CUENTO DE SEPTIEMBRE: AL FINAL DEL INVIERNO
Un sol de cobre se metía en el mar de Punta Arenas y arrebolada las nubes y las olas convirtiéndolas en los muros de una inmensa caverna luminosa. En los muelles, frente a los edificios grises de la aduana habían caído los siete prisioneros. Los soldados daban vuelta los bolsillos de los muertos, hurgando. Sobre los techos unos zopilotes esperaban a que los soldados terminaran su tarea y frente a ellos, en la acera, miraban unos chinos. Minuto a minuto llegaban otros pájaros batiendo sus negras alas en el frío del atardecer. Habían llenado el techo de la aduana y las casas vecinas y ahora ocupaban los cables del teléfono que cedían poco a poco bajo el peso de la nieve y los cuerpos esmirriados de los pájaros.
Nita se había desmayado y apenas podía resistir Andrés el cuerpo laxo desmadejado entre sus brazos. Cuando los chinos se fueron sonreían. Los soldados llevaban los bolsillos a reventar y caminaron al mismo paso, con sus rostros de piedra entre el crujido de la nieve. Andrés logró que Nita se despertara pero apenas vio ella los pájaros lanzados a terminar la tarea inconclusa de los soldados volvió a caer, esta vez al suelo. Andrés pensó que Nita estaba mejor desmayada pero a él ni siquiera le quedaba ese recurso último. Tenía demasiado frío y hambre. Tenía demasiado miedo metido en el cuerpo para pensar siquiera en desmayarse. Necesitaban un lugar seco y abrigado para pasar esa noche; para escapar a los soldados, para escapar al frío que los mataría con la misma frialdad de los militares si los encontraban allí. Esa loca pesadilla había empezado en la madrugada en los frigoríficos donde ametrallaron a los obreros del primer turno. Ahora en ese lugar sólo se veían unos montoncitos de nieve sobresaliendo del nivel de la calle. Muchas ideas absurdas le venían llegando desde entonces, como si fueran otros pájaros negros colgados en algún lugar de sus pensamientos. Los sentía como a los cuervos, esperando a que todo quedara solitario para atacar. El año anterior hizo su servicio militar y al terminarlo se comprometieron. "Nita, preciosa niña mía".
En las calles había unos dos pies de nieve. Había cesado de nevar desde la mañana y había lugares donde la nieve estaba sucia y pisoteada. Las puertas de las casas y las ventanas con persianas de madera estaban herméticamente cerradas. “...bando número tres: preséntese a este cuartel en el plazo inapelable de tres horas las siguientes personas...”
Los aparatos de recepción sintonizaban tras las murallas de las casas y la voz del locutor se extendía agrandada en cada cuadra y moría en los muelles donde el rumor del mar la extinguía. Nita yacía sentada sobre la nieve, apoyada en el muro. Su rostro pálido parecía muerto. Andrés tomó sus manos y las calentaba con su aliento, luego miró la hora; anochecía a las cinco y debían llegar al otro extremo de la ciudad antes del toque de queda. El sol se había ocultado hacía rato, la niebla empezaba a venir desde el mar, se metía por los muelles, ocultaba la aduana y los pájaros hambrientos amontonados sobre los cuerpos. Golpeó las mejillas de Nita y sopló su aliento sobre sus manos hasta que sintió que revivía. La niebla había cubierto todo y no se veía a más de tres pasos. La chica despertó entre brumas e instintivamente volvió a mirar hasta la aduana, pero allí ahora no había más que la espesa niebla y el respirar apretado de los zopilotes, como de trompetas desafinadas que se oía lejano. Andrés logró que se pusiera en pie y caminaron calle arriba hasta el monumento al ovejero; entonces sintió crujir la nieve bajo los pasos de una patrulla y arrastró a Nita bajo el monumento.
Vio pasar a los soldados y el vaho de vapor que escapaba de sus bocas bajo los cascos. Nita había cerrado los ojos y parecía dormir, agotada por la caminata y las emociones de la fuga.
