. Le gustaba a Cisternas ver partir el barco, alborotando el agua con sus dos ruedas hasta que desaparecía en la lluvia, cerrada como la niebla más espesa; lo último que veía eran los millares de chispas de la alta chimenea y el fanal de popa, rojo como el barco brillando en la noche.

Cuando entró a la casucha le agradó sentir el calor que irradiaban los troncos encendidos.

- Se fue el barco - comentó -.

- Se fue el barco - repitió el Loco -.

- Se va todas las tardes - dijo Correa con ironía -.

- Se va todas las tardes - volvió a repetir el Loco, sin inflexión en la voz.

- A veces pienso que este loco me toma el pelo – dijo Cisternas con acritud.

- No le hagas caso. No trata de burlarse ni de hacer daño. Es un loco pacífico.

- Es un loco pacífico - volvió a repetir el Loco. Cisternas cogió la tetera y se sirvió un agua de azúcar quemada con culén y escuchó a Correa.

- Fue un gran día. Llegaron muchas gentes raras. Parecen extranjeros. Apenas hablan dos palabras en español. Pagaron sin decir chús ni mús. Nos cargaron como asnos pero recogimos unos buenos pesos.

Nos cargaron como asnos - habló el loco.

¿Ves? - dijo Cisternas entre sorbo y sorbo - ahora la agarró contigo.

- No es eso - defendió Correa - sólo recoge alguna idea de lo que escucha y lo repite.

- Pero justo lo que nos duele ¿no te parece? Afuera está helando - prosiguió - y el río sube cada día más.

Esperemos que no nos lleve con casa y todo hasta el mar, como en el año veintidós.

- Por ese tiempo yo no estaba aquí - Correa se había quitado el grueso poncho con que se protegía de la lluvia y estiraba sus manos hacia el fuego.

-Yo sí estaba y este loco ya vivía en el barrio. Dormía en los andenes de la estación.

- Me extraña esa gente que llegó hoy. Deben ser los refugiados de la guerra que están llegando a Valparaíso. Tomaron pasajes de tercera clase, junto con los indios y los campesinos.

Por el precio - razonó Cisternas. No será fácil para ellos; un país extraño, sin conocer las costumbres ni su lengua. Ojalá que nunca nos llegue una guerra. - Ojalá que nunca nos llegue una guerra – repitió el Loco en un eco apagado.

- A veces este loco de mierda me da escalofríos - comentó Cisternas mirándolo.

- Ya te dije que no le hagas caso -. Correa había alcanzado otro jarro de la pared y se preparaba un agua de azúcar quemada. - Por ese tiempo - siguió - yo estaba en La Salle. Era un buen estudiante. No como los mocosos de ahora que se van a puros juegos.

Ese es un colegio caro -.

Claro, pero mi familia tenía dinero. Si me vieran ahora se mueren. Su ojo sano miraba a Cisternas calmadamente.

- No sé qué pasó conmigo - dijo finalmente desde que llegué aquí ya no pude irme. Tal vez porque nunca había visto un río. Llegué aquí en verano y me pareció un monstruo transparente lleno de peces. Estuve en el Hotel mucho tiempo. Caminaba por la orilla del río y a veces pescaba. Hasta que se me terminó el dinero. Y entonces vine a pescar para comer. Y todos los días pescaba algo. Luego descubrí lo de los cortes y me hice changador. Más que nada me gustaba ver llegar el barco lleno de gentes, cargado de maderas, cereales, y su lanchón de animales. En verano es un hermoso barco, viejo pero hermoso, con esas paletas que parecen brazos vivos; pero lo que realmente más me gustó fue poder moverme libremente todo el día. Eso creo fue lo que me hizo quedar viviendo en la orilla del río y seguir año tras año, aunque el invierno es largo y duro. Creo que no hay nada igual, ninguna sensación es igual a la de poder moverse y pensar libremente. Porque entonces todo es más intenso; lo que comes, lo que respiras, lo que hueles. Cualquier actividad te llena. Si pudiera elegir y repetir mi vida, al llegar a este puerto me compraría un bote y sería realmente feliz -.

