CUENTO DE SEPTIEMBRE: TALLA VENADOS
Sólo una vez había estado en México Kent Straffor y no quería volver. - ¡Tienes que conseguirme la pareja de ese Bambi, Straffor! - le exigió la voz por teléfono.
- ¡Paúl, por todos los diablos, pareces un niño!
¡Tengo una galena de arte, la primera del país, no una agencia de investigaciones, recuérdalo! ¡No voy a salir a recorrer el mundo buscando un desconocido por bueno que sea! ¡Confórmate con el venado que tengo para entregarte, ya es una pieza bastante buena como para que exijas algo que nadie sabe si existe!
- ¡Kent! ¡Esto va en serio! ¡O me consigues la pareja, y sé por buena fuente que hay una pareja que estaba por terminarse, o tu galería va a pasar serios apuros! ¡Necesito esa pieza, búscala, te doy carta blanca en todo, pero tráemela, se la prometí a Jane y la tendrá! - y colgó.
Straffor se quedó mirando el aparato que había enmudecido en su mano.
-¡Maldita lengua larga de Fields - dijo con rabia-solo de él habrá salido la información!
Tenía una organización de contrabando de piezas arqueológicas que funcionaba principalmente con piezas mayas. Generalmente eran grandes esculturas del período clásico que conseguían sus agentes en la intrincada selva de Quintana Roo. Las obras pequeñas y de valor artístico eran escasas. Su provecho lo obtenía por el snobismo que se había despertado entre los grandes magnates de la industria que adornaban ahora sus mansiones con auténticas obras mayas. Hacía dos meses llegó una remesa y en el momento de la entrega, con gran misterio, el agente mexicano le entregó una caja de madera de Olinalá; dentro de la caja, que olía a sándalo, entre suaves algodones vio la pequeña figura del Bambi. Primero pensó que era una raza enana, una especie parecida a la de los perros chihuahua, aunque mucho más diminuta. El animalito no medía más que quince centímetros desde los belfos húmedos hasta el rabo gracioso y blanco, ni más de siete de altura. Tendido allí entre las fibras de algodón parecía más que vivo, casi a punto de saltar fuera de la caja.
Pero lo más impresionante, cuando supo que era una figura tallada en Chaka'h, una madera dura, color tabaco con vetas marfil, fueron sus ojos. Eran húmedos y cálidos; un poco salientes pero armonizaban con la cabeza expresiva, casi humana, donde sobresalían las venas bajo el pelaje aterciopelado.
Straffor se había quedado mudo de asombro y no veía la sonrisa satisfecha del mexicano. En sus treinta años de tratar obras de todas las edades y todas las épocas de diferentes culturas no se había encontrado jamás con nada tan perfecto. Porque no era sólo la belleza de formas y movimiento, la perfecta unidad y equilibrio de los miembros, sino cada detalle de pelaje, pezuñas o el morro, la delicada armonía de los remos o el cuello.
El venado parecía adentrarse en él y tenía la sensación de una luz cálida derritiendo ciertas aristas suyas, que habían crecido con él, le parecía que desde siempre. Tal vez desde los lejanos tiempos de raterías y fugas en los muelles de Nueva York.
Cuando logró que sus manos levantaran la figura tuvo la sensación de peso y suavidad de un cuerpo vivo y en sus palmas cosquilleó el pelaje tupido. La forma parecía seguir sus curvas y hasta una temperatura igual a la suya creyó percibir. Más cerca, la sensación de vida en los ojos crecía.
- Son mil quinientos dólares - dijo el mexicano - y se atusó el bigote de puntas caídas bajo el que se estiraba una sonrisa. Field, que se había acercado a ellos no dijo una palabra pero miró dudoso la cara de su patrón.
- Págale al señor Ramírez - ordenó Straffor en un español desarticulado.
Cuando Ramírez tuvo los billetes en su bolsillo les dijo despacio: - Puedo traerle la parejita en el otro viaje, señor Straffor... pero le costará cinco mil de sus billetes verdes.
