MAS RECIENTE

pedrofuentesriquelme

Cuento: La Galería Diez


CUENTO DE SEPTIEMBRE: LA GALERÍA DE DIEZ




Por la mañana eran nueve y ahora solamente tres, con el tipo de la última litera aunque ése, para estos efectos no contaba. Era la celda diecisiete, al final de la galería diez. Tenían suerte. Por ser tres en la celda y porque a partir de la galería once los presos están unos sobre otros en huecos de la pared que llaman nichos. El espacio apenas da lugar para un lecho de paja de avena. Por eso les llaman nichos. Y aunque la comparación parece macabra es en todo cierto porque si bien los nichos, estos nichos, no contienen un cadáver, ése es su destino, con muy pocas excepciones. Los que logren salir lo harán en tal estado físico que, por años, o por siempre, no podrán recuperarse.

El tipo de la litera miraba a sus compañeros con odio. Habían llegado el día anterior y la celda con esos nueve cuerpos ajenos parecía haber encogido. La ventila estaba cerrada y ni un vientecillo llegaba por allí, apenas por la mirilla de la puerta entraría un pequeño soplo pero aun eso, por la alta densidad del aire en la celda era difícil que sucediera.

Todos estaban en silencio y pálidos. Los presos como él son diferentes. Ríen, cuentan sus asaltos, fingidos o verdaderos, comparan sus condenas respectivas y desprecian aquellas que son bajas, de pocos meses. -¡Me dieron tres peras y un higo! - recuerda que le dijo a Ramón hace pocos días.

-¡A mi una sota, viejo!

-Y eso lo había puesto pálido de rabia. Estaba furioso por la condena de Ramón que sabía sería alterada de alguna manera y la seguridad de que pronto lo encontraría deambulando por los oscuros callejones en busca de "giles" como bien los llamaba. En cierta forma, odiaba a Ramón como a nadie en ese momento. Lo odiaba por ese aire de superioridad y esa ausencia despectiva que sabía implantar en el rostro frío, helado como la muerte. La ira le subía por el pecho mientras lo miraba estirar los dedos hábiles que no debían perder nunca su agilidad. Eran dedos monstruosamente largos. Finas y largas serpientes que podían deslizarse sin un ruido, sin un solo movimiento falso por los bolsillos ajenos. Envidia de un pianista podrían ser; hasta alcanzarían la doble octava si se lo propusiera.

Luego había llamado a su abogado para agilizar sus propios trámites en el tribunal y éste aún no aparecía. Ramón había sido trasladado de celda o de cárcel. No lo sabía. Ni él ni nadie sabían nada por estos días. Estos presos, esta gente, lo han revuelto todo -pensó -. Pero también lo tenían nervioso y llevaba muchas noches durmiendo mal. Las ráfagas de metralleta en el patio más grande eran frecuentes. De día y noche. Esta mañana se llevaron a los nueve "giles" de esta celda y regresaron solamente dos. ¿Qué pasaría si un día se lo llevan equivocadamente con éstos? El tipo de abajo de su litera y el indio se habían cagado y ahora apestaban el estrecho recinto. "Si pudiera abrir las ventanillas" -se dijo- pero estaban muy altas, con los cerrojos oxi-dados e inútiles. El preso de abajo de su litera se había tendido en el suelo y dormía, o fingía dormir. Parecía campesino por la camisa sin cuello o tan pequeño que daba la impresión falsa de no tenerlo. Es un cuello o reborde abrochado con botón de concha de perla. Un cuello que sólo usan los campesinos. Y los zapatos, de suelas gruesas, encimadas. Tal vez lleve unas tres o cuatro medias suelas clavadas unas sobre otras. Zapatos con el cuero partido, como el rostro arrugado de un viejo. Dejó de mirar al campesino y clavó sus ojos en el indio. Este estaba mojado desde el marrueco hasta la bastilla del pantalón. Hedía y estiraba las coyunturas de sus dedos, suavemente, una a una.