- ¿Crees que escaparemos, Andrés?- preguntó de repente. -Tenemos que llegar a la granja de los Martinic. Luego veremos.- La animó con un beso en los labios pero sintió el hielo que se había metido en su cuerpo; él se sentía también transido, tanto que ya no percibía el castigo del frío y dentro de él veía como una larga noche invernal. Le parecía que jamás lograrían salir del círculo blanco que los rodeaba y que tal vez los soldados los encontrarían en la misma inmovilidad que al ovejero y su perro instalados allá arriba. La ciudad parecía muerta, envuelta en ese manto blanco donde apenas sobresalían las puertas de madera y las persianas echadas. De vez en cuando un nuevo bando irrumpía en ese silencio sepulcral. Desde las casas la voz emergía como de una blanca tumba y se juntaba a las otras, iguales, que salían de otras casas parecidas; por un momento parecía alzarse sobre la ciudad y la nieve dominándolo todo y luego se extinguía bruscamente. Era lo único vivo que a veces flotaba para también morir. Andrés sentía embotar sus sentidos. Las orejas le dolían, en las puntas de los dedos se clavaban millones se agujas y apenas si adivinaba su nariz, helada como la de un perro. Una vez en su tierra, un mal invierno nevó. Pero todo el mundo reía y jugaba con esos algodones blancos que caían como las plumas de un enorme ganso. El pueblo se había echado a la calle a lanzarse bolas de nieve antes que desapareciera. Pero esta nieve era diferente. Había abarcado esta ciudad llenándola y estaba en ella como si nunca fuera a abandonarla. Como los soldados que dejaban su huella una y otra vez y paseaban sus metralletas caminando a un mismo paso siempre. Lo único que parecía vivo de ellos era el vaho blanco que surgía en remolinos de sus bocas amoratadas. Sus otros gestos, sus pasos, el vaivén de sus hombros, sus ropas, cascos, todo eso pertenecía como a otro cuerpo, mucho más grande, mucho más frío que la nieve y que los dominaba. Andrés los había visto cuando dispararon a los siete prisioneros frente a la aduana. Fueron tres movimientos apenas y los siete hombres cayeron para siempre.
Nita, como si leyera dentro de él, lloraba. Sollozaba con su cara metida en su hombro. Sintió una inmensa ternura y también una rabia que le inundó el pecho al mismo tiempo. Andrés la alzó con suavidad y apoyándola de su cintura la hizo caminar. Daban unos pasos y escuchaba. Casi había anochecido; lo notaba en la coloración de la niebla que se había alterado. Parecía haberse instalado sobre un paño negro porque los pequeños corpúsculos de agua humedecían su cara pero no brillaban; ahora las luces de las calles se habían encendido y de las casas escapaban pequeños rayos de luz amarilla. Nita había dejado de sollozar pero respiraba agitada. Ella no tenía la misma confianza que Andrés. Los Martinic vivían fuera de la ciudad, a unos cuantos kilómetros. Si lograban llegar a la granja sería con muy buena fortuna, pero ¿y después? ¿qué ocurriría cuando llegaran donde esa gente? Había empezado a nevar otra vez y veía cómo esas plumillas caían sobre el gorro de lana de Andrés y apenas posadas se deshacían. Su rostro delgado estaba muy pálido y serio. Vio con que esfuerzo levantó sus manos y la hizo caminar. La nieve iba tapando sus huellas y cubría aquellos lugares donde las botas de los soldados habían levantado el barro de la calle. También estaba más oscuro y presentía que iban adentrándose a un lugar sin salida, un túnel blanquecino que los tragaba irremediablemente. Había pensado que esta, primavera tendría su hijo; había soñado que lo pasearía por las soleadas playas de su puerto natal. Sabía que sería un niño y lo llamaría Andrés.
“... si en diciembre el amor nos trae un hijo le pondremos mi nombre o el del abuelo..."
