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pedrofuentesriquelme

Cuento: Canción de Septiembre


CUENTO DE SEPTIEMBRE: CANCIÓN DE SEPTIEMBRE




Preferiría que hubiera una tormenta, una lluvia cerrada, o nieve dice Manuel - pero no esta luna.

Viajan en la semioscuridad con los faros apagados. El camión avanza en su marcha mínima para evitar la propa¬gación del ruido por la soledad de los campos. La carga de pasto, muy alta, se bambolea en los baches y hace crujir los muelles. El muchacho, aferrado al volante, trata de visuali¬zar los detalles del camino; pero, aunque la noche es clara, las sombras de los árboles le impiden percibir los hoyos y las piedras que lo cubren. El vehículo danza sobre sus altas rue¬das y los fardos de alfalfa golpean unos sobre otros pesada¬mente. Si el camión se detuviera parecería una noche cual¬quiera. Estrellada, solitaria, apenas habitada por los inmensos coigües y los pequeños animales e insectos del bosque. "Pero no es una noche cualquiera"-habla Manuel en voz alta esquivando las piedras.

Hoy hicieron otro viaje, temprano. Desde el fundo "Casas Blancas" en el valle central hasta "Las Ventanas" en plena cordillera, al pie del límite con Argentina. Entre uno y otro fundo distan cien kilómetros de camino duro, de ripio. Otros cuatro viajes lograron en los días anteriores. Eligieron esa ruta por lo solitaria, porque aunque por esos parajes rige el toque de queda desde las veinte horas hasta las siete de la mañana es difícil encontrarse con una patrulla por los campos. De vez en cuando un helicóptero recorre el camino, pero entonces el ruido de los motores y las aspas, multiplicado en la noche, les llega antes que el aparato y tienen tiempo de ocultar el camión entre los árboles. Los poblados cordilleranos, con dotaciones de tres o cuatro carabineros, han sido abandonados para concentrar las fuerzas policiales en los centros urbanos donde aún queda resistencia. Al cruzar estos pueblos van viendo cómo se apaga la luz de las velas en el interior de las casas. Ni una sombra se mueve en la población. Piensan que el camión es una patrulla circulando y se quedan pegados en las habitaciones oscuras esperando que el ruido se aleje. Hace pocos días un ruido de motor era inofensivo, más bien parte de la vida cotidiana. Hoy puede traer la muerte y es mejor no comprobarlo.

Una curva cerrada y luego el camino parte en dos al pueblo. Manuel tomó la curva a poca velocidad. Pasó el cambio a segunda y el motor tomó impulso llevando el vehículo por las calles de Pillánlelbun. A su lado, cabeceando con los barquinazos Domingo dormía. "Cansado el pobre indio" - se condolió. El mapuche era el administrador del fundo "Las Ventanas" y en el cargo había dejado toda su vida. A la muerte de su padre, como si fuera otra pertenencia del fundo, había pasado a su poder. Pero Domingo parecía no percibir eso. En el cementerio, junto con la primera paletada de tierra sobre el ataúd, lloró. Y luego al fundo, ordenadamente a sus quehaceres. Pero el mundo de Domingo era mucho más amplio de lo que dejaba adivinar su rostro inescrutable. Desde hacía pocas semanas había recibido golpes duros. El jueves pasado llegó un propio de "Casas Blancas" a revienta caballo:

- ¡Que te vengas que el patrón se muere! -

Dejó al hombre allí, con el caballo reventado, echando sangre por las narices aterciopeladas.

Galopó toda la mañana hasta Ercilla el único pueblo que mantenía en pie su cuartel. Allí consiguió posta. Le dieron un percherón pesado de pecho enorme que prometía llegar hasta el fundo.

- ¡Que se mejore don Antonio - Le deseó el teniente desde la puerta del cuartel - dile que pronto iremos a hacerle una visita. Que las cosas se van a arreglar.

- Sí mi teniente! - recuerda haberle dicho. Sólo le ex¬trañó ver cinco carabineros desconocidos además de la do¬tación habitual. Luego lo olvidó porque al espolear el per¬dieron estuvo a punto de lanzarlo a tierra:

- ¡Pingo de mierda! -y le azotó un rebencazo en los flancos.