A mí me gustaría una casa de siete ventanas, llena de flores, pero ahora podemos ahorrar todo este invierno y comprarnos un bote. El viejo Hidalgo hace los mejores botes.

- No tan buenos como los de Puerto Saavedra. Esos son ligeros y pueden brincar en las olas de la barra sin hundirse; el viejo Hidalgo los fabrica demasiado rectos y es fácil que una ola los clave y los mande derecho al fondo del río. Una vez fui en el barco hasta Puerto Saavedra y me estuve ocho días mariscando y viviendo de choros, cholgas, machas y erizos. Es el mejor verano que he tenido en mi vida.

Podríamos ir este verano, Correa, llevaríamos al Loco y a lo mejor hasta se alivia -.

Este loco no tiene remedio. Creo que él mismo no quiere curarse. Pero es pacífico, excepto cuando le pagan poco por cargar las maletas. Entonces se vuelve un quirquincho. Salta, grita, gesticula y grita estirando la mano. La gente se descontrola y no sabe qué hacer y le paga con exceso -.

- Ya te dije que este loco es un vivo -.

- Tal vez sea así... ¿sabes, Cisternas? - dijo luego de permanecer unos minutos en silencio - me impresionó ver las caras de esa gente. Son alemanes la mayoría. Muchos traen esa mirada perdida del Loco, además de flacos y pálidos. Deben haber sufrido mucho. El Gobierno les regaló tierras por el lado de la costa, son buenas tierras, cerca de Lobería pero parecen muy infelices a pesar de eso. Una guerra debe ser algo terrible.

- Como dijo el Loco, ojala que nunca nos llegue una guerra-. Cisternas cogió la tetera y se preparó otro jarro de azúcar quemada. Correa le imitó. - Por la tarde, ya anocheciendo, Correa y el loco se fueron hasta la estación de ferrocarril a esperar el tren. El barco no había llegado y el día se les había presentado muy mal de trabajo. El río había subido unos dos metros durante la noche y había inundado las tierras de enfrente, más bajas. Cisternas se había perdido en alguna casa del barrio. Correa se lo imaginaba en el rincón de alguna cocina, sentado, escuchando los ruidos familiares y las conversaciones. Eso buscaba Cisternas siempre. El calor humano que había perdido en quién sabe qué remota época de su infancia o que quizá nunca tuvo. Todo el mundo busca algo - pensó - estos gringos, la paz y tran-quilidad para rehacer la vida y el espíritu fatigado o muerto. Cisternas, un hogar antes de morir, un hogar o los restos que quisieran regalarle; yo busco mi libertad para vivir; el Loco ... quizás el único que nada buscaba era el Loco. Y por eso mismo le envidió.

En la estación había mucha gente esperando a sus familiares, algún amigo o simplemente alguna novedad que traería el tren. El tren era el único contacto con la ciudad inmediata así como el barco con los pueblos del interior de las montañas. La llegada del tren y la salida eran pequeños actos sociales que servían para activar la vida en el pueblo. Correa y el Loco, pro-tegidos de la lluvia por sus ponchos indígenas de gruesa lana, aguardaban bajo un alero del andén. No tuvieron que esperar mucho y vieron aparecer la máquina que arrastraba su carga de vagones. En la estación se produjo un revuelo entre los que aguardaban. Correa giraba su único ojo, casi oculto por el ala del gastado sombrero calañés.

El tren aún corría disminuyendo su velocidad, y ya Correa, seguido del Loco, se lanzaba al asalto de los vagones. Venía mucha gente, muchos extranjeros de rostros demacrados, casi asustados algunos, indiferentes otros. Ellos ofrecían sus servicios a voz en cuello.

- ¡Al Hotel! ¡Al Hotel! ¡Hoy no hay barco!