Un sollozo se le hacía nudo en la garganta. Tenía la voz de Andrés metida en su cuerpo, como si fuera el cuerpo de otro hijo agitado en su vientre. "Tiene las cejas delgadas de él, sus ojos oscuros, la piel cetrina". Nita tomó con sus manos ateridas el rostro de Andrés y se alzó para besarlo. El la miró; no dijo nada pero buscó sus ojos claros que ahora parecían un agua azul, desvaída. Apretó su mano en la cintura y la ayudó; se veía más fatigada, con el rostro demacrado cada vez más pálido. La llevó bajo un alero donde pudieron protegerse de la nieve. Le parecía nieve. Le parecía que hacía mucho tiempo que no se cruzaban con una patrulla. Tal vez escaparían, como en esos viejos films; en el último momento algo ocurriría, alguien vendría en su ayuda y cruzarían la frontera a salvo. Quizás esta misma puerta en cuyo dintel se apoyaban se abriría de pronto para cobijarlos. Pero íntimamente sabía que en el juego de la muerte no hay escapatoria. Una vez fue a cazar lobos cerca del Faro de los Evangelistas. Era una roca desolada donde nunca o casi nunca nadie cazaba lobos porque estaba en la ruta de las patrullas marítimas que perseguían con saña a los cazadores furtivos y porque el mar para embarcaciones pequeñas era mortal. El dueño del bote, el gringo Martinic conocía esos mares y podía entrar y salir de los canales del archipiélago como si fuera un chilote. Había niebla pero el viejo guiaba el falucho con mano firme y segura. Lo único que veía Andrés era el punto rojo que ardía en la cazuela de la pipa del viejo. Pero sí oía el acezar de los remeros saliendo de la costa y el tirón de las olas moviéndose como las ancas de una enorme yegua. A unas millas de la costa arrancaron el motor y salieron mar afuera. Todo el mar era niebla y parecía que lo único que se movía en él era el falucho. Los remeros habían encendido cigarrillos y se pasaban de una a otra mano una botella de aguardiente hasta que llegaba donde él y la ofrecía intacta al viejo. El motor ronroneaba apenas con aceleraciones aisladas cuando una ola dejaba la hélice al aire. Los hombres fumaban sin hablarse y quizás, como Andrés, pensarían en los lobos y en las pieles que cada uno obtendría. El jamás había matado un lobo, sólo los había visto en el golfo de Arauco siguiendo a los lanchones carboneros. Y éstos eran lobos de dos pelos, de piel fina que iría hasta el mercado peletero por los invisibles canales de la clandestinidad. Veía encenderse y apagarse los cigarrillos de los remeros y sus caras ansiosas cuando pasaban rasgones de niebla. Eran chilotes, de Achao, supersticiosos así como buenos marineros. En nieblas como esa paseaba el Caleuche, el legendario buque fantasma que anuncia la muerte en los helados mares del sur. Nadie que haya visto el Caleuche se libra de ella antes del año. Andrés veía el aguardiente y casi leía la idea del Caleuche metida a fuego en los cerebros de los remeros.
¡Faro a la vista! - dijo de pronto el gringo. A lo lejos en medio de la luz hecha leche por la niebla se distinguía el ojo parpadeante del Faro de los Evangelistas. El viejo viró un poco a babor y el falucho rompió las olas con la quilla. Aún navegaron una hora antes que el viejo hablara de nuevo.
¡Atención, bicheros a proa!