-El sabía, sentado en la última litera, sin haber visto ni escuchado nada, sabía. Habían colgado al indio de los dedos con unos cordelitos finos de algodón, en "Siberia", la celda de castigos. El estuvo allí hace años. Es helada y oscura. Más que helada, oscura "como el alma de un rati" -pensó-. El frío se soporta: se camina, se salta hasta agotarse; luego otra vez caminar, saltar, mover brazos y piernas peleando con la sombra. Giros de toros, brazos arriba, abajo, cintura, cuello; derecha, izquierda. Ganchos, un-dos y un plexo. Caminar sobre las manos, salto mortal o de costado, suavemente, como una rueda o como una media luna. Todo se puede hacer, todo eso. Pero colgado de los dedos, no se puede. Solamente estarse quieto, para que los dedos no se queden colgando de los hilos. Los gendarmes han hecho bien su trabajo. Peor que con ellos, - "Es que también somos diferentes" - pensó con orgullo -"somos ladrones con punta en la cintura, pero patriotas. Y éstos no; son rojos, vendepatrias, y hablan demasiado. De libros y libros. Ahora saben para qué sirven los libros. A ver indio -piensa- cómo puedes zafarte en "Siberia" de esos hilos con tus libros".

Luego se envuelve en un silencio hostil como si fuera un poncho. Se rodea de ese silencio podrido y lo envía en oleadas a su alrededor en pequeñas ondas que cada vez se hacen más frías y escapan con mayor fuerza de sus ojos inmóviles, sin pestañas. Sabe que su mirada atrae la de sus víctimas y las torna indefensas. En las calles oscuras donde acostumbra asaltar las ha visto aterrorizarse ante él y entregarle mansamente la cartera. A veces ha sentido que la facilidad de su trabajo le provoca una ira infinita y entonces su mano vuela a la cintura y entierra el puñal hasta el mango en la paletilla. Siempre le asombra la facilidad con que el acero penetra en la carne y tira de él sintiéndolo levemente apretado, como si escapara engrasado de la funda.

Pero el indio ni siquiera ha mirado hacia arriba. Lentamente, uno por uno toma sus dedos y flexiona las coyunturas, apretándolas con suavidad para sentirlas firmes. Están dormidas, perdidas en un sueño doloroso. Siente los dedos cortados, con un abismo entre ellos, un abismo que su cerebro se niega a cerrar. Sus ojos miran y ven que están unidas pero no tiene ninguna sensación física y vuelve a tomarlas y empuja y las friega con lentitud. Nunca antes pensó en la importancia tan grande de sus dedos. Hoy piensa en ellos como si fueran más importantes que su propia vida. Estuvo toda la noche colgado. Primero fue el dolor de sentirlos desgajarse como un árbol viejo, crepitante. Luego el frío; una culebra enfriando enroscada, enfriando cada vez más. El frío quemante, avanzando milímetro a milímetro desde la piel a lo hondo de los huesos. El frío que empieza a subir desde abajo hacia arriba, deslizándose por los tobillos, las canillas, las piernas, el vientre, el torso, el cuello, la cara. Por un rato se queda en la mollera, acurrucado, inmovilizando los nervios a su alrededor y luego se deja caer de improviso por la espina dorsal, matándola. Y todo el cuerpo se hace ajeno. Solamente sabe que es el suyo porque su cerebro consciente no puede abandonar esa habitación oscura y helada. Su cerebro sabe que no puede traspasar su propia corteza ni esas paredes, ni esos gruesos muros grises ni la puerta de tablón y se desespera en su prisión. Allí tiene que quedarse, prisionero como él. No colgado, pero sí mucho más encerrado, encadenado a él como un perro. Y trata desesperadamente de ayudarle a escapar porque así se llevará con él el dolor de sus coyunturas y piensa en el campo, en las mañanas soleadas, pero sus esfuerzos son inútiles porque regresa al segundo. Tal vez a la milésima de segundo vuelve, vuelve a encerrarse en su celda y colgar como él, insensibilizado, medio muerto de cansancio, aprisionado por el hielo y la inmovilidad. Ni siquiera puede gritar. Sabe que tiene que reservar sus fuerzas. Porque todas sus fuerzas serán pocas para resistir. Para soportar el dolor y no moverse. Más que nada para no moverse y conservar los dedos; no sanos pero unidos a sus manos. Unidos a sus manos para así trabajar de nuevo si alguna vez puede volver. ¿Qué haría en el campo con las palmas chongas? -se pregunta -y el miedo lo atenaza. Para sujetar la mancera se necesitan dedos duros. Para la garrocha igual. De otra manera los bueyes sabrán que no tiene fuerzas y llevarán el arado sin rumbo. Además, en cada vuelta del terreno debe caminar la mancera y la garrocha de sitio. Por fuerza ha de tener los dedos y éstos han de ser fuertes y sanos. Por eso ahora los soba y soba apretando las coyunturas. Las siente lejos, con ese vacío enorme y largo que se achica apenas cuando lleva una cerca de la otra. Cuando los llevaron al patio, a los nueve, y los colocaron contra la muralla, de espaldas al pelotón, cuando transcurrían minutos y minutos, o siglos y esperaba la orden de fuego, entonces, sólo entonces empezó a sentir de nuevo su cuerpo. Casi lo veía. Viniendo de muy lejos, corriendo a toda prisa a reunirse con él. Lo sentía llegar miembro a miembro, pedazo a pedazo, incrustándosele, tensa, dolorosamente, desesperado y acezante hasta completarse como un rompecabezas. Y entonces los soldados dispararon. Ahora veía al "Punga" mirarle con odio. Sentía llegar sus miradas afiebradas y el odio que despedían esos ojos abrasándolo. Luego, muy pronto le gritaría ¡indio de mierda! Y rió en voz baja, muy suavemente; rió porque empezaba a recibir sensaciones en sus coyunturas, a sentirlas de nuevo aunque cada movimiento que su risa le provocaba le hacía doler un poco. Reía también porque había leído el pensamiento del "Punga" y porque ahora sabía que estaba recuperando sus coyunturas y eso significaba esperanza.