- ¡Tráigala! - le contestó ausente, mientras Field abría incrédulo sus ojos azules, acuosos. El mexicano se despidió y prometió regresar en quince días. Cuando Field apagó las luces y conectó las alarmas de la Galería, Straffor seguía con el venado, delicadamente alzado en su mano.
De eso hacía seis meses. Y hacía una semana que Paul visitó la Galería con Jane. En cuanto la chica vio el venado le fascinó. Lo besaba y guardaba en sus blancas manos hablándole en las finas orejas levantadas. Se había quitado los anillos y sus dedos desnudos recorrían el cuerpo diminuto. No había un detalle que no hubiera sido fijado con belleza en la madera. Todo había sido sabiamente transportado por la mano de su creador para plasmar ese efecto vital. Como Straffor, Jane sentía que cierta esencia emanaba del venado y la invadía en una marea tibia, casi dolorosa. Era una indefinible sensación que se le transformaba en una ternura irrefrenable. Cuando miró a Paúl con sus ojos claros bajo las cejas oscuras, herencia de su madre española, éstos estaban humedecidos. Entonces Paúl sacó su chequera.
Kent se estuvo largo rato con el-teléfono aún mudo en su mano. Desde que entregó el venado se sentía avergonzado, dolorido y contrariado consigo mismo. Porque no lograba explicarse sus emociones encontradas, difíciles y contrarias a su naturaleza. El grueso cheque de Paúl sólo había aumentado esas impresiones y, que recordara, nunca, en toda su vida le había ocurrido eso. La exigencia de Paúl, con todo, era exagerada y la amenaza a su Galería le tenía sin cuidado. Como su padre, Paúl Cooper pensaba que el mundo debía satisfacer todos sus caprichos. Kent conocía al viejo Cooper desde los muelles. Hasta hoy, convertido en el rey del Hígado de Cerdo Enlatado. Desde que llegó a tres millones de latas diarias se había vuelto insufrible. Secretamente adquiría acciones de la industria de computadoras para un día cambiar súbitamente la imagen de, "Rey del Cerdo" que despectivamente daban a Paúl sus condiscípulos del Saint George College. No le preocupaba Paúl ni el viejo Cooper. Le preocupaba esa sensación de culpa y a pesar de su promesa de hacía veinte años, se propuso viajar a México y localizar a Ramírez, dondequiera que se hubiera ocultado o perdido. Con esta decisión llamó a Field y le ordenó pasajes para Mérida y el arreglo de su llegada a sus agentes.
En el aeropuerto lo esperaba Stevens con su mujer, una pelirroja de sonrisa estereotipada. El calor de la noche tropical se abatió sobre él y lo hizo recordar Acapulco hacía veinte años. Súbitamente odió haber venido.
Señor Straffor, un placer verlo - le saludó Stevens. La mujer le dio una mano suelta y sudorosa.
Verá Stevens, deseo que lleguemos lo más rápidamente al hotel; mañana hablaremos. Quiero darme un baño y descansar.
Por supuesto, señor Straffor -Stevens cogió su maletín y caminó entre él y la pelirroja por los largos pasillos hasta la salida.
El cambio de clima era demasiado brusco para su capacidad de adaptación. Había dejado Nueva York bajo una capa de nieve y no terminaba de asimilar el ambiente bochornoso y húmedo.
El hotel con clima fue un alivio. Luego del baño se durmió sin otro pensamiento que el de su agotamiento físico.
- No he visto a Ramírez desde la entrega de julio o agosto.
- Regresó de Nueva York; me habló de un negocio importante con usted, algo diferente, según me dijo.
También de que no requeriría la avioneta para el transporte esta vez. Luego se fue a Quintana Roo por la mercancía y ya no regresó. El opera en la zona de Chichán Kanab, las ruinas que quedan al oriente de la laguna.
Prepárame la avioneta en ese caso. Ubicaremos a Ramírez en es lugar o por lo menos empezaremos la búsqueda desde allí.