- Los chilotes cogieron los bicheros y se instalaron uno a cada lado de proa con los ojos clavados en la niebla. Poco a poco empezó a aparecer la isla, una masa rocosa que apenas se distinguía. Se oían las olas rompiendo en ella y el bufar de los lobos. El gringo viró a estribor y encalló el falucho entre dos rocas sobre una minúscula playa de arena negra. Los chilotes clavaron los bicheros en la pared rocosa y amortiguaron el golpe. En segundos bajaron a tierra provistos de garrotes de luma. Andrés y el viejo los siguieron roca arriba sobre la explanada en la que parían las hembras y se estiraban los lobos machos. Los hombres cayeron primero sobre las hembras rompiéndoles el hueso nasal con los garrotes. Los machos se alzaron bufando pero las lumas caían más rápidas de lo que ellos podían moverse. En segundos vio Andrés el peñasco lleno de sangre, a los hombres saltar como demonios entre las bestias y el olor de la sangre que lo invadía todo azotarle el olfato hasta hacerlo vomitar. Sólo los lobos que saltaron al agua se libraron de la muerte. Los hombres desenfundaron los cuchillos y se dieron a la tarea de abrir el vientre de las madres para despellejar los nonatos, la piel más cara y preciada. La piel de los lobos viejos la convertirían en lazos que venderían luego en las haciendas. La jornada duró unas tres horas. De regreso el falucho olía a sangre muerta, a carne desgarrada y a aguardiente que generosamente repartía el gringo Martinic por el éxito de la cacería. Llevaban unas cien pieles de animales adultos y treinta nonatos que tendrían un alto precio en el mercado. La niebla casi se había levantado. Andrés había bebido aguardiente esta vez. Su estómago había resistido el licor, le ardía en las venas y afiebraba su cabeza.
¡El Caleuche! - gritó de pronto un chilote. Su compañero se le quedó mirando y luego se puso verde al mirar a lo lejos Andrés siguió su mirada pero no vio más que la niebla que el viento empezaba a rasgar y desgarraba llevándosela. El gringo empinó la botella de aguardiente y rió a gritos. Amanecía y una pequeña claridad empezaba a surgir desde la tierra perfilando la costa. Los chilotes habían enmudecido y el gringo cantaba una vieja canción croata. Cuando llegaron al fondeadero era de día, aunque nadie se levantaba aún y pudieron bajar la carga sin ser vistos.
¡Tengo sueño, Andrés! - le habló Nita apenas. Andrés volvió de sus recuerdos y bruscamente saltó a la realidad. Nita había caído de nuevo agotada por el esfuerzo de todo ese día. Escuchó un nuevo bando que surgía de la puerta cerrada pero a pesar de eso golpeó en ella hasta cansarse. Por las rendijas se colaba la luz y a sus golpes ésta se extinguió de pronto como si su mano la hubiera apagado. También el bando dejó de escucharlo de improviso. Sintió que su mano, helada como la de la muerte apagaba toda forma de vida y por un momento hasta temió tocar a Nita por miedo a matarla. Recordó la matanza de lobos y los ojos, redondos, húmedos de las bestias y los cuerpos indefensos en el roquerío helado. Desesperado dejó a Nita y se fue hasta la casa vecina y golpeó con sus dos manos; como antes la luz se extinguió por entre las junturas de la puerta y el bando se cortó de improviso; siguió a la otra casa y se repitió todo de la misma manera.
Sentía que una desesperación creciente lo llenaba y corrió de casa en casa y de puerta en puerta. Golpeó las ventanas de vidrios helados, las puertas de madera, las persianas corridas y veía como todo se iba quedando a oscuras como si él fuera el guardián de las tinieblas y su misión la de bajar la noche a cada rincón de la ciudad. Volvió sobre sus pasos angustiados. El estómago vacío lo sentía helado y sabía que poco a poco el frío lo iba matando. Gritó en la noche porque había pensado que lo escucharía alguna patrulla que salvaría a Nita. Toda la cuadra estaba a oscuras y tropezaba cada vez con más frecuencia. Sus piernas no parecían pertenecerle y creía que una fuerza ajena lo llevaba a pesar de todo hasta el dintel en que dejó a Nita. Pero todo estaba tan oscuro que era difícil su visión. En medio de la nieve y de la niebla la roca de los lobos apenas se distinguía. Había unas hembras preñadas y otras pariendo. Los lobos tenían unos suaves ojos redondos color avellana. El no quería las pieles ni la vida de los lobos. Quería proteger a las hembras pariendo y salvar los nonatos de los garrotes de los chilotes. Eso quería y dormir profundamente ¿y Nita? por la mañana debía llegar a casa para ayudarla a tener a su hijo esa madrugada. Habían hecho un viaje tan largo que debía estar agotada, tan agotada como él y cerró los ojos casi sonriendo.
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