Azuzado por el golpe y las puntas de las rodajas en las costillas el animal pareció estirarse antes de emprender un cerrado galope.

El percherón era grueso y alto pero corto de cuerpo y su galope extraño a Domingo por lo áspero. Pensó que llagaría con la cintura y los riñones deshechos, pero el mensaje del peón era urgente y se imaginaba a Antonio muriendo en el catre de perillas de bronce:

- No te me mueras huinca Antonio - rogó en voz alta - no te mueras huinca.

El viento batía el poncho de grecas bermellón al compás del trote irregular del caballo. Atravesó pueblos toda esa tarde, sin detenerse más que a abrevar el caballo. El sentía la garganta reseca por el vientre y el polvo pero no podía imaginarse bebiendo ni comiendo nada. Nada comería hasta ver al huinca Antonio. Esa noche, a eso de las dos de la madrugada, entre el ladrido de todos los perros llegó a "Casas Blancas".

Las mujeres del fundo rodeaban el catre de bronce y lloraban. Se acercó hasta el lecho y miró largamente el rostro de barba encanecida. Parecía dormido, pero hacía horas que había muerto. Bajo el poncho su mano apretó con fuerza el rebenque. Se estuvo aún unos minutos ahí, y no pudiendo soportarlo más tiempo se retiró a la oscuridad de la noche.

Se fue Antonio -pensó- y se alejó en dirección a los corrales donde se detuvo apoyando los brazos sobre las tranqueras. Esta sería una noche larga.

Ahora Antonio ya debe estar con María - se dijo y los imaginó jóvenes y hermosos como hacía treinta años en el fundo "Las Ventanas".

Los dos habían viajado en el expreso a Puerto Montt y el los recogió en Ercilla la más cercana estación de ferrocarril. Primero vio a Antonio asomado a la ventanilla del coche-comedor indicándole el vagón inmediato donde venía el equipaje. Bajó maletas y un enorme baúl que supo no era de Antonio. Apenas el conductor del tren sopló el silbato apareció con una chica en los brazos haciendo equilibrio sobre el andén de la estación y, sin dejar de reír, llegaron hasta Domingo que ordenaba maletas en la monja. Entonces Antonio lo abrazó:

Mari -mari pañi ¿Chacuivi?

Mari - mari huina. Inche quimey

¿Eime amuán mapu?

Eime amuán mapu, huina.1

María los miraba embelesada. El dialecto era musical, cargado de inflexiones. Antonio casi había desaparecido en el abrazo del gigante indígena.

Buenos días hermano ¿cómo estás? Buenos días hermano, yo estoy bien. ¿Vamos al campo? Vamos al campo, hermano.

El rostro del indio, de ordina¬rio inexpresivo, casi ausente, ahora reflejaba una felicidad idolátrica mirando a su amigo, ella veía, sentía una comuni¬cación que saltaba de uno a otro mientras hablaban en esa len¬gua extraña, y el brillo en la mirada oscura de Domingo la hizo envidiar a Antonio.

- Esta es mi novia, María -

Ella miró a Domingo y se lanzó impulsivamente a sus brazos dándole un beso sonoro y ligero en la mejilla.

Para Domingo fue como recibir un viento tibio, un hálito liviano con las fragancias eróticas que anuncian la llegada de la primavera. El cuerpo delgado pero lleno, tibio, lo traspasó aturdiéndolo con el perfume delicado que lo envolvía como otra presencia. Luego miró sus ojos profundamente azules y se vio a sí mismo en las pupilas, diminuto y perdido en esa profundidad. La voz de Antonio lo arrancó de su contemplación, pero antes de despertar del todo supo que allí, en las pupilas de María, se quedaría para siempre.

-¡Andando Domingo, no me robes a mi novia! – bromeó Antonio. La chiva reía a carcajadas en el pescante empuñando las riendas.

El coche era un viejo cabriolé de dos tiros y Domingo había traído los mejores caballos trotones, una mezcla de árabe e inglés: altos, largos, fuertes.

- Todavía no preguntas por la señora, huinca – le recriminó Domingo.

- Está bien, estoy seguro; es un roble mi vieja - le contestó María.

- ¿Crees que me aprobará? – le interrogo preocupada.