- ¿Qué no hay barco?

- ¡No hay barco, al Hotel, al Hotel!

"El viejo del Hotel se hará la América" - pensó Correa y se prometió cobrarle una comisión por cada cliente que le llevara. Los alemanes miraban sin comprender, desorientados e indecisos. El tren se había detenido y la gente bajaba bultos y maletas, por las ventanillas o se hablaban a grandes voces. La lluvia había arreciado y caía en una tupida cortina que llegaba a colarse por las ventanillas abiertas de los vagones. Algunos chicos lloraban entre los extranjeros. Correa vio levantarse a una chica de su asiento y hablarles. Luego la perdió de vista porque había escuchado a alguien llamarles. Cargados de maletas abandonaron el tren. El cliente de hoy era una señora gorda que conocía a los changadores. Era vendedora de pescados que traía de Puerto Saavedra y vendía en Temuco, en el mercado. Regresaba con bultos de naranjas y verduras y alguna aleta donde llevaba telas finas para vender en el Puerto. El pueblo quedaba en varios planos y subían ahora una larga escalera de escalones desechados de ferrocarril. Correa sabía cuántos escalones eran. Trescientos sesenta por el sur. Cuatrocientos veinte por el norte. Estaban calculados para el paso largo de un hombre. Una mujer como la Urrea, que era gorda y baja debía dar paso o uno y medio por cada escalón. En la oscuridad perdía el ritmo y tropezaba. Correa la oía maldecir; la larga escalera, la oscuridad, la lluvia interminable, el hotel lejano y el barco que no había llegado ese día.

Cuando llegaron al Hotel tuvieron que golpear las puertas para que les abrieran. No era habitual la llegada de gentes en invierno y el retraso de barco era una ganancia extra. La Urrea les pagó entre gruesas maldiciones y ellos se alejaron en busca de otro cliente. Pero cuando llegaron a la estación el tren estaba vacío y cerrado. En los andenes estaban amontonados los alemanes, resguardados de la lluvia por el ancho alero de las bodegas del ferrocarril. Sólo la chica que había visto Correa en el vagón se paseaba de arriba a abajo envuelta en una manta de lana de dibujo escocés.

- Gute Nacht - la saludó Correa.

- Gute Nacht - contestó la chica.

Sprechen Sie Deutsch - contestó esperanzada -.

-Ja-

- Yo entiendo algo español - le dijo luego.

- Bien, porque mi alemán es escaso.

- Queremos saber cuándo hay barco y si puede transportarnos.

- El barco llegará mañana, creo. Es muy raro que no haya llegado, pero es seguro que estará aquí al mediodía. El río ha aumentado mucho y es probable que eso lo retrasara, ha sucedido otras veces, no muchas, pero ha sucedido.

La chica permaneció callada y Correa la vio abrigarse más con la frazada. Tiritaba.

-Si quiere puede venir a nuestra cabaña - le dijo – vivimos cerca del río; allí hay fuego y puede comer algo caliente y secar su ropa.

Ella miró con desconfianza a los dos hombres. Los pies desnudos, los pantalones rasgados y abiertos, la barba crecida de los dos. Pero había algo en la voz del hombre colorín que la tranquilizaba. Sin decir nada los siguió en silencio. Uno de los alemanes levantó la cabeza al verlos irse, los siguió un trecho y luego volvió a tenderse en el suelo. A su lado un chico de pocos años lloraba.

El barrio de una única calle que rodeaba el muelle estaba solitario y oscuro. Correa sintió tropezar a la chica. Con suavidad la tomó de un brazo y la ayudó a alzarse.

- Déjeme guiarla, ya estamos cerca de casa. Este es un barrio pobre le explicó - el pueblo está en el cerro pero éste es el puerto y aquí arriba el barco que es la única vía para llegar a las tierras del Gobierno. A no ser que usted quiera esperar hasta el verano y hacerlo a lomo de mula -.

