NOVELA: LOS FILOS DEL TIEMPO
Eso es, exactamente eso es –dijo Jorge con su voz nicotinosa y cuidada. Impresionaba el equilibro de sus dos incisivos, largos, extendidos hacia fuera, manchados por el café de la nicotina, apenas cubiertos por el grueso labio superior. Los marcos anchos de sus gafas apenas ocultaban los ojos saltones, empequeñecidos por los gruesos cristales.
Eso es, exactamente eso es; eso exactamente –repitió con su misma voz. Aun lo dijo por tercera vez, como si quisiera cambiar la expresión torva del fiscal militar. Este no alteraba su rostro duro, afilado, mirando con fijeza al acusado:
-Responde y dinos dónde están las armas, y luego te vas libre- prometió con voz inexpresiva.
-Es lo que dije– insistió Jorge -me expulsaron de la célula unos días antes de enterrarla y no supe donde quedaron, oficial-.
Hubo un pequeño gesto del militar y las manos atadas a la espalda subieron; hasta la altura de los omoplatos primero y luego centímetro a centímetro. El rostro moreno empezó a chorrear sudor y el cuero a cubrirse de una capa de transpiración a pesar del aire helado, a pesar de esa fría lluvia lenta, del aire frío y colado que llegaba por entre las rendijas del calabozo hasta chocar con los cristales de los anteojos, empañándolos. Una bota golpeó sus piernas y el cuerpo se inclinó quedando colgado de un cordel. Un puño se estrelló contra los incisivos y éstos fueron lanzados lejos. Rodando como un par de dados hasta detenerse entre las patas de una silla y la pared. El cuerpo giraba de uno a otro torturador entre maldiciones, insultos, golpes de culata, puños y pies. Entretanto Jorge lanzaba órdenes a su cerebro, cuadros de órdenes en chispazos sucesivos, con nombres, direcciones; luego lo barajaba todo como un gigantesco juego de naipes para estrellarlos contra los repliegues más hondos de su memoria. Repetía ese juego miles de veces, de tal manera que su cerebro no recibía el duro castigo de su cuerpo; éste colgaba como una res, como si no le perteneciera, y si hubiese podido contemplarlo se habría detenido horrorizado, porque el suyo era una masa sanguinolenta que colgaba desde un hombro desarticulado y el rostro una abotagada masa informe. Pero esa luz consciente en su cerebro destellaba con la firme regularidad de un faro mientras deshacía informaciones con la precisión de un aparato mecánico. Sólo quedaba ese hombre por esconder, sólo el nombre de Tito y su rostro alegre. Pero era también el más difícil, el que estaba más incrustado en sus recuerdos; es que eran años de luchar juntos, años de alegrías y tristezas en sus correrías de viejos camaradas. Tanto tiempo vivo, palpitante, que no deja desdibujar el rostro que vuelve a él con renovada insistencia. Y le lanza maldiciones terribles, lo insulta hasta agotarse sin resultado. Frente a sus ojos quedan los de Tito, achinados y oscuros, medio escondidos bajo la mata de pelo negro. Trata de comenzar ese juego, acumula todos los recuerdos y esa luz en su cerebro los lanza por enésima vez como granizada de cristales contra la memoria pero desde allí rebotan y vuelven juntos; el y Tito por un lugar oscuro como en los cuadros de una vieja película lanzada hacia atrás por un operador loco. Trata desesperadamente de ubicar las imágenes, de fijarlas, hacia que lugar y tiempo pertenecen y en la bruma espesa de su cerebro torturado se aclaran con lentitud… vuelven juntos… es verdad… ésta vez por los viejos túneles de Lota y no son sólo ellos en la oscuridad; brillan las lámparas en los cascos de estos viejos mineros y sus rostros tensos los miran con asombro, a sus trajes de ciudad, los libros de estudio bajo el brazo, apareciéndoseles ahí como dos fantasmas, hasta que alguien camuflado entre las sombras grita una advertencia y todos se lanzan contra las paredes del socavón. Y sólo ellos quedan en medio pisando el cable conductor, pero muchas manos se tienden en el último momento y los arrancan del peligro en tanto un golpeteo del demonio cruza silbando y sigue mina arriba o mar afuera, que es lo mismo, porque están bajo él, hasta perderse en la densa oscuridad.
-Es el último carro que les quedaba por lanzarnos- dice una voz ronca entre los mineros.
-¡Salgan mierdas! –Insulta un militar desde arriba por los conductos de ventilación- ¡Salgan o les cortamos el aire! Añade enfurecido. La voz golpea las paredes de la mina con chillidos de metal, se agranda por el fondo de las galerías y restalla en los mil recovecos de las profundas hendiduras.
