CUENTO DE SEPTIEMBRE: EL PRISIONERO
Lo habían trasladado desde Rancagua hasta esa ciudad sureña. El pensaba que allí, tal vez podría tener esperanzas de escapar a la sentencia por alguna influencia de su hermano, un militar. Pero el Comandante de esa plaza era tanto o más despiadado y cruel que el de Rancagua. Este convencimiento lo tenía de¬primido y sin fuerzas.
En el patio, él y los otros presos seguían el sol, lentamente, como unos girasoles pálidos, apenas vivos. Había empezado hacía poco la primavera pero el tiempo seguía frío y aún permanecían en el aire las huellas del largo invierno austral. Los prisioneros daban una sensación de orfandad aterradora, como si estuvieran envueltos en algo más fuerte o gélido que el clima.
Al día siguiente, a poco más de las cuatro de la madrugada, después de la ejecución, dos soldados conversan en voz baja, muy cerca del muro donde yacen dos cuerpos tendidos.
No sé porqué siempre madrugamos para un fusilamiento dice uno de ellos, el más joven.
Es verdad, - responde el otro casi perdido en la penumbra - pero como aún es noche no les vemos las caras. Apenas parecen los monos para el simulacro de tiro. Por eso me parece
mejor madrugar.
Pero no entiendo porqué ya no usamos el fusil de orde¬nanza en el fusilamiento. Ahora tiramos con las metralletas.
- Es que ya no fusilamos. Al usar la metralleta aplicamos la ley de fuga.
- Uno de los fugados tenía un puño de tierra apretada en su mano - comenta el primero.
- Ese era campesino.
¿Cómo puedes estar tan seguro?
Estoy muy seguro - dice el de la sombra - era mi hermano.
El otro se le queda mirando y hay un silencio muy largo en¬tre ellos. Fuman en la oscuridad y aunque ésta ha disminuido y una línea muy débil deja adivinar el nuevo día tras el Conun Hüenu, el cerro al este de la Ciudad, no le es posible distinguir con claridad las facciones de su compañero.
- No me gustaría morir por el tiro de un hermano - dice -. No me gustaría morir de ninguna manera - agrega poniendo una risa torcida en su rostro - tengo apenas diecinueve años y he fusilado diecinueve hombres en tres días. Uno por cada año de mi vida. Uno de esos dos -y su labio inferior pretende apuntar a los dos cuerpos - tal vez lo maté yo. Es muy difícil saber cuál es la bala que los mató. Pero siempre tiro al vientre. Es mi estilo - dice casi con orgullo - apenas debajo del cinturón. Quizás hoy maté a tu hermano - agrega mirándolo.
Pero el soldado no le contesta. Tiene los ojos oscuros muy fríos y parecen más negros en el amanecer. Su rostro está, sí, más pálido que de costumbre.
- Es la voluntad de Dios - dice enronquecido - somos de Rancagua - explica sin mirarlo - tú sabes que nos han enviado a diferentes lugares del país. Para que no pase esto. O para que no matemos a nuestros amigos, por último. Pero ocurre, sin embargo. Yo no sabía que él estaba preso. Hasta ayer, que me lo comunicaron. Lo apresaron en las minas, en "El Teniente". Hablé con el Comandante...”... soldado... tienes que ser fuerte. Tu hermano no es tu hermano, pero también un enemigo de la patria. Y estamos en guerra. Si él hubiera podido, te habría matado como a un perro. Reza y olvídale de él. Piensa que es un sucio rojo vendepatria. Mañana no formarás parte del pelotón. Es todo lo que puedo hacer por ti. " - Eso ni me dijo - repite el soldado -”... es todo lo que puedo hacer por ti" me dijo. Entonces me hinqué en el suelo y lloré. Lloré como un chiquillo. Pensé que se ablandaría.
Que haría algo, cualquier cosa. Que me diría: "no te apures soldado". "Tu hermano saldrá libre". Pero no. Puso su bota en mi hombro y me lanzó de culo contra el suelo. Y yo no podía parar. No podía dejar de llorar. Me temblaba la barbilla como si no fuera mía. Me mordía los labios hasta hacerme sangre pero seguía tiritando como una gelatina. Y de repente de mis entrañas me subió ardiendo una vergüenza corno nunca sentí en mi vida. Sentí toda mi sangre en mi cara; el corarán latiéndome horriblemente y la sangre en mis orejas, mejillas, como queriendo salírseme por los poros!. ¡Oh! ¡Te juro, mi corazón era una bomba loca queriendo vaciarse por mi boca! Lo sentía allí como un pájaro. ¿Nunca has tenido un pájaro, un conejo, en tus manos? ¿Recuerdas cómo late su corazón, como si todo su cuerpo fuera un sólo y tremendo corazón? Así lo sentía. Así sentía mi corazón golpeando en mis costillas. Cerraba la boca para que no se escapara. Trataba de respirar, de bajarlo hasta el pecho, pero no podía. En eso gritó el Comandante: Atenncíóóóónnn .... fírrrrmess ...' -Levanté el brazo e hice el saludo como si fuera un muñeco mecánico, tal vez por la fuerza de la costumbre. He sido soldado toda mi vida. Si me lo dicen así de feroz y rápido, sin siquiera pensarlo, aunque vaya contra mí mismo, me cuadro. No sé porqué, pero me cuadro. Será por eso de los reflejos condicionados. Me cuadré y me salió la voz: - Permiso para hablar mi Comandante - y aunque ya estaba hablando esperé de todas maneras -Tienes mi permiso soldado - contestó. Quiero formar parte del pelotón, mi Comandante le dije. - Permiso concedido y ahora retírate. Me cuadré y salí.