En eso el de la litera le gritó ¡indio de mierda! y él solamente rió, esta vez un poco más fuerte.

En el suelo, frente a él, se movió el campesino de costado y se quedó mirando hacia arriba, con la cabeza apoyada en su brazo doblado. ¡Cállate huevón, o te mato! - le dijo al "Punga" y el "Punga" se calló. El, como el indio, se había cagado en los pantalones. No sabía a qué horas le ocurrió; es probable sí que fuera cuando los fusilaron. Después de un rato se había sentido más que nada extrañado de poder moverse. Era algo que no esperaba. Seguir vivo. El miedo lo había aterrado y sentía calambres en los brazos, los hombros, las articulaciones; movió sus manos sobre su cuerpo para encontrar una herida y luego la risa de los soldados mirando los pantalones mojados de los dos le hizo reaccionar. Al llegar a la celda se tendió en el suelo porque tiritaba como un animal resabiado. Ya no sentía nada. Solo el cerebro vacío, hueco. Ayer había pensando ¿qué ocurrirá mañana? El mañana era hoy y se había sentido muerto. Después más que muerto. Despedazado por el terror imaginando las bocas negras de las metralletas apuntadas a su espalda. Hoy no sabe si habrá mañana. Mira al indio que ríe, agachado y sobando sus coyunturas. Debe temer por sus dedos, como él. En el campo hay que tener el cuerpo sano, sobre todo los dedos. Hay mil trabajos que no pueden lograrse sin ellos. Y en el campo se puede pensar en mañana. Se sabe qué hacer y qué decir, o callarse si uno lo desea. Y cómo, y cuándo. Levantarse de madrugada, enyugar y trazar los primeros surcos. Desear cosas. Ir al pueblo a hacer compras; probarse un sombrero, unos zapatos de gunmetal, aunque ahora su mayor deseo es ver salir el sol. Enyugar a "Fortuna" y a "Tengo" de la pértiga del arado, llegar hasta el potrero y empezar la faena.

Hoy recuerda el amanecer y el sol que nace tras el volcán, un poco a la derecha de su casa e ilumina la nieve y dibuja sombras en la falda de la Montaña Negra. En ese momento todo se queda en silencio; hasta el río permanece dormido y siente muy clara la presión de la punta del arado rompiendo suavemente la tierra negra. Hasta la mancera llega la vibración que imprime la fuerza de los animales y ésta se trasmite por su brazo y le llena de un hormigueo todo el cuerpo. En esos minutos, o segundos, parece que sus bueyes, su arado, su cuerpo, la tierra, el sol y el río son una misma cosa, todo dura una eternidad y tiene la clara sensación de percibir el tiempo detenido. Hasta que lejos canta un gallo y ve el humo azul de la chimenea de su casa. Entonces despierta y sabe que hay un mantel, pan caliente en el horno y la sonrisa de su mujer esperándole. Y el recuerdo de Elena le aprieta el nacimiento del vientre hasta dolerle y aunque lo aleja pensando en otras cosas sabe que la presencia tibia de su mujer, su cuerpo mórbido seguirá con él, metido como un guante en el suyo.

Ahora ante sí no ve más que una gran muralla negra donde todo lo que piensa y lo que siente se muere. Hoy es apenas un número en el número más grande de una celda hedionda a mierda. Aún le parece ser Adalberto Hernández pero al pensar en mañana sólo ve esta masa negra que bien puede ser un gran lago de alquitrán donde se hunde lentamente; en que desaparece su cuerpo y el de otros miles como él con los brazos extendidos y eso es lo último que queda de ellos mismos.

