CUENTO DE SEPTIEMBRE: LA TRAMPA
Al entrar al café supe que me buscaban. Lo leí claramente en la mirada aviesa del pelado Vigueras, primero, y en la sonrisa forzada de Figueroa, después; sólo el gringo Borel me recibió con su risa torpe pero franca de siempre. Hace un tiempo recomendé sus moteles a mis amigos y conocidos de Santiago y durante los tres últimos años tuvo veranos y cosechas fructíferas. En atención a eso y cierta corriente de cordialidad me ofrecía invariablemente el primer café de la mañana.
¡Un exprés para mi amigo Pepo, Rosita, por favor! - y sus ojos claros circundados de rojo me quedan mirando pestañeantes. Le dije cualquier cosa, tal vez un saludo, no recuerdo. Sentía mi cuerpo tenso, mis nervios crispados, una torpeza general, una especie de embotamiento del que no podía librarme. Algo en mí urgía, como si poseyera otro yo mejor capacitado, más alerta y ágil, aprisionado en una red que era yo mismo. Venciendo mi envaramiento bebí mi café con Borel en la barra y seguí luego muy rígido hasta el baño donde vencí unas ganas horribles de vomitar. Mojé mis manos y mi cara hasta controlar mis músculos y regresé hasta una mesa donde me bebí dos exprés amargos en un corto momento. El local apestaba a humo de cigarrillos, a pipa, a risas nerviosas. En la puerta de entrada un grupo aplaudió el paso de un camión militar repleto de soldados. Un viejo grita por entre los dientes postizos, lo que le da la apariencia de un perro frente a otro con el hocico arrugado.
¡Han salvado a Chile! ¡Viva...! y una mierda - pienso. Pero aquí no puedo expresar mi pensamiento. Trato de encontrar entre las caras conocidas las que han de arrestarme sin siquiera la frase formal de ¡Queda detenido en nombre de la Ley! La Ley quedó fuera de este juego. Es el trapo sucio. Ahora es el puñal, la delación, el asesinato a mansalva, la desaparición o la muerte oscura en cualquier lugar perdido. Sólo sobrevivirán los que estén preparados para esta guerra y este pueblo acostumbrado a la lucha abierta y desarmado tendrá que aprender esta nueva forma de enfrentamiento. Es todo tan nuevo, extraño e inesperado. Como caer de improviso entre una tribu de jíbaros; sin conocerlos, sin saber como han de reaccionar, sin saber yo mismo en este momento cómo defenderme. Ahora sé que mi vida anterior ha sido descartada, juzgada y sobrepasada. No hay nada que valga. Si trato de encontrar el más pequeño detalle que pueda dignificarme, a sus ojos quedará desmerecido en el acto. Tal vez sea ésta mi primera, tal vez sea ésta nuestra primera lección.
Mataron a Jaime esta madrugada... también a su hermano. A mi lado se sienta Rene, gordo, jubilado, Allendista de última hora y arrepentido hasta su bisabuela el día de hoy.
- ... ¡y yo que tenía que meterme en huevadas! Su rostro está tenso, sus ojos verdes, asustados y saltones me miran como un conejo en una trampa de huaches. ¡Ya ni siquiera se atreven a sentarse a nuestra mesa! - dice dolido enronquecido de miedo y rabia mirando caras conocidas a nuestro alrededor. Es que me buscan - le digo - y además creo que estos lo saben... Se lo digo con cierto contenido rencor que se escapa a mi pesar. Boquea como un pez agónico en alguna playa olvidada. Se para sin hablarme, con el sombrero encasquetado hasta la nariz y desaparece del café en la punta de los pies, como una bailarina de sainete en un teatrucho de pueblo. Carcajadas perdidas de una mesa del rincón parecen hundirlo en su retirada. Como si cayeran premeditadamente sobre él en una lluvia de plomo que lo va empequeñeciendo a cada paso, a cada metro que recorre. De pronto lo veo más abajo de las sillas y ya en la puerta es sólo un sombrero y un trozo de gabán que se arrastra y camina sobre unos tacones increíblemente altos. Esa huida grotesca me arranca mi propio miedo de raíz y estallo en una carcajada estruendosa que me deja por un momento en el centro de la atención. Pasan segundos y minutos sin que pueda controlar mi risa; golpeo la mesa, los restos del café saltan por el aire y la taza se hace trizas en el suelo.