- ¡Oh sí! – la tranquilizó estoy seguro. Imagina que ya hasta Domingo cayó en tus redes. Y este es un lobo difícil. Te aseguro.

Había salido del pueblo y hacía frío aunque Antonio había levantado la capota del coche. María, cansada del viaje, se había apoyado en el hombro del muchacho. Estaba agotado y feliz, pensó qué éstas serían unas vacaciones maravillosas antes de volver a la facultad, el último año; y luego se casarían como tenían planeado. Con este pensamiento se durmió.

En el pescante, Domingo guiaba con su mano diestra el tiro de caballos. Eran unos animales hermosos y trotaban en la noche sin sacudir el carruaje con apenas el ruido apagado de sus casos sobre el camino de tierra.

Doña Angelina se levantaba antes del alba y su primer grito era para llamar a Domingo pidiendo el agua caliente para el mate. Sentaba frente al bracero de cobre, al centro de la cocina veía al indio cebar el mate en un ritual solemne que aumentaba su impasibilidad. Primero cargaba el mate de calabaza negra y borde de plata hasta la mitad, cuidando de no mover la bombilla. Luego dos cucharadas razas de azúcar y unas hojas de cedrón. Cuando ya estaba a punto, dejaba caer el agua hirviente hasta que una espuma lechosa subía hasta el borde. Entonces lo tendía con las dos manos, como si fuera una hostia, ofreciéndolo. Hoy, Domingo, bajo su máscara de fría indiferencia, traía una semisonrisa en la comisura de los labios y ella sabía porqué. Entre chupada y chupada, entre mate y mate lo miraba, con los ojos entrecerrados, íntimamente divertida y satisfecha, "Antonio y Domingo son como hermanos" -pensó. María sería una buena mujer para su hijo. Nada más la entristecía pensar que no vivirían en el campo. "Casas Blancas" y "Las Ventanas" se quedarían solos cuando ella muriera. Pero luego del primer mate se sintió mejor. El brebaje a esa hora renovaba sus fuerzas y se aprestó al largo día campesino.

A las siete, María, Antonio y su madre desayunaban en el comedor del fundo:

Domingo prepara el arreo de novillos para la veranda - les dijo. Eran fines de noviembre. Los pastos del fundo en la cordillera estaban libres de nieve y recibían todos los años por esas fechas su cuota de quinientos novillos de engorda. Hasta mayo, cuando llegaran las primeras nevadas.

Madre, permítame ir con Antonio - pidió María.

¿A "Las Ventanas", hija? Eso queda a cien kilómetros y son tres días de camino con ese arreo.

¡Por favor! - suplicó.

- Te prometo cuidarla - le dijo Antonio - porque yo pienso acompañar a Domingo.

Pues bien, entonces iremos todos. - dijo doña Angelina. Antonio sin terminar su desayuno se lanzó a escape hacia los galpones a preparar los caballos.

Hacía horas que María veía la masa de animales avanzando por la orilla oriental del lago. Habían dejado atrás Villarrica y ahora enfrentaban el camino a Pucón entre farallones y montañas de nieve. Desde ahí se internarían hacia Licanray, un lago más pequeño pero no menos hermoso que éste. Había dejado el coche y cabalgaba una yegua rosilla de pequeña alzada. El paisaje la había subyugado y la traía de asombro en asombro; se notaba el viento frío y cortante que arrebolaba sus mejillas y hacía circular más fuerte su sangre; tenía la sensación de que esa geografía dura pero límpida se le metía como un fluido por su cuerpo y la traspasaba aturdiéndola.

El lomo de los animales moviéndose al unísono, el vapor que escapaba de sus cuerpos ondulantes, el sudor acre, todo se le convertía en un torbellino que la aturdía y neutralizaba su razonamiento. En cambio le parecía sentir las cosas con un lenguaje nuevo y presentía como una llamada remota, que no podía identificar sino oscuramente. Por un momento miró a doña Angelina y sorprendió en ella una mirada curiosa y en sus labios una sonrisa enigmática que, sin saber porqué, la preocupó. Antonio, a la cabeza del rebaño, trotaba o galopaba furiosamente tras los novillos que salían de la ruta. Esa noche arribarían a "Las Ventanas" donde hombres y bestias descansarían sus cuerpos agotados.

