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pedrofuentesriquelme

Cuento: El Graduado


CUENTO DE SEPTIEMBRE: EL GRADUADO




"¡Vete a dormir, soldado, la noche es larga, pero debes estar listo en la madrugada!" El soldado, como si escuchara una orden secreta y lejana caminó hasta la cuadra y se durmió al instante.

La jornada lo había agotado y debía estar de pie entre otros ocho fusiles, antes de rayar el alba. En la madrugada, él, con esos ocho fusiles, frente al muro que aparecía más negro entre las semitinieblas del amanecer, a la orden de fuego cargaron contra el hombro y dispararon. Su bala llegó al cuerpo, estaba seguro, la sentía en una especie de eco que rebotaba vibrando suavemente en su cuerpo y lo llenaba siempre de satisfacción.

¡Dessssscannsen! ¡A despejar, soldado! ¡Formar pelotón y guardia sobre la ciudad!

El camión abandonó el cuartel de ladrillos pintados de gris y el soldado, bajo treinta cascos se balanceaba en los escaños del vehículo verde aceituna.

Los olivos florecían bajo el sol en el huerto del soldado en unos cerros pedregosos del norte, pero él sacudió esa imagen en su cerebro y la borró casi con rabia.

El camión lo llevaba esta madrugada bajo una fina llovizna a una ciudad sureña. Odiaba el frío; éste se alojaba en la culata metálica de su metralleta y se metía por las palmas hasta los huecos de sus manos mientras el vehículo vigilaba la ciudad recorriéndola de uno a otro extremo.

"¡Soldado! ¡Allanar la trescientos veintisiete en uno oriente y dos sur!"

El camión se detuvo frente a un portón oscuro. El alba ape¬nas caía y tras el pelotón ladró un perro al ruido de las pisadas. Las culatas golpearon el portón hasta que cedió la cerradura y penetraron de tres en fondo. Uno a la izquierda, otro a la derecha. El tercero, que quedaba en medio disparó sobre el gran danés que lanzó agónico su último ladrido. Ahora carga¬ron contra la puerta de cristales y se encontraron de pronto en el interior de la vivienda frente a un hombre, su mujer y dos niños. El niño lloraba aferrado a la mano de su padre y la chica, que aún no tenía los tres años sollozaba a gritos.

"¡Ponlos frente a la pared, soldado!" -escuchó en lo hondo de su cerebro - ¡Todo el mundo frente a la pared, altas las manos, abiertas las piernas! gritó enfurecido. "¡Bien soldado, duro! ¡Duro, soldado, nunca débil; te esperan dos barras este año, soldado!" - seguía escuchando - ¡Dije piernas abiertas, mujer! "¡A buscar en los cajones, soldado: papeles, planos, armas! ¡Y libros, soldado! ¡Quemar libros, soldado! En la sala toda una pared estaba atestada de libros. En los cuartos de los niños otros libros se acumulaban unos sobre otros. La mano libre del peso de la metralleta avanzaba su garra sobre los lomos dorados y los lanzaba por la abierta ventana hasta el centro del patio donde se acumulaban abiertos en confusión. Cuando la casa estuvo libre de ellos vertió un galón de gasolina y lanzó el fósforo ardiendo.

"¡Así está bien, soldado! ¡Que ardan los malditos libros! ¡Que vuelen en cenizas, que los desparrame el aire, que los disuelva el viento! ¡Así es como debe ser, que todos regresen a la tierra y se pudran para siempre! ¡Tus barras, recuerda tus dos barras, tus dos barras este año, así está bien, esta hoguera aliméntala, busca, busca, busca soldado! ..."

El soldado se lanzó a husmear hecho un sabueso bajo las camas, en los cajones, armarios; golpeó las paredes, olía entre los techos hasta que descubrió una puerta pequeña que tenía sobre ella un tapiz antiguo. Una cámara minúscula pero repleta de libros le saltó a los ojos. Sus manos se lanzaron frenéticas a los tomos apretados que llenaban todos los espacios y lo abofeteaban con miles de colores. Sus manos se estiraron hasta vaciar el cuarto y estos nuevos libros ardían en el patio bajo una nube de humo negro que aplastaba un poco la llovizna. Ningún condenado libro quedaría. No se burlarían de él en la ciudad.