Para esa zona no nos sirve la avioneta, señor Straffor. No tenemos cancha de aterrizaje en esa zona. Pero sí pediré el Catalina. Es un buen hidroavión; amarizaremos en la laguna de Chichán esta tarde alrededor de las cinco.
- Quizás sea una estupidez mía, quizás no, pero me voy a Tulum esta tarde. Pasaré por las ruinas de Chichán-Kanab, Xbatum y Yumpeten. Tengo muy buenas piezas para usted señor Straffor y si quiere un consejo olvídese de ese Maya, de sus venados y déjelo podrirse en esta selva maldita. En mi opinión está totalmente loco. Yo estaba interesado en esto por los cinco mil dólares que le pedí por la pieza. Es una o era una buena mascada para algo tan sin valor.
El otro venado me costó diez dólares en un bar de Campeche, otros diez para averiguar el paradero de este viejo y ver esa pieza inconclusa.
¡Y todo para ver que sigue igual y que nunca podrá terminarla. Llevo aquí seis meses y estoy harto. De la selva, la tienda de campaña, la comida en latas, el calor y los mosquitos. Maté dos serpientes cuatro narices en los últimos días y para mí eso es bastante. Soy hombre de negocios, ni artista ni arqueólogo. Sólo un simple y honrado hombre de negocios. No me explico porqué o a qué vino, Straffor, pero allá usted. Straffor sólo miró en silencio al mexicano que, furioso, desarmaba la tienda de vivos colores.
- Visitaré esta tarde a ese hombre - le dijo finalmente.
- Es posible que cambie de opinión, puedo ofrecerle mucho y para eso estoy en mejor disposición que usted, señor Ramírez. - ¿No le comprende, Straffor? Ni siquiera le interesa el
dinero. Ya le dije que está loco.
- Veo que mi tarea será más larga de lo que pensé -respondió Straffor casi más para sí mismo, vio cómo Ramírez terminaba de ordenar la tienda y acomodarlo todo en el "Safari". Aún lo vio agitar la mano y perderse en el estrecho camino que a pocos de allí se tragaba la selva. Todo esto lo percibía como entre nieblas mientras pensativamente se dirigía al hidroavión donde lo esperaba Stevens.
La cabaña del viejo quedaba a unos ocho kilómetros de la ribera sur de la laguna y el acceso sólo era posible por un camino tortuoso, plagado de espinas de Chum y atravesando por las ramas de arbustos espinosos. Straffor dejó a Stevens y se internó por esa huella sin otro equipaje que un bolso con bebidas y sándwiches que colgaba de su hombro izquierdo. Estaba cansado, agotado por el calor y el sacudir mosquitos en su cara. Lo perseguían como si fuera pastel. Los pies se le habían hinchado y no se desembarazaba de sus zapatos sólo por el temor a las espinas que alfombraban el sendero. Ahora pensó que Ramírez había hecho bien en abandonar esa búsqueda. Y admiró su tenacidad de seis meses en la selva. Aunque faltaba muy poco para que cayera la tarde, el sol era caliente y hería con fuerza su espalda. La sensación de caminar en un horno ardiendo no lo abandonaba. Todo su cuerpo sudaba y sufría. Pero no podía sacudirse el calor de sus hombros sentado como un Jin.
- Cómo pueden vivir aquí - pensó angustiado y al tropezar en una piedra cayó rodando sobre las espinas del sendero y las ramas que parecían abatirse sobre él. Al levantarse, su fina ropa de "Mace's", incluida la interior, había quedado arruinada. Sus manos y nariz sangraban.
Entre maldiciones extrajo las espinas de la palma de sus manos y aún así, al abandonar los aguijones el nido de su carne quedaban latiendo en punzadas lentas y dolorosas. En medio de su sufrimiento se prometió que de allí no saldría hasta haber conseguido por lo menos una pieza tallada.
- ¡Por lo menos una pieza! - volvió a prometerse con el mejor espíritu del oeste.