El Pique Alberto desciende hasta unos quinientos metros de profundidad. Desde el fondo se extienden las galerías adentrándose profundamente en el mar; la única comunicación con el exterior es la “Jaula”, un ascensor capaz de transportar hasta cincuenta hombres en cuestión de minutos. Desde el inicio de la huelga se atrincheraron en el fondo de la mina impidiendo la bajada de rompehuelgas que reclutaron los militares a lazo y bala por los campos del sur. Es el gobierno de Gabriel González Videla y los hombres maldicen al traidor hecho presidente con sus votos. El cerco militar rodea la cuenca carbonífera de Concepción, Arauco, Lebu mientras la marina cierra el cuello de botella del Golfo. El Pique Alberto es una de las minas principales y deben despejarla de huelguistas mientras sigue el reclutamiento de hombres. El lazo cae sobre los hombres de campo que van apiñándose en los corralones de los fundos mientras los que han logrado burlar el cerco son perseguidos con perros de caza y así, uno a uno van saliendo de la montaña y son llevados a los corrales hasta lograr el contingente. Desde Puerto Saavedra, Nehuentúe, Puerto Domínguez y Trovolhue bajan hasta el gran río. El Imperial será para muchos la última imagen viva de sus tierras antes de adentrarse a una nueva vida en las profundidades de las minas.
El “Nerón” es un viejo remolcador de líneas bajas y ágiles; esta vez sus lanchones no transportan animales, aunque la bota seca de muchos viajes ha formado una capa verde-pálido en el piso; su carga humana se apretuja, unos sentados y otros de pie con los ojos perdidos en la ribera del ancho río. Desde la popa del remolcador los apunta la boca negra de una Thompson, única compañía que tendrán hasta llegar a Lota.
***
¡Último aviso! ¡Tienen una hora para salir! –la voz llegó de nuevo y esta vez con un mensaje de muerte. Dentro de una hora cortarían el aire y aunque no habían detectado señales de grisú, la atmósfera irrespirable de la profundidad los mataría inevitablemente. Instintivamente se reunieron en círculo. Hay miedo y odio en los rostros tiznados, las lámparas horadan la oscuridad y esa luz amarilla cae sobre los rostros alumbrándolos a medias mientras la otra parte permanece confundida en la penumbra contra los mantos de carbón, y esos rostros partidos por la luz en esa noche espesa parecen flotar en una danza macabra en tanto se interrumpen unos a otros.
Y estos, ¿cómo llegaron hasta aquí? –Pregunta alguien de pronto- y esta vez todas las luces convergen hasta los muchachos; esos quince ojos amarillos, inexpresivos que los ciegan y parecen lanzarlos de pronto hacia la realidad siendo absorbidos por las miradas de los mineros, ahora visibles para ellos.
-Por encima de ustedes- farfulla Tito, y los dientes le brillan en la cara tiznada. Las quince luces se vuelcan hacia arriba pero solo alumbran las negras rocas de puntas adiamantadas y luego los vuelven a enfocar. Nadie ha dicho una palabra durante esos segundos, pero todos, incluso Jorge y Tito comprenden que el juego de luces está tan claro como un interrogatorio y exigen así una explicación.
-Un poco hacia adentro –aclara- a unos cincuenta metros de este lugar hay una abertura en el piso por donde caímos; el piso de la galería de arriba o el techo de ésta, si prefieren, -y vuelve a sonreír mostrando su blanca dentadura- arriba está lleno de militares –sigue- nosotros corrimos por la playa hasta la entrada de esta mina y bajamos por los cables del ascensor.
-¡La vieja mina!- exclaman a coro los hombres- y con la marea el agua nos inunda- y hacen ademán de correr. Pero una voz ronca los detiene.
-¡Quietos, atado de viejas! –los insulta- hay motivo para alarmarse pero no aun. El lugar por donde entraron los muchachos es un derrumbe de la mina del viejo Matías que ahora dejará llegar el agua por la compuerta que abrieron; -¿no es así? –interrogó mirándolos- ¡sí señor! –se apresuraron a contestar- ¡Bien! –prosiguió luego –nos iremos por allí y tal vez sea nuestra salvación… o nuestra muerte, pero les dejaremos un hermoso regalo a los perros que nos cercaron aquí. ¡Ruperto y Tomás! –demandó- vean el derrumbe por donde vinieron los niños. Si es pequeño para ustedes lo agrandan a su medida, después de eso pasaremos todos por allí con facilidad.- Hubo una carcajada general que ayudó a soltar los nervios tensos del grupo. Los nombrados son altos pero además lucen una barriga que no ha bajado en los tres días que permanecen bajo tierra. Se levantan aprisa, con el pico en una mano y la barreta en la otra hacia el lugar indicado por Tito. Caminan un largo trecho, mucho más de lo que ha dicho el muchacho. El piso está cubriéndose del agua que corre con lentitud por las murallas. Tomás se agacha sobre una poza que oculta su superficie con una capa de hollín; bate levemente esa capa negra y prueba el agua –es salada- comenta con tranquilidad –debemos apurarnos antes que la marea nos encuentre aquí.
