POESÍAS INÉDITAS: NEW YORK
No hay nada que me produzca una mayor tristeza
que esta pequeña New York,
sollozando noche tras noche,
en las orillas contaminadas del Hudson.
Hubo un tiempo,
hubo un tiempo en que todo se veía desde el Empire State
y lo que no se veía
yo lo adivinaba.
Solía instalarme en la terraza
llena de viento
y me metía por la ciudad encandilada.
No era difícil,
más bien era simple caminar por los tejados.
Era simple bajar por las antenas de TV
y asomarme a los cuartos iluminados
donde toda la familia
se asombraba con el Hombre Nuclear.
Por ese tiempo sí,
por ese tiempo,
por esos años,
Nueva York no me producía tristeza.
Me producía sentimientos que ahora me avergüenzan
aunque comprendo también que tenía razón
en odiar de esa manera,
en desearle la muerte.
Ahora comprendo que yo mismo,
en cierta forma
era también mi enemigo.
A veces, en invierno,
asomado en alguna ventana,
viendo las familias sentadas frente al cajón,
con sus grandes ojos vacíos
por donde entraba sin dificultades
La Mujer Biónica
o los grandes partidos de la Liga
y viendo que ellos mismos,
ellos mismos deseaban
(en esa oscura forma de controlada drogadicción)
con toda su fuerza,
con todo su ser,
algunos miembros biónicos
y que eso era todo.
Que eso era todo.
Todo.
Toda su pequeña religión
Entonces sentía crecer mi rencor
y odiaba con nuevas fuerzas.
Tampoco comprendía que yo mismo era un pequeño juez ciego.
aunque odiaba porque en ese invierno
en esas calles solitarias
llenas de vidrios escarchados y nieve
donde solo vivía
donde sólo latían
las antenas de TV,
sólo yo sabía que en el sur de América
mis hermanos, noche a noche,
hora a hora,
se morían.
Odiaba por la vida y por la muerte.
Aunque de odio moría, también.
¡ Cómo me dolía verlos !
¡ Cómo maldecía esas horas !
¡ Esas caras de yeso
esas grandes mandíbulas
trabados con el chicle y la TV !
Sin embargo
pienso que a veces adivinaba,
intuía,
aunque nunca fue una idea clara
pero sí que me abarcaba,
metida en algún rincón de mi memoria.
¡Ay, si sólo hubiese hurgado un poco más,
un poco,
si sólo me hubiese detenido un momento!
¡Bien pude haber pensado en Dick!
¡Era tan inteligente,
tan hábil!
¡Tan conmovedoramente humano!
¡Aplaudía a Cannon
a Kojak
a Kolchak
agitaba su cabecita graciosa de Spaniels
cuando los héroes mataban al villano!
Debí pensar en Dick.
Debí pensar en él.
Era el hilo de Ariadna.
Era la delgada punta del hilo.
El ovillo que debía llevarme por el oscuro laberinto.
Era la vía al Minotauro.
Pero repito que en ese tiempo
Nueva York
era para mí, la sucia.
La rata.
La basura elemental,
el excremento.
La madre de las ratas.
Nunca pensé en la belleza del Central Park
en el Museum’s Art
o en el Subway.
Era el sudamericano ciego.
El juez ciego.
El iracundo.
La irrazonada ira del sur.
¡Me enfurecía la prostituta Nueva York
con su negro corazón mercader!
aunque sus muelles siempre me atrajeron
y me gustaba pasear entre las altas torres de mercancías…
tal vez me recordaban a Valparaíso…
Valparaíso y mi amor
de brazos tibios
de negras miradas y sonrisa fugaz
… y soñaba…
por aquí,
por allá,
por allá,
por aquí,
a mi verde país
me voy.
Todos los muelles,
todos los muelles tienen el mismo sabor a sal
a yodo,
a la tierra amada
y los viejos barcos descascarados
apretaban mi tristeza en Nueva York.
Es un puño cruel
y doloroso
el de los viejos barcos, oxidados.
Tal vez mi tristeza de hoy nazca en los muelles,
en estos muelles.
Pero creo que más bien
la gente.
La gente como pequeños Dicks, atados
al cajón de color.
Me preguntó cuánto queda
y cuántos
¡cuántos quedan de los Dicks!
¡cuántos quedan…
me pregunto!
En el pequeño restaurant de Charlie
en la 43
sólo había un cristal,
como esas escorias de los hornos
donde el vidrio
donde las sílices
y las finas arenas
se fundieron sobre el millón de grados.
Había un libro…
habían muchos libros…
había un libro que amaba.
Lo había escrito alguien
aquí
en Nueva York.