El pelado Vigueras y Figueroa se acercan intrigados; han visto a Rene acercarse a mi mesa, nos han espiado durante los minutos que duró nuestra conversación, han seguido nuestras miradas por el recinto y luego la salida de René con ojos de mastines, han quedado mirándome y esa risa mía, que nunca, lo juro, sabrán desgarradora, que sólo la han percibido como un latigazo sobre el gordo, mi risa que parece a sus ojos el bofetón final, y que sólo yo sé lo que es; esa risa atrae su curiosidad malsana y también su deseo de encontrar o de llegar a encontrar algo nuevo esta mañana; algo para vender, o alguien a quién vender y justificar así su oficio de soplones. Atrás los sigue el gringo Borel. Los veo venir y de improviso pienso en si serán ellos los que han de arrestarme y mi mano como si no me perteneciera abre mi navaja en el interior del bolsillo de mi abrigo; por que hay en mí creciendo un rechazo instintivo y juro que no me dejaré tocar jamás por las sucias manos de estas mierdas. Ante mi mesa toman asiento, le hacen un hueco al gringo y se quedan mirándome. Hay algo común en sus caras, algo que no tiene la del gringo que aparece plácida en esta mañana infernal; éste es sólo una pieza informal y amable en este juego pero en los otros dos rostros percibo cierta maligna curiosidad y algo más que no puedo precisar. Es un pequeño gesto que en mi confusión actual no llego a aclarar. Mi risa ha desaparecido y gano algunos segundos mientras limpio mis ojos; ellos esperan sentados de cierta manera, con una actitud animal o de pájaros atentos a una explicación de mis carcajadas, por mi madre - pienso -voy a ser la Esfinge para estas vacas. El gringo me pregunta ¿Y qué pasó, Negro? René se fue como si se lo llevara el diablo. De reojo veo como el pelado y Figueroa cambian una mirada cómplice mientras el gringo sigue deshilvanando su propia novela sobre lo ocurrido. Y recuerdo de improviso el gesto común de estos dos compinches. Es la mirada de Judas en la Última Cena de Leonardo. Y ahora me da lo mismo todo, si en dos mil años... pero hay algo más, no sólo traición y vileza, también cosas buenas han ocurrido; hay pueblos de pie batallando su porvenir, tal vez no supimos preparar ni defender el nuestro, - ¡qué cresta - me digo - siempre estuvimos pensando en la oposición! -. Y otra carcajada estruendosa me sacude. De pronto me doy cuenta que mi miedo ha desaparecido por completo. Como si René se lo hubiese llevado con alguna parte de su ser. Nada más me queda cierta sensación de vacío en el estómago. Lo atribuyo al hambre de la mañana y ordeno un jamón con queso; pido otro café. Siento el desconcierto de Vigueras y Figueroa; hay algo en mí que los tiene como hipnotizados. Desvío todo en una conversación absurda y la siguen como si nada hubiera ocurrido. Trato de analizarme mientras mi lengua moja el sándwich y les lanza esa conversación hueca. Apenas siento la sal del jamón un poco más fuerte que mi saliva amarga, casi la veo resbalar dolorosamente por mi garganta apretada. He descartado a Borel definitivamente. Lo que suceda lo harán estos dos. Pero en mí está naciendo una actitud alerta y doble; por un lado he logrado neutralizar a estos dos pendejos que me miran comer, tragar café y hablarles. No les he invitado y a esta hora de la maña sus glándulas salivales les están funcionando como a una boa. Les miro el pescuezo que sube espasmódicamente de arriba abajo. Por otra parte, he cambiado de posición, de tal manera que domino toda la sala y registro los menores movimientos de entrada y salida del local sin volverme. Así estoy alerta a cualquier patrulla que entre al café, aunque no sé si mi arresto lo harán uniformados, policías de civil o ellos mismos. Puedo pensar y trazar planes mientras les hablo, aun sin mirarlos directamente,- percibo la gente que se me acerca, creo que hasta mi olfato se ha afinado. Mi cuerpo convertido en un arco tenso está listo a dispararse. Por un momento llego a mirar la calva de Figueroa. Las arrugas nacen desde las cejas una tras otra sobre la frente ofidiana, la atraviesan largas líneas horizontales y se pierden en la depresión de la mollera. Es una cabeza de buitre, repelente, aplastada hasta atrás, vieja y maligna como el mundo. Bajo sus bigotes me mira y ríe. Veo cómo las arrugas se agitan en un movimiento ondular al compás de su risa o se estiran en el pellejo de la calva marcando unas líneas lívidas.
- Anoche asaltaron el Regimiento siete huevones. Se necesita ser muy idiota para desafiar a cinco mil milicos. Uno llevaba un revólver veintidós, los otros cuchillos cocineros y el viejo Anselmo una tijera. Una tijera el muy huevas. Vigueras estalla en carcajadas y le hace coro Figueroa.
- También iba tu amigo Hernán - me dice entre risas. Pero calla repentinamente al lanzarme la noticia y me observa atento desde la cornisa negra de las cejas. También me mira Vigueras. Veo las arrugas del calvo que se le marcan gruesas y el centro de los surcos que le forma ahora una línea oscura. Callan los dos y me llega el odio que se les escapa por los ojos y cierto gesto triunfal que los hace enfrentarme con repentina fuerza. Me pregunto cuánto sabrán y si definitivamente son ellos los agentes de cualquier servicio policial que han de arrestarme. Para el caso es igual.