El límite de "Las Ventanas" era el límite con Argentina. La aduana quedaba a unos diez kilómetros de las casas del fundo y con frecuencia los carabineros, generalmente desprovistos de alimentos, llegaban allí por raciones. La noche de la llegada del arreo estaban en el campo y se prepararon para la fiesta del arribo que ellos sabían era siempre generosa. El viaje no había tenido incidentes y sólo habían perdido dos novillos por el camino, un costo bajo para esa larga jornada.

La casa patronal estaba construida de gruesos tablones de araucaria y piedra de la región. El comedor era una sala inmensa con dos chimeneas en las que ahora ardía un fuego de altas llamas. Habían sacrificado una vaquilla y en la cocina daba vueltas el asador con la mitad del animal y la otra parte se asaba afuera en las casas de los peones. En la planta alta estaban los dormitorios y allí estaba ahora María, rendida. Antes de meterse a la cama escudriñó la oscuridad, pero sólo pudo ver una niebla cerrada y un profundo valle, al fondo del cual bramaba un río. A pesar del olor penetrante y tentador de la carne asada se acostó porque pudo más el cansancio que su hambre.

Al despertar tuvo un momento de desconcierto. Miró las vigas oscuras de roble, oyó el ruido apagado del río y el grito del chucao repetido mil veces en el eco del bosque.

Repentinamente tuvo conciencia del lugar en que se encon¬traba y de un salto estuvo frente a la ventana. La abrió y la despejó el violento frío de la mañana. Con los ojos semicerrados se quedó contemplando el lugar. El valle abajo era verde, iluminado y lleno de sol, poblado de bosque virgen. El río de pendiente brusca saltaba en una blanca espuma e imaginó sus aguas muy claras pero frías. Luego miró a su derecha y allí sus ojos se abrieron asombrados porque ante sí tenía la masa in¬mensa del volcán Villarrica, cubierto de nieve, con un pena¬cho de humo escapando del cráter, desplegado en dos líneas perfectas que dibujaban su cono hasta perderse en las aguas tranquilas del lago. Abajo, en el patio, montado en su caballo alazán la saludaba Antonio, a gritos. Pero ella no tenía ojos más que para el paisaje indescriptible que la mantenía clavada y feliz en la ventana.

Doña Angelina miraba a María mientras desayunaban. La muchacha se veía abstraída, alejada de todo.

-No te gustó "Las Ventanas" - le dijo Antonio-pero no tengas pena. Aquí no viviremos.

María aún siguió callada largo rato, inclinada, con el pelo cubriéndole el rostro. De pronto se alzó mirándolo.

- Si doña Angelina nos permite - dijo temblándole la voz- aquí me gustaría quedarme para siempre... y desde hoy. No sé qué me ha pasado pero siento que si me alejo de este lugar me moriría. Me da una angustia horrible de pensar en que no podría volver, en que tendría que dejarlo.

La anciana se levantó y la rodeo con sus brazos.

- Desde hoy se quedan - le dijo con una suavidad inusitada en ella -pero llamaremos al cura y al oficial civil. Esa misma noche se casaron. Domingo fue el padrino de boda y recibió el primer abrazo de la recién casada.

¡Domingo! ¡Despierta! - le gritó Manuel sacudiéndole. Había apagado el motor luego de meter el camión entre un renoval de hualles. Cerca se sentía el ruido seco de las paletas del helicóptero azotando el aire. Desde el vientre del aparato salía una luz que seguía el camino caprichosamente. Aún estaba a unos mil metros pero no tardaría en encontrarse sobre ellos. Domingo había despertado.

- ¡No te muevas huinca, esperemos a que pasen o se detengan - le advirtió - si llegan hasta nosotros ya sabes que es mejor que nos encuentren dormidos. Así no despertaremos sus sospechas.

Ahora sentían la máquina sobre ellos y veían abrirse la copa de los guayes y sus troncos débiles abatidos por la fuerza del viento. El camión quedó así a la vista bañado por la luz del reflector. Sintieron el ruido de una ráfaga que marcó como una costura negra los fardos de un costado. Poco a poco bajó el helicóptero manteniendo siempre el camión al centro del rayo de luz.