Anoche no pude dormir. Aunque tampoco quería hacerlo. He recorrido en la memoria toda la vida con mi hermano. El salió del campo apenas un niño. Aún no tenía quince años. Somos de Rancagua, de tierra adentro, es una tierra pegada casi a la cordillera. Teníamos un tío trabajando en "El Teniente" y se fue con él. Hasta hoy, trabajó quince años en la mina. El ganaba bastante dinero. Todos ganan bastante dinero, son los mineros mejor pagados del país. Pero a los cinco años están silicosos y después siguen porque fuera de allí nadie les da trabajo. Y el buen dinero entonces, ese buen dinero que ganas no vale nada. Porque todo el dinero, ninguna cantidad es bastante para rescatar tu vida. Y como saben esto, o se hacen rojos, alcohólicos o soplones de la Compañía. Mi hermano se hizo rojo. Quería que mejoraran las condiciones de trabajo: ventiladores, máscaras, maquinaria moderna. Pero nada consiguió. Cada vez que había una huelga sólo estaban seguros de conseguir una cosa: balas, sólo eso; y hasta la otra huelga, y lo mismo: balas. Lo sé porque soy soldado de carrera y he estado en el centro de otras huelgas. No allí, pero en otras Y sé que todas son iguales.
Muchas veces lo fui a ver. Nos emborrachábamos y dis¬cutíamos. Que porque yo era soldado. Y porque él era rojo. Así estaban las cosas, pero era así y ya no había nada que ha¬cerle. Hasta que un día decidí no volver al mineral. Pero nos encontrábamos en el campo en las vacaciones de verano. Mi madre no nos permitía reñir. Nos hacía cazuelas de ave y asa¬dos de chancho. Salíamos a pescar salmones en la laguna y a veces a cazar perdices. Creo que nos sentíamos niños otra vez. No recordábamos o no queríamos recordar nuestros respec¬tivos trabajos. Sólo vivíamos como habíamos vivido antes de marcharnos de casa. Hasta que terminaban las vacaciones y nos despedíamos en la estación de Rancagua. El a su mineral y yo a mi cuartel. Hasta que viniera el otro verano.
Y ahora está ahí, tendido. Pidió aquí su traslado por si podía salvarlo. Y yo ahora pensando cómo se lo diré a mi madre. Aunque ya sé cómo pero a ratos siento que me falta el valor. – Sí que es una desgracia - comenta el muchacho - pero como dijiste, es la voluntad de Dios. A mi, por fortuna, nunca me tocó matar ni siquiera a un amigo. Pero es que soy del norte, de Arica. Mi familia toda es nortina. Calicheros. De la oficina Pedro de Valdivia, salitreros, mineros de pampa abierta. He tenido suerte. Pero a ti te la jugó bien el destino. Pero no entiendo porqué quisiste formar parte del pelotón. El Comandante ya te había librado de eso. No se portó tan mal después de todo. Pero tú ¿por qué quisiste tirar?
Ni yo mismo lo sé. Una idea oscura. Es que pensaba en mi madre, ¿sabes? Es muy vieja y está sola en el campo, con sus uvas y sus fudres de vino. No podría entender por qué tuvo que morir. Por qué yo no puede salvarlo. O por qué yo estoy vivo y mi hermano está muerto. Así son los viejos; hay cosas que no entienden. Tal vez por esto pensé decírselo a mi manera.
Ella sabrá qué pasó y si se muere será una muerte limpia, sin temores. Sabrá que todo está bien, aunque haya sido así y aunque la noticia le llegue como un guadañazo y la mate.
Conozco a mi madre. No teme a la muerte sino a mal morir.
A dejar algo pendiente, sin terminar del todo. De otra manera sufriría mil muertes y siempre iría a la tumba.
- No te comprendo - dijo el muchacho - tal vez esté bien lo que dices pero no te comprendo. Yo he matado diecinueve hombres pero nunca a un pariente. Y tú quizá mataste a tu hermano y ahora hablas así de la muerte de tu madre.
- Hay muchas cosas que no entiendes-dijo el soldado-y es que eres demasiado joven o demasiado viejo. A veces la gente nace vieja. Pero yo espero que sólo seas demasiado joven y que un día entiendas.
En ese momento el sol salió desde detrás del Conun-Huenu y la luz alumbró el patio. Sólo los dos cuerpos quedaron esta vez en la sombra que proyectaba el muro. A treinta metros, desde las oficinas de la sala de guardia salió el Comandante acomodándose la gorra; a su lado, escoltándolo, venían dos oficiales.
El soldado levantó su metralleta y vació el cargador apun¬tando al centro aunque el abanico de balas, alcanzó a los tres hombres. El muchacho había dado un salto de costado y desde allí apretó el gatillo contra su compañero, al vientre, como siempre. Pero ahora no sabía por qué no sentía ninguna satis¬facción de haber llegado al número veinte. Tal vez porque no coincidía con sus años. A no ser que contara como los chinos: desde el vientre de su madre.
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