Todos se ensañan con la misma bestialidad con los prisioneros. Veo la cara confundida de Borel que calla y nos mira asombrados. Pero yo pienso en Hernán más que en su cara y su confusión. Nunca creí que lo atraparían. El asalto al Regimiento es evidentemente una mascarada absurda para justificar su asesinato. La puerta del café se abre con violencia pero es solamente un chico vendedor de diarios el que grita la primera edición de la mañana. Figueroa le pide un ejemplar. Alcanzo a leer los grandes titulares. ¡Comando extremista asalta el Regimiento!
El café ha callado de improviso. La absurda ferocidad de la noticia ha helado a todos - pienso - pero no a todos me repito luego - porque primero surgen las risas en mi mesa y le siguen otras hasta que todo el cale se estremece entre el ruido de los periódicos pasando de una a otra mano.
- ¡Yo no lo sabía, pero el viejo de la tijera, el viejo Anselmo era manco!
La risa refocilada de Vigueras parece nacerle de cada fibra de su cuerpo. Se abandona a ella hasta que, descontrolado por los movimientos convulsos la saliva se le escapa de la boca abierta y baña al gringo Borel.
¡Cerdos de mierda! -les grita el gringo indignado- ¡Cerdos de mierda! -repite- ¡Yo soy cristiano, un católico, cabrones, y por Dios que un día ustedes estarán gimiendo de rodillas por sus crímenes!
Con el rostro endurecido por la ira los mira y más que eso su actitud inhabitual en él les hiela la risa que se convierte ahora en un hipo doloroso. Aunque tardan en reaccionar veo cómo la rabia empieza a encenderles las caras y en Figueroa sube hasta la calva y se queda allí depositada en un manchón rojo, cárdeno.
- ¿Conque católico el huevón? ¡Con Iglesia y todo los vamos a enterrar en mierda! ¡Espéranos un poco!
¡Sólo tenemos que terminar con los rojos y verán ustedes qué les pasa! ¡Y tú - me grita - no tienes mucho tiempo tampoco!
Los dos se han quedado afirmados en la mesa, con las manos arqueadas, furiosos, dispuestos a saltarme al cuello.
-¿De veras crees eso? - Le respondo con una calma que no siento ¡Que no te ocurra lo que a Rene! - les digo fríamente -. Y ahora, ¡Si me necesitan para algo estaré en junta con el Comandante del Regimiento esta tarde! ¡Hasta la vista! ¡Cabrones!
Se quedan con la boca abierta y me pregunto que interpretación darán a la precipitada salida de René y cuál a mi conexión con el Comandante. Sé que he escapado, por ahora he ganado algo de tiempo que es lo que necesito. Ya en la calle respiro muy hondo. Aún siento cierta vacilación. Me alcanza un camión repleto de soldados y por mi espalda y mi espina dorsal cruza un temblor frío aunque luego logro dominarme. Me cruzo "con muchas caras conocidas, quince, veinte o más años saludándonos; pero no esta mañana. Al cruzarnos miran los escaparates, el cielo, atraviesan la calle o se abrochan un zapato que ni siquiera lleva cordones. Ya sé que me buscan, lo supe al entrar al café, pero también sé que he vencido mi miedo o casi todo mi miedo. Nunca me pregunté si soy un cobarde o un valiente. Tal vez las dos o ninguna de las dos cosas. Jamás estuve en situación de aclararlo pero hoy, confieso, sentí un miedo cerval; acorralado, como si todo, tierra, estrellas, sol, oscuridad, se abatieran sobre mí. En estos minutos he vivido todas las horas pero sé también que estoy saliendo. Como saliendo de un baño muy frío y el cuerpo muy castigado. Aún me tiembla la espalda cuando dejo atrás por la calle a un soldado con su metralleta y su mirada apuntándome. Sé que él tiene un arma engrasada, lista y que sólo tiene que apretar el gatillo para tumbarme. Pero también sé que eso es lo único, que es todo lo que tiene y yo sólo tengo contra mí a mi miedo, o lo que va quedando de mi miedo. Lo que el soldado no sabe es que pronto no habrá terror en mi cuerpo. No habrá terror ni a la vida ni a la muerte y su metralleta entonces no le servirá de nada. Esa es la trampa, mi trampa, y sólo debo esperar un poco para que empiece a cerrarse. Esta idea me aliviana increíblemente, torna mi cuerpo ligero y lo siento muy limpio e iluminado por dentro, como si de nuevo estuviera naciendo y esta vez tuviera conciencia de ello. Y camino hacia arriba por la calle llena de árboles y que ahora veo también llena de sol, rumbo a la casa de Jaime. Ahora no están ni él ni su hermano, pero sé que será bueno visitar al viejo y abrazarlo en este momento porque se sentirá muy solo esta mañana.
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