A balancearse de nuevo en el camión bajo esa llovizna fría y monótona. El cañón de la metralleta estaba ahora tibio, calentaba sus manos y subía ese pequeño calor por sus muñecas con lentitud ganando poco a poco su cuerpo. El hombre no había resistido ver la hoguera de libros y él estuvo obligado a disparar. La mujer, aterrada, había cubierto a los niños con su cuerpo y luego se había desmayado sobre ellos. El chico había vomitado y lloraba inconteniblemente. Bajo su casco el soldado rió y buscó cigarrillos entre la guerrera.

"¡Alarma en tres norte, seis poniente, quinientos tres! ¡Ojo ahí, soldado, resistencia probable! ¡Primero disparar y luego las preguntas, soldado! ¡Sin errores y duro!"

El camión aceleró por las calles de la ciudad aún dormidas. La sirena aullante hacía más estremecedora la mañana. El carro convergía al lugar señalado y se detuvo frente a la casa con un chirriar de llantas y frenos. El soldado rodeó la cerca y escuchó. Ningún ruido turbaba el silencio súbito. Ese silencio lo desconcertaba. Esperaba lucha y tiros, olor a pólvora quemada y sangre fresca. Quería unos gritos, algo que sacudiera esa quietud y atenuara la tensión de sus nervios que subía in crescendo y lo alteraba. Los sentía como cuerdas tensas por entre las que circulaban unos alambres fríos. Los tenía en su cerebro, pegados a la médula espinal atormentándolo. El ruido de las botas sobre el pavimento se oía como pequeños disparos que trataba de amortiguar. Empezó a sudar. Dos chorros helados caían tras el lóbulo de las orejas y seguían guerrera adentro por la espalda. A pesar de la llovizna y la madrugada fría el sudor seguía brotando de su cuerpo. Sintió miedo y se le alojó en el vientre, entre la punta de las costillas y el estómago. Lo sentía allí, casi lo veía, agazapado como un perro, con la sucia cabeza escondida entre pelos negros. Había cercado su miedo, había logrado inmovilizarlo en ese lugar. Todo estaría bien si no llegaba a su espalda, entonces tendría que volverse y todo se derrumbaría, toda su fortaleza caería como una masa de harina recocida, matándolo. Sabía eso y también que podría controlar ese principio de terror. Sólo necesitaba unos gritos para reafirmar su perdida segundad, sólo unos pequeños, débiles gritos...

Trató de recordar los de la mujer en la casa anterior. Pero eran quejidos torturados que salían a borbotones de la boca maltratada de la mujer. Quiso recordar los sollozos de los niños éstos se iban cerebro adentro y parecían acuchillarse desde una distancia infinita. La mujer había gritado antes de desmayarse, lo recordaba; recordaba como un ruido doloroso, un grito de animal acorralado, mortalmente herido; también entonces los chicos gritaron desesperados. De pronto, casi lo tuvo. Casi recordó el chillar de la pequeña y el otro más ronco del niño pero volvieron a escapársele, como si fueran peces mojados que él trataba de alcanzar. En eso sintió un estallido que lo estremeció entero, metido cerebro y sangre adentro. Se le calaba por los huesos helados, por los tendones; circulaba por su sangre como un río y volvía a estallar en su cerebro para aturdirlo. Supo que se había meado. No necesitaba mirar sus botas para saber que estaban encharcadas.