- Esperaremos el barco - contestó la chica.

- Creo que es lo más sensato.

El Loco los seguía sin pronunciar palabra y avanzando a dos pasos tras ellos. Cuando llegaron a la casucha, Correa hizo pasar primero a la chica. Cisternas estaba junto al fuego y se preparaba una jarra de hojas de culén fundiendo el azúcar en el fierro. Miró a la chica con sorpresa y luego a Correa y se quedó sin habla.

Te presento a nuestra amiga -le dijo Correa a modo de saludo-.

¡Hola! - dijo la chica -.

¡Hola! - repitió el Loco -.

¡Hola! - le dijo Cisternas y trató de cubrir los agujeros de su ropa con su mano libre.

No te apures - le animó Correa - ella sabe que no somos unos elegantes señores pero le daremos hospitalidad.

En el fuego había una olla con un guiso que preparó Cisternas y ofreció un plato de él a la chica. Sentada en el suelo, devoró con ansias el plato. Sus extraños anfitriones la miraban con curiosidad. El guiso tenía un sabor agradable aunque extraño. Correa le preparó una jarra de agua con culén y vio, curiosa, cómo derretían el azúcar en el fierro. Ahora ellos comían y Cisternas bebía esa especie de brebaje. También le gustó el sabor de la bebida. El calor del fuego y la comida habían reactivado sus miembros helados.

- Puedes mudarte de ropa - le dijo Correa - saldremos un momento y a nuestro regreso estarás seca. No salgas en la oscuridad porque debajo de nosotros corre el río. Escucha. La chica tendió sus oídos y escuchó el rumor fuerte del agua agitada. Luego vio cómo se colocaron sus ponchos de lana y abandonaron la casucha.

- Es una hermosa niña - dijo Cisternas en la oscuridad.

- Es una hermosa niña - repitió el Loco.

-Es una niña hambrienta - dijo Correa - Asustada y herida, pero no me gusta esa esvástica que cuelga en su cuello.

Llegaron hasta el muelle y se protegieron de la lluvia en la caseta del guardia, abandonada a esa hora. Unos metros más abajo veían la masa del río que rugía amenazadora.

Esta será una avenida grande, pienso - comentó Cisternas aunque espero que no sea como la del año veintidós.

- ¿Y qué pasó en el año veintidós?

- ¡Qué no pasó! Estuvo lloviendo como ahora, más de un mes. Día y noche sin parar. Caía esa agua gruesa que hace cantaritos y levanta figuras en las charcas. O caía la lluvia fina y tupida que hace ruiditos de grillos o en la noche esos ventarrones del viento norte. El Loco estaba joven y dormía, como yo, en los andenes del ferrocarril, entre las pipas de vino; recuerdo que una vez ...

- No te apartes de la historia - le ordenó Correa.

Bueno. Caía de todas las clases de lluvia, lo único que no aparecía era el sol. Y tú sabes que es eso para nosotros que vivimos esperando que nos alumbre y caliente unos días. Toda la gente andaba negra de murria. Se peleaban por cualquier cosa, aun entre parientes. Y la lluvia caía y caía sin parar. En el campo se habían perdido las siembras de invierno; en la ciudad las tiendas esperaban que vinieran a comprarles los campesinos y los campesinos esperaban que cesara la lluvia y saliera el sol. Lo único que aparecía todos los días, además de la lluvia, era el barco, más lento por la fuerte corriente pero siempre llegaba, girando sus paletas y formando grandes olas. Pero cada día venía menos gente en el y menos trabajo para todos. Hasta que una noche el río se embraveció de veras y llegó hasta la estación del ferrocarril que está unos treinta metros más elevada que el muelle. Todo se había perdido bajo las aguas. La gente escapó en botes por los huecos de las ventanas, por los tejados, de cualquier manera, como podían. En la tarde del día siguiente, la corriente levantó la primera casa, ésta se estrelló contra su vecina y se formó una cadena de golpes y rugidos hasta que todo el pueblo, incluido el muelle se fue río abajo, hasta el mar.