Hacía una media hora que había vuelto a emprender el camino. El sendero se había estrechado invadido por la selva que lo convertía en un túnel donde apenas cabía su cuerpo grueso. Con más ánimo siguió adelante, porque ahora habían desaparecido los arbustos espinosos reemplazados por las anchas hojas verdes del Chimay.
- Compréndame, viejo, no me haga perder tiempo. Soy un hombre importante. He venido de muy lejos para verlo. Para ver esa figuras que talla. Para comprárselas. Puedo darle
mucho dinero, pero necesito que esto termine ahora, esta tarde, en este momento.
No le pedí que viniera - dijo el viejo - también estuvo otro hombre, y como usted dijo que era muy importante.
Yo soy más importante que él - aseguró Kent.
Si los dos son importantes ¿a qué ha venido?
Por las figuras. Es un honor para usted que se exhiban en el mejor lugar de Nueva York.
-Yo sólo tallo venados. O tallaba venados-contestó calmadamente el viejo. Parecía muy viejo y a ratos no tan viejo. Daba una impresión de seguridad y fuerza que nacía de él naturalmente a cada movimiento. En contraste, Straffor, sudoroso y colérico, parecía haber envejecido.
Debe cambiarse esa ropa - le dijo de repente. No es bueno tener la ropa húmeda en el cuerpo.
Ni siquiera traje mí ropa.
- No importa, yo le daré de la mía.
Le trajeron un camisón suelto, unos pantalones de algodón y unos huaraches café.
Straffor fue tras unos arbustos y se quitó su ropa miserablemente rasgada. Esta otra, un poco gruesa era áspera pero agradable y fresca. Los huaraches protegían sus pies sin oprimirlos y se quedó mirando sus finas correas que parecían dibujadas pero que daban libertad a sus miembros. Y prometió llevarlos.
¿Nada le dice el hecho de exhibir sus obras en Nueva York? - insistió. Se había sentado a la sombra de la cabaña.
En el otro extremo el viejo aguzaba un palo con un cuchillo de hoja fina.
-Ya se lo dije. Yo sólo tallo venados o los tallaba. No lo hice para venderlos. No sé quién ni cuándo lo robaron. Aquí pasa mucha gente. A veces comen y duermen. Otras solamente duermen. Supongo que lo robaron porque les gustó y eso me hizo pensar que el robo no fue hecho por hacer mal.
"Ya te tengo, vanidoso" - pensó rápidamente Kent. Su cerebro trabajaba con la rapidez de sus ochos años en los muelles.
- Le aseguro que no hay nada más hermoso que sus venados en todo el mundo - lo halagó.
Tal vez usted tenga hambre le prepararé algo – le respondió. Sentía calor, no hambre. Sentía una rabia fría que iba helando su cuerpo.
Quisiera ver sus venados, si le parece. No perderá nada con mostrármelos.
Habrá tiempo para eso. El otro hombre no tuvo paciencia y se fue sin verlos.
Straffor pensó en los seis meses de Ramírez. Y trató de controlar su desesperación.
-¿Por que le gustó mi venado? - Le preguntó de improviso. Straffor alzó su mirada y se encontró con los ojos firmes y confiados del viejo. Esa mirada serena empezaba a desarmarlo.
- Creo que ahora no podría decírselo.
- Usted tiene valor pero también muchas cosas muertas.
- Si duerme en la cabaña se sentirá mejor mañana. Le prepararé una hamaca.
En la hamaca Straffor no podía dormir. Estaba envuelto como un tamal y había perdido su facultad de equilibrio y trataba de no moverse temiendo caer. La cabaña estaba caliente y sentía la respiración acompasada y tranquila del viejo.
Durante mucho rato hizo esfuerzos por incorporarse hasta que logró apoyar un pie sobre el piso de tierra y salió fuera de la habitación.