Como el indio, siente sobre sí la mirada del "Punga". Lo que no entiende es su odio. Tal vez el ser los convidados de piedra en esta cárcel que para él es su casa. Quizás sea eso. Los pasillos atestados, las celdas apretujadas, el tiroteo continuo en los tres patios de la prisión; los gritos en los calabozos de castigo, todo eso lo tendrán nervioso y por eso les odia. Afuera se escuchan órdenes a los soldados, fuertes, roncas. Y entonces recuerda ese cuadro en la pared de su casa y una carcajada estentórea escapa de su pecho lanzando su cabeza hacia atrás, contra el pavimento; su boca se abre y muestra la fila de blancos dientes. Cierra los ojos mientras ríe y arriba, asomado a su litera, curioso y perplejo con su cara pálida de zorro apenas logra distinguir al "Punga" que lo mira cada vez más asombrado mientras se enrosca como una culebra y lo fija en sus ojos fríos de serpiente. Pero el cuadro vuelve a su memoria con todos sus detalles y renueva su risa y es que han sido más de veinte años de tenerlo frente a él, en su comedor como el mejor símbolo de la patria. Recuerda las filigranas de oro que lo circundan, los laureles, el cóndor, el hüanaco, coronados en el escudo, hasta su color desteñido de litografía barata, las dos banderas y abajo el desfile impecable de las fuerzas armadas.

¡Cállense mierda! - grita afuera el guardia y lanza un culatazo a la puerta de tablón. Oye sus pasos que se alejan por el pasillo y aunque ahora su risa no escapa de su boca le hace temblar incontenible el cuerpo. El indio le mira sin comprender ¡Huinca Huitral lonco! - piensa - y se enfrasca en sobajear los dedos aún dormidos. ¡Huinca Tregua!4 - repite cada vez en voz más baja.

"Me voy con los huincas, Tata" - así se despidió Alián para irse con los malditos huincas. Su hijo lleva su nombre: Alián Cayupil. En el momento quiso detenerlo, alzó las manos hasta los hombres del robusto mocetón pero sólo pudo mirarlo, enmudecido por la emoción. Quiso echarle uno de los discursos grandilocuentes con que su propio padre lo sujetó a él mismo a la tierra hace años. "Los huincas le traicionarán porque tienen el corazón negro como los cuervos del río. Es malo como la pichoga, la hierba del bosque y traidor como la serpiente". Pero nada de eso le dijo y el muchacho partió con los huincas. "Tendremos tierras, Tata, las tierras que fueron nuestras, las tierras y armas para defenderlas". Eso dijo, y se perdió cabalgando en la noche.

Por la mañana llegaron los soldados huincas a la Reducción, los camiones levantaban el polvo del camino de tierra y avanzaban como escarabajos, dando tumbos en los baches. La Reducción indígena tenía quince familias y los cuatro camiones coparon las chozas por los cuatro costados. Los perros famélicos que ladraban a los soldados fueron abatidos a tiros y los niños corrieron al interior de las "rucas".

¡Todo el mundo fuera! ¡Tienen dos minutos para salir! El altavoz calló y la población mapuche salió lentamente, entre humo arremolinado en el interior.

-¡Un paso al frente Alían Cayupil!

El viejo supo en el mismo instante qué debía hacer y lentamente, sin prisa, dio un paso al frente. Supo en ese momento que cada paso que diera en el futuro prolongaba la vida del muchacho.

-Eres más viejo de lo que pensaba - dijo el soldado-vete arriba del camión. Sentado en la banca vio cómo abandonaban la Reducción y tuvo la seguridad de que no regresaría.

-¡Alián Cayupil! - dos guardias le esperaban fuera de la celda. Era noche e instintivamente encaminó sus pasos a "Siberia" la celda de castigos. A ratos sentía la presión de la boca de las metralletas golpeando su espalda. Sus pies desnudos hacían un leve ruido sobre el pavimento. Como de muy lejos escuchaba hablar a los soldados huincas – Estos indios son como perros... no hablan... no se quejan... no gritan. A éste lo tuve colgado toda la noche... y nada. Hoy le aplicaré la picana en los cocos. Veremos... pero no creo que suelte nada... el murmullo de la conversación se iba y venía. Pensaba en Alián que estaría en algún lugar cálido esa noche. Mientras estuviese en la celda él permanecería libre y eso era lo más importante en ese momento. Ese pensamiento lo llenó entero y casi alegremente entró al cuarto de torturas y estiró las manos para ser atadas.

« ANTERIOR
SIGUIENTE »

No hay comentarios

Publicar un comentario