Hasta el mar - remató el Loco.

- Sí que fue una gran avenida dijo Correa. Esperemos que esta vez no llegue a tantas -.

- Lo peligroso - siguió Cisternas - es cuando sopla el puelche. Ese viento caliente que sube de las pampas por encima de la cordillera y arroja la nieve en los ríos. Ese es el peligroso;

- ¿Murió mucha gente?

-No, Correa, ni siquiera eso. El viejo Hidalgo no quiso abandonar su casa en la crecida pero se dejó uno de sus botes amarrados junto a la venta más alta. Cuando el agua empezó a aflojar la casa, escapó. Fue el último en todo el barrio pero así se salvó.

- Es dura la vida, amigo.

- Es dura la vida - repitió el Loco.

La chica ya debe haber secado su ropa, regresemos -terminó Cisternas -ahora ya sabes qué ocurrió el año veintidós-.

- Así es - dijo Correa -y lo siguió en silencio.

Cuando entraron la chica les sonrió. Había secado su ropa y ahora cepillaba su pelo. Se veía muy bella y muy joven y la esvástica brillaba en su cuello.

- Vuelvo con mi gente - les dijo - gracias por la sopa, y por el fuego.

- No le gusto la cabaña - le dijo Correa.

- Sí, pero vuelvo con mi gente. Me gustó su hospitalidad pero debo volver con ellos. Me gusta este país, también.

- No tienes que decirlo si no lo sientes -.

- Me gusta de veras -.

- Nosotros no lo conocemos muy bien pero también nos gusta le dijo Cisternas a modo de contestación.

- A nosotros también nos gusta - repitió el Loco -.

- El siempre repite.

- Lo he notado - dijo la chica -.

- Sólo alguna idea, algo que le interesa - le explicó Correa. Está un poco chiflado. Pensé que nos hablaría de su país, de su pueblo, de su gente.

- Disculpen pero no puedo. Quizás en otra ocasión.

- Por donde van ustedes hay otros alemanes, allí estarán entre amigos; ellos llegaron hace casi cien años, forman una gran población y han cambiado mucho esas tierras.

- Nosotros esperamos encontrar paz y trabajo y un poco de alegría.

- Seguro que encontrarán todo eso. Este es un país hermoso. Es libre y sano, además.

- La guerra...

- No queremos que nos hables de la guerra - la interrumpió Correa -.

- Ojalá que nunca nos llegue una guerra - habló el Loco.

- La chica se había cubierto el rostro con las manos y sentada en el suelo lloraba. Los tres hombres callaron y la miraban en silencio.

- Discúlpanos - le pidió Correa. Te llevamos con tu gente. Mañana viene el barco y les ayudaremos a embarcar.

El viaje es muy hermoso y te ayudará a ver las cosas distinto. Y encontrarán todo lo que buscan en mi país.

- No es culpa de ustedes el que llore. Es que simplemente no puedo explicarlo ahora.

- No queremos que nos expliques nada. Sólo pensé que te gustaría hablarnos de tu país.

Es imposible hablar de mi país y olvidar la guerra.

- Ya te lo dije. No hables ahora y piensa en que vivirás en el nuestro. Espera a que llegue el verano y salga el sol. Todo estará cambiado y distinto. Quizás lleguemos a visitarte a esas tierras. Y es posible que tengas cultivado un gran jardín y una casa de siete ventanas como sueña Cisternas. Nosotros iremos en un bote nuevo, recién pintado.

- Para entonces tendremos nuestro bote - dijo el Loco.

Si vuestro país es como ustedes aquí seremos muy felices -dijo la chica. Se puso en pie, y la esvástica que colgaba de su cuello se balanceó un momento y ella la guardó delicadamente en su seno. Luego le siguieron en la noche, bajo la lluvia que había arreciado.

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