Tal vez encuentre un ejemplar
un día
en algún barrio
en alguna biblioteca
o en algún pequeño pueblo perdido.
Talvez encuentre
a su autora
que era mi amiga.
La conocí en el restaurant de Charlie
allí donde solo queda un cristal al fondo de un cráter. Nos bebimos unas copas en una noche en que caía mucha
nieve.
y en que moría mucha gente en nuestros pueblos del sur.
Viet Nam había quedado lejos
perdido en las amarillas páginas de la historia.
Nadie recordaba a May Lay
y en ese momento tampoco nadie sabía
o muy pocos sabían
de lo que ocurría en el sur.
Nadie sabía nada
aunque todos conocían los resultados de la Liga
y el último truco
de La Mujer Biónica.
Tiendo mi mirada a las lejanas colinas
y se estrella en ese muro de cenizas;
aquí no vinieron dos ángeles para salvar a Lot.
Quizás porque aquí nunca hubo una familia Lot.
¡Ah, pequeña rata,
pequeña sucia,
pequeña prostituta Nueva York!
Desde aquí, desde estos muelles
desde aguas como éstas salía la bala,
el cañón
la muerte.
En tu sollozo de hoy veo las luces de Broadway
y el telón sin fondo de la niebla.
Nadie puede enseñarme a amar a Nueva York.
Quizás por eso la odiaba tanto.
En mi país había una ciudad
pequeña
todos sus habitantes cabrían en un rascacielos.
Y un río
también pequeño
y una pequeña fuente en una plaza
aún más diminuta.
Ahora que lo pienso
todo allí era pequeño.
Nuestros mayores deseos eran levantar la cosecha
y meter el trigo en el granero
antes de las lluvias
antes que cayera la primera nieve del invierno.
Esos eran nuestros deseos
y tener un libro nuevo
un libro hermoso
como ese que escribió mi amiga
del restaurant de Charlie;
era una chica hermosa,
en su amor era un estallido de estrellas
y cuando reía,
el mundo era azul
y oro.
Era una chica buena
y el amor que brotaba de todo su cuerpo
llenaba sus libros
e inevitablemente
tenían un happy end.
Muchas veces me mostró la bahía,
las luces amarillas sobre las olas;
ella también amaba los muelles
y siempre sospeché que tenía un alma vagabunda;
sus ojos se anclaban en los viejos barcos fatigados
mientras destrenzaba con sus manos delgadas
la cordelería rota.
Una vez me dijo que desde hacía tiempo
dormía y se despertaba angustiada.
Había soñado la guerra química
la guerra bacteriológica
y los virus invisibles cosechando dolor
y muerte
y por eso,
por esa guerra,
siempre sus libros tendrían un happy end.
Esos eran sus sentimientos. Era una chica extraña.
Yo no la escuché
sólo amaba y deseaba su cuerpo frágil,
su fino cuerpo delgado;
tampoco pensé en los Dicks,
era mi tiempo oscuro del odio sobre Nueva York.
Toda mi vida era eso y vagar sobre la ciudad
de tejado en tejado
odiando.
Eran demasiados muertos míos
para mí solo.
Demasiado para un hombre que venía de un país pequeño
y de un pueblo aún menor.
Lo único grande que teníamos era nuestro deseo de vivir.
En ese tiempo me asombró aún más la fortaleza
del hombre del Gólgota.
Pensé algunas veces en el mar de Galilea
y leí las escrituras.
Y eso fue todo.
A veces los periódicos
o algún amigo
o el amigo de algún amigo
me traía noticias de mi país
o de mi pueblo.
Eso ocurría casi siempre
después de pocos días de que un carguero chino
había entregado armas en Valparaíso.
Yo había visto las armas en los muelles
y los chinos cargándolas.
A veces los cajones decían “Maquinaria Agrícola”
Los chinos sonreían.
Ahora no sé si sonríen.
Es probable
seguro
que no sonríen.
Nueva York también lanzó lo suyo
antes de morir.
Envió su tarjeta a todo el mundo
como si fuera Navidad.
Así era la sucia.
Esta pequeña perdida.
No se detenía a pensar.
A sentir.
Despreciaba la ternura;
traficaba con ella, sí.
También su tarjeta le llegó a sus amigos
solo porque pensó que habrían dejado de serlo.
Así era esta pequeña rata.
Yo la había visto muchas veces
mascando su chicle frente a la TV,
mirando impasible los partidos de la Liga.
En ningún momento pensé que lo tenía todo,
menos que podría destruirlo todo.
Y es que nací después de Nagasaki,
después de Hiroshima.
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