La selva estaba llena de ruidos y sentía como si mil ojos amenazadores lo espiaran desde las sombras. Extrañaba la protección de las cuatro paredes de su departamento. Aquí se sentía indefenso y acosado. "Quizás nunca logre entrar en trato con el maya. Quizás pasen meses antes que logre convencerlo". Y caminó hasta el principio de la espesura. Sus pasos los apagaba la capa de pasto y aunque no había luna la claridad de las estrellas le permitía ver. De pronto distinguió el venado. Tenía levemente arqueado el cuello, Las orejas enhiestas mientras clavaba en él sus ojos oscuros y brillantes. Sintió una punzada en el vientre e instintivamente se agachó en un movimiento reflejo que venía con él desde hacía siglos. Pero el animal no pareció sorprendido ni asustado. Dio un paso acercándose y logró rodearle el cuello fino. En respuesta el venado volvió la cabeza y echó su respiración a los antebrazos de Straffor. Sin saber por qué oscuro instinto empezó a apretar el cuello. Cuando el venado sintió cortada su respiración dio un salto tratando de zafarse y entonces sus manos apretaron con más fuerza, esta vez la vértebra cervical. Lo sentía luchar en silencio, resoplando apenas, con pánico. Y él apretaba y apretaba, sus manos convertidas en duras tenazas...
En eso sintió un golpe en los riñones que lo dejó sin respiración y unas manos nervudas se cerraron sobre su cuello haciendo crujir sus vértebras. Cayó rodando sobre el pasto y encima de él el cuerpo pesado del maya. Con los ojos vidriosos vio cómo el viejo levantaba el puñal en su mano derecha y venía recto a su cuello. Apenas logró moverse y el arma se enterró con un ruido seco en la tierra. Entonces gritó. Desesperado y temblando gritó, una y otra vez, hasta enronquecer. El viejo parecía despertar de un sueño lento y pesado porque empezó a aflojar su mano del cuello de Straffor y a mirarlo. Cuando la mano morena del maya lo dejó libre se enderezó sudoroso y agotado. Sentados en el suelo se quedaron, mirándose en silencio. El venado había corrido perdiéndose entre los árboles y los ruidos de la noche tropical, interrumpidos por la breve lucha habían empezado de nuevo.
- Ese venado es "Príncipe". Lo crié desde que nació. A él y a su madre. Desde que nació hasta que perdió sus manchas y se hizo adulto. Está libre, pero llega a cualquier hora del día o
de la noche a la cabaña. Nunca nadie le ha hecho daño. Hasta hoy, es la primera vez que ocurre.
-No podía saberlo, viejo. No podía saber que era su maldito venado contestó ronco Straffor.
Supongo que tampoco podía evitar matarlo.
Es el instinto ¿No comprende?
Su problema y el de sus gentes es que tienen demasiado instinto. Pueden matar con mucha facilidad.
Usted también - se defendió Straffor.
Es verdad. Pero hay una diferencia. Si no llego habría matado a "Príncipe". Pero yo logré parar. En el último momento pero logré detener mis manos. No soy asesino por instinto. Esa es nuestra diferencia.
Straffor calló un momento - pero aún así estoy seguro que hay muerte y sangre en sus manos, viejo.
El viejo no contestó. Hacía muchos años que no sentía una furia tan ciega y desatada. Desde los días de Tepich. Con los machetes que refulgían a la luz de las llamas. Con las casas que ardían en la noche mientras veía desangrarse el cuerpo de sus hermanos acribillados a balas. La guerra se desató con una ferocidad que traía siglos de odios y rencores.
Caían mayas y blancos y las poblaciones tras ellos ardían hasta sus cimientos. Mujeres, niños, ancianos, caían segados como por una guadaña feroz e implacable. Siguieron Tekax y Valladolid, en Peto y Acanceh, en Ichmul, Tihosuco y Bacalar. La península entera ardía. Cuando terminó la guerra habían pasado cinco años y doscientas mil vidas habían caído tronchadas en el suelo de Yucatán.
Straffor veía arder los ojos del maya. Su rostro parecía infinitamente viejo. Marcado por miles de pequeñas arrugas bajo las que se perdía el tiempo.