¡Sácate la manta! - ¡y bajemos con los brazos en alto cuando lo ordenen! - le dijo Domingo por sobre el ruido de los motores.

No tardarán en rodearnos - pensó - en rodearnos y tendremos suerte si no empiezan a disparar antes de interrogarnos. Si logramos hacernos entender estaremos casi salvados. Pero es difícil.

¡Cuando ordenen bajar les dices que eres el patrón de "Casas Blancas"! - le gritó a Manuel. Y fue lo último que dijo porque repentinamente se hizo el silencio y sólo quedó la luz resaltando en la noche.

¡Fuera y con los brazos en alto! - ladró una voz.

Abrieron la puerta con el pie, cada uno por su lado, y baja¬ron en esa posición hasta frente al tapabarros, enfrentando la voz.

¡Soy el patrón de "Casas Blancas"! ¡Quiero hablar con el oficial de mando! - dijo Manuel.

¡Las preguntas las hago yo! - dijo la voz - i A callar!

¿Por qué están en este lugar y a esta hora?

Vamos en viaje hasta el fundo "Las Ventanas". Nos pilló el toque de queda y decidimos dormir aquí.

- ¡Y esos fardos! ¿Por qué llevan esa carga?

¡En este tiempo todavía no hay pasto y mantenemos con forraje a los animales!

¡Descarguen el camión! - ordenó la voz.

Domingo dio un suspiro de alivio e inconscientemente cubrió con su cuerpo a Manuel cuando este avanzó hacia el vehículo. "Cuida a mi hijo" le había dicho María. El alud la había alcanzado casi al llegar a las casas y había caído aplastada por el caballo, la nieve y las piedras, a media falda del volcán que tanto quiso. Antonio jamás quiso volver a "Las Ventanas".

- Si disparan te lanzas al suelo - le dijo a Manuel en un susurro.

El muchacho veía la sombra de Domingo proyectada vivida¬mente sobre el camión y vio cómo la suya, más delgada, des¬aparecía en la otra como si se la tragara. Pensaba que tal vez dispararían. O quizás no disparen dijo para sí, hasta que des¬carguemos el pasto. Tal vez se sientan burlados si no encuen¬tran nada y quizás de todas maneras disparen. A pesar del re¬flector había visto las siluetas de los soldados fuera del radio de la luz. Había visto el mate de las metralletas apuntadas a sus cuerpos. Y los otros cuerpos, los de los soldados, ergui¬dos, con un pie adelante, casi de lado. Pero no veía sus caras, ni las gorras de los oficiales, ni los cascos de los soldados. Le parecía que sus cuerpos terminaban en el tronco, hecho más largo en la noche por el resplandor del foco. El efecto de esta idea obraba en él de manera extraña. Si los soldados no eran soldados, sino unos cuerpos con una metralleta apuntándoles entonces, tal vez dispararían. Todo el tiempo tenía, por una sensación física aguda, la seguridad de los cañones siguiéndo¬les como un dedo negro a cada movimiento. Pero lo peor era pensar en que caerían ametrallados por esas figuras descabe¬zadas que, contra toda lógica, tenían una voz.

Cuando el camión estuvo descargado saltaron al suelo y el reflector barrió la carrocería. Unos soldados subieron y examinaron el piso.

¡Está vacío, mi teniente!

¡Un paso al frente el patrón de "Casas Blancas"!

- Mis disculpas señor - dijo el teniente. Usted sabe cómo está la situación y no sólo debemos controlar sino desconfiar de todo, también.

- Comprendo - dijo Manuel. Había bajado los brazos y trataba de distinguir los rasgos del oficial pero es te permanecía de espaldas al foco y aunque se había adelantado, aún no lo identificaba plenamente, y seguía siendo una voz que escapaba de un cuerpo impersonal.

-Sabemos de don Antonio, de la ayuda que siempre dio a la dotación en "Las Ventanas". Les estamos agradecidos. Nuestro pésame, señor.

-¿Por qué vigilan por este sector? Pienso que es demasiado solitario para que merezca la vigilancia de un helicóptero, oficial.