Aún avanzaron otros cincuenta metros cuando Tito los hace girar sorpresivamente a la izquierda, hacia la entrada de una galería abandonada. Apenas tendrá unos setenta metros. A la luz de las lámparas se ve el trabajo de los picos y las barreras en los costados del túnel. La veta de carbón termina mucho antes pero aún permanecen las huellas de la exploración del barreno buscando la veta perdida, como otros muchos ojos negros por donde ahora escurre el agua salada de mar. Una pequeña claridad indica la fisura del piso, larga pero angosta, por donde han caído los muchachos.
Por aquí no pasa ni mi brazo- comenta Tomás –así es- agrega apenas Ruperto, y sin otro comentario enarbolan los picos y se dan a la tarea de ensanchar la abertura. Cuentan con menos de una hora para adecuar la brecha, ascender por los cables y luego escapar por la playa, por los roqueríos de Schwager para ganar el monte, el nacimiento de la cordillera de Nahuelbuta, con los bosques de Colcura, estirada como un perro por el contorno del golfo de Arauco.
Entretanto Tito y Jorge han regresado hasta el grupo de mineros. Pancho sigue dirigiendo al grupo que ha aceptado tácitamente sus órdenes. Su vozarrón apremia como un látigo. Sobre el techo de la jaula, en sus cuatro esquinas colocaron los cartuchos de dinamita que estallarán al ser oprimidos por los topes de seguridad al llegar arriba. El peligro consiste en que los militares adviertan el engaño y paren el ascensor cortando la electricidad.
-¡Sebastián! –grita de pronto Pancho- tú eres experto ¿verdad?, con la dinamita me refiero, calcula el tiempo de subida del ascensor y enciendes una mecha detrás de la jaula. Si nos fallan las del techo tendremos esta otra como reserva, ¿de acuerdo? –de acuerdo- aprueba Sebastián –y los ojos le brillan de entusiasmo mientras hace la tarea. No tarda más de tres minutos en prepararlo todo, pero sólo resta media hora del plazo que dieron los militares, la jaula tarda diez minutos en llegar a la superficie por lo que disponen de veinte minutos para salir por la vieja mina. Tiempo corto para ascender por los cables, piensa Pancho. La onda de la explosión podría abrir una grieta que precipitaría más el agua dentro de la mina ahogándolos como a ratas.
-Es parte del riesgo- se dijo –y dio la orden de salir.
-¡Jorge! –dijo Tito- sigue con los demás, yo me quedo con Pancho.- Jorge sigue el grupo que corre por la galería. Ruperto y Tomás habían concluido su tarea y corrían a avisarles. El grupo ordenó con rapidez y empezaron luego la lenta ascensión que ahora parece más lenta por el apremio del tiempo. Los cables están enmohecidos, con muchas hebras cortadas que se incrustan en las manos aferradas ansiosamente, trepando como una larga fila de cangrejos en la oscuridad.
***
-¡Ahora! –gritó Pancho a Tito- luego corre hasta un conducto de ventilación y grita con su vozarrón enorme: -¡Allá vamos! –no disparen- y sus manos aprietan el botón de subida y la jaula empieza a ascender con su carga de muerte, la mecha encendida pero invisible para los que la esperan.
Ahora corren hacia la salida de la mina. El piso trae unos veinte centímetros de agua y sobre la galería superior aumenta su volumen. Los brazos de pancho alzan al muchacho y lo colocan sobre los cables mientras él sigue detrás arrastrando su corpachón. Un golpe de agua, carboncillo y arena los azota. Tito siente arder sus manos heridas que baña el agua salada, pero detrás de él, la respiración agitada de Pancho lo obliga a seguir. Por un momento ha sentido su casco que golpea sus pies y sigue así, con nuevos bríos, arrancando fuerzas a su cuerpo agotado. Aún reciben un golpe más fuerte de agua que los envuelve totalmente antes de encontrar la escalerilla de seguridad que los lleva a la superficie. La marea ya se precipita con ansias por el túnel recuperando la obra conquistada por el hombre.
Arriba gritan de alegría cuando los ven emerger, mientras Jorge, con los ojos rojos por el agua salada y el llanto ayuda a alzar a Tito. Pancho sube bufando como un viejo lobo marino, sin sentir los brazos agotados mientras los arrastran hacia la seguridad de las rocas. Aún no llega allí cuando escuchan la explosión. La enorme rueda del ventilador vuela por el aire como alzada por la mano de un gigante. Los militares que cerraban la entrada del túnel saltan hechos pedazos mientras otras cuatro explosiones simultáneas siguen destruyéndolo todo en una locura infernal…
***
-No le lancen más agua- dijo la voz fría del fiscal- lo interrogaré mañana. Jorge apenas captó esa voz odiada pero sabía que esta vez Tito lo había salvado como otras tantas veces, volviéndolo al pasado, veinte años atrás, al principio o al centro de esa larga lucha, nunca interrumpida y que empezaba hoy, de nuevo, en su forma más ciega y horrible, como no la conociera ni sospechara la humanidad, en el mes de la Patria, once de septiembre de mil novecientos setenta y tres.
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