"¡Bien soldado! ¡Meado y triste, soldado, así tiene que ser, soldado! ¡Para que te hagas duro, que nunca olvides que el miedo es tan enemigo como los comedores de libros! ¡La casa está vacía. Nadie habita en ella pero revísala y prosigue enseguida la patrulla!" - Aunque odió esa voz profunda reptando en su cerebro en una confusión de vergüenza y humillación, el soldado saltó la cerca y cubrió la casa solitaria. Algo se arrastraba todavía por su estómago; venció lo que quedaba de esa cosa resbalosa y se lanzó sobre las ventanas a culatazos, destrozó las cerraduras a tiros y se precipitó dentro donde un olor de la pólvora quemada se quedaba notando y hería las fosas nasales como un licor fuerte. En el rellano de la escalera se movió una rata y le disparó el cargador completo hasta destrozarla. Sentía un ansia de removerlo todo, de sacudir la casa hasta sus cimientos, de hacerla volar a balazos, hasta que no quedara de ella más que un foso negro y profundo. En ese momento aún odiaba esa voz remota.

"¡A la calle soldado, la ciudad ahora es tuya!" Volvió al camión y se hundió en el asiento. Ahora la llovizna se había transformado en lluvia cerrada que cubría el camión y mojaba los treinta cascos. Cabizbajo, sentía que la lluvia mojaba también su rostro. Estaba salada, como agua de mar, salobre hasta parecer amarga. La llama colorada de una profunda vergüenza le subía por el vientre torturado. A pesar de la lluvia y esa agua salobre sabía que llegaría hasta su rostro donde todo el mundo la vería. Y trataba inútilmente de ocultarla.

"¡Allanar la siete en cuatro oriente y dos sur!" La sirena se alzó sobre la lluvia y horadó esa muralla gris que a pesar de todo amortiguaba el ruido fantasmal. Todo estaba desierto, ni siquiera unos perros cruzaban las calles. La sirena parecía gemir sobre una ciudad muerta, sepultada bajo la lluvia torrencial que se había descargado. En la casa, que ostentaba un siete en bronce sobre relieve todo parecía tranquilo. El soldado brincó sobre el cerco de fierro para caer limpiamente al otro lado. Ya no recordaba la lluvia salada que había caído hasta su boca, ni ese calor vergonzante que lo humilló unos segundos. Las culatas rompieron la puerta hasta hacerla caer sonoramente al piso. Dentro había un hombre con su mujer; él era gordo y estaba cubierto con una bata desteñida color café. La mujer, de pelo negro y largo los miraba aterrorizada. El soldado sintió que un cristal había herido su mano porque el olor de la sangre le llegó hasta la nariz y estremeció sus aletas. Sintió el miedo, lo reconoció metido en el hombre y cómo escapaban en hondas del cuerpo de la mujer y encendía de furor su propia sangre en las venas. La temperatura de la culata se había igualado en su mano y no era ya otro cuerpo sino su brazo un poco más largo, cargado de balas. Cuando disparó la mujer apenas abrió la boca, y el cuerpo gordo del hombre, que aún no había sido tocado, cayó como un gusano blanco, retorcido en la alfombra. "¡Eso es, soldado! ¡Tus dos barras este año; ahora busca, busca, busca... soldado! ¡Pinturas, discos, todo es igual; libros, todo es lo mismo, busca y quema, soldado!

La sangre mezclada al olor de la pólvora lo había afiebrado y se lanzó por los cuartos con el yatagán en la mano a destripar colchones y armarios. Todo estaba atestado de pinturas, discos, revistas, libros. Ese hombre parecía no haber hecho otra cosa en su vida que acarrear como una hormiga gigante esas toneladas de papel impreso o pintado. Corrió hasta el camión y sus treinta manos regaron gasolina por la casa entera. Cuando salió y lanzó el fósforo sobre la casa saturada estalló como un volcán y envolvió en una sola llamarada la vivienda. El hombre gordo no tuvo tiempo de despertar de su desmayo. Tal vez ya estaba muerto desde antes.

Desde el camión vio cómo la casa de maderas viejas ardía y también sintió que de su estómago había desaparecido ese nudo doloroso y mortificante. Ahora podía controlar los músculos a su voluntad. Sentía el cuerpo lleno aunque un poco más frío. Miró la casa ardiendo que ni siquiera esa lluvia lograría apagar.

El camión tomó una curva y dejó de verla; y ya no pensó más en ella porque también había desaparecido de su imaginación. El agua de la lluvia era dulce y aunque apagaba a ratos su cigarrillo era tan agradable sentirla escurrirse hasta su boca.

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