- Hay demasiadas muertes en mi cabeza. Demasiada sangre. Hay demasiado de todo. Demasiado tiempo, también. Cada día es un nuevo fardo sobre mis recuerdos y mis hombros. Ya es hora de descansar... y no puedo. Un día terminaré de tallar mi último venado y todo habrá terminado. Pero hasta que llegue ese día deberé soportar todas esas muertes. Todas esas muertes que viven y danzan en mi cabeza. No había pensado en ello hace tiempo. Y ahora usted ha hecho que regrese.
Su voz sin inflexiones no tenía rencor.
- Ya le dije que no sabía que era su venado. Lo siento.
- Ya no importa - dijo el viejo - las cosas suceden porque tienen que suceder - es mejor regresar a la cabaña.
Después de Tepich había tallado su primer venado. Buscaba darle una expresión que pudiera reflejar todo el dolor surgido de la muerte de sus hermanos, sus padres, parientes, amigos; de toda su raza. Porque todo parecía haber muerto en Tepich. Hasta él mismo parecía muerto, nada más sus manos seguían tallando venados y sacando movimientos y formas de los trozos de madera de Chaka'h que parecían vivas. Las sentía inquietas, nerviosas, ajenas, siempre moviéndose, como cuerpos ciegos buscando la luz. Sólo cuando cogía el cuchillo y trabajaba el cuerpo de otro venado parecían pertenecerle. Llegó así a adquirir una sensibilidad que se traducía en el trazo gracioso de las paletillas, el cuello, el lomo y el vientre grueso, un poco lanudo. Luego esa habilidad para dibujar el pelaje que llegaba a parecer natural. No sólo a los ojos sino al tacto, al fino tacto de las manos suyas que trabajando no parecían pertenecerle sino seguir cierto ritmo interior, una orden secreta que sólo podía contemplar al final de cada obra. Hasta que llegó a asustarse. Y a temer que el próximo venado llegaría a salir corriendo de sus manos. Y entonces paró. En la mitad del tallado de una hembra que parecía venir surgiendo con el vientre hinchado. La madera había quedado como desplegada en dos alas rítmicas; blanco el vientre hasta la barbilla, los remos finos alzados, la cabeza delicada y perfecta, emergiendo como de otro vientre que iban librando sus manos a cada golpe del cuchillo.
No sabía por qué tallaba venados. No sabía por qué empezó a tallarlos. Presentía que algo de la sabia dulzura de su raza venía con el venado y su cuerpo armónico. Tal vez por eso. Y porque eran tan indefensos. Los había visto morir, como ellos atravesados por flechas y balas. Por piedras o manos crueles como las de Straffor. Y también había llegado a un punto en que le era imposible seguir. Por ese temor irracional a dar vida que escondía quizás un temor más hondo que no se atrevía a confesarse. Miró a Straffor y pensó que la respuesta estaría en sus ojos fríos e indiferentes. Sólo había un pensamiento en esa cabeza de extranjero. Comprar sus venados y venderlos en algún lugar donde quedarían olvidados para siempre. ¿Quién pensaría que en esas figuras iban las preguntas del maya? ¿Quién lo adivinaría? ¿Quien? Los muertos de Tepich, todos los muertos que sacudían su vieja cabeza dolorida quedarían olvidados. Entre los machetes y el fuego, entre las filas de hombres desangrados o muertos corrían ahora su ira y su dolor. Y lentamente, como un sonámbulo caminó hasta la cabaña. Allí hurgó en una caja y extrajo la figura inconclusa. Straffor lo vio tomarla en su mano izquierda y con su derecha manejar el cuchillo a la luz del candil. Sus ojos lo seguían fascinado. La hembra parecía viva y surgía a los golpes del cuchillo como de un líquido muy denso, como si apenas, milímetro a milímetro escapara de una prisión. Pero no vio el rostro del maya que al mismo tiempo se hacía más y más viejo, con infinitas arrugas que parecían sepultar sus emociones e irse quedando a cada golpe petrificadas en él, como talladas en la misma madera dura, color tabaco y marfil del Chaka'h.
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