-Buscamos a Osvaldo Becerra, señor. Hay especial interés porque su tío es el comandante del Regimiento de Montaña. Pensamos que intentará pasar a Argentina por el paso de Pino Hachado, cerca de "Las Ventanas", justamente. Es peligroso. Le recomendamos que tome sus precauciones y si sabe algo nos avise. Es probable que lo intente solo, pero cabe la posibilidad que venga con otros dirigentes de Concepción. ¿Quién es el indio? -preguntó mirando a Domingo.

Es el administrador de "Las Ventanas", Domingo Maripán. No hay cuidado, es de confianza. ¿Cómo es que buscan a Becerra siendo sobrino del Comandante?

- Antes que nada somos militares - respondió, seco.

Creo que es todo, don Manuel. Ordenaré a los soldados que carguen el camión, y mis excusas otra vez.

No faltaba más. Déjenos este trabajo a mí y a Domingo. Ustedes deben seguir vigilando, no queremos interrumpir su labor.

¿De paso, don Manuel ... Usted no conoció en la Universidad a Becerra?

- Sólo de nombre. Yo sigo agronomía, para continuar la tradición familiar y tengo entendido que esta gente era de leyes. Además, jamás nos vinculamos con extremistas, debe usted saberlo.

Es sólo una pregunta, señor, uno nunca sabe... Discúlpenos, ha sido una noche pesada. Imagino que también para ustedes. Le daré un salvoconducto para que puedan seguir el viaje tranquilos. Buenas noches.

Las sombras desaparecieron en el vientre del aparato y éste se elevó aplastando la hierba y sacudiendo las hojas de los árboles.

- De buena nos escapamos, huinca.

- De buena nos escapamos, Domingo.

¿Seguirás con esto, Manuel?

¿Crees que mi padre, o mi madre, no habrían hecho lo mismo?

- Sí Manuel. Ellos habrían hecho lo mismo.

- Entonces no hay más que hablar. Saca a nuestro pasajero y dale de comer que nos espera una larga jornada.

Domingo apartó unos fardos del costado del camión y se metió debajo. Entre el cardán y la carrocería habían instalado una tabla en la que ahora yacía, de espaldas, un muchacho de la edad de Manuel.

- Arriba huinca, a comer! - le dijo Domingo.

Manuel ayudó a alzarse al muchacho, engarrotado por la larga inmovilidad.

- Ya tenemos salvoconducto, Osvaldo, le dijo. Esta noche puedes cruzar Pino Hachado y mañana te juntas con tu gente "al otro lado".

- No me imagino cómo has logrado engañarlos - con¬testó Osvaldo mientras saltaba desentumiendo los músculos doloridos. La idea de la carga de pasto es genial. Estos brutos sólo piensan que puedes llevar a alguien escondido entre los fardos de alfalfa y se desentienden de cualquier otra idea. Ya veo que los conoces.

Habían encendido las luces de estacionamiento del camión y a la débil luz de los faros bebían café del termo. Domingo se había retirado a la oscuridad de los árboles a defecar.

- ¿Es de confianza el Mapuche? - preguntó Osvaldo.

Manuel no le contestó. La muerte de su padre estaba demasiado encima de sus emociones. Tal vez era una razón para lo que estaba haciendo. Y Domingo y su padre se le confundían ahora.

¡Mierda de luna! - le dijo a Osvaldo sin contestar su pregunta.

Recuerda que tenemos salvoconducto - le dijo éste.

¡Ah, sí es verdad, lo había olvidado! Entonces la luna no importa ahora. Y pensó que no sólo la luna sino nada importaba en esa noche absurda. Porque todo tenía el sabor de una larga y angustiosa pesadilla y se sintió repentinamente cansado y muy viejo. Pero algo lo ataba con fuerza a la vida. Lo sentía en la calmada oscuridad de la noche, en los mil ruidos multiplicados a quedos que le llegaban como una llamada. Talvez en ese momento la misma llamada que una vez sintió su madre aunque él no lo sabía.

Domingo había vuelto a juntárseles y bebía una taza de café sentado en el suelo y lo miraba por los ojos entrecerrados. La luna había quedado definitivamente desnuda y los alum¬braba mejor que los faros débiles del camión. En eso restalló la voz, insultante. Manuel la reconoció como la que salía de la masa informe de ese oficial. Alcanzó a pensar que en ningún momento había logrado ver ese rostro que debía tener unos ojos, una nariz o una boca igual a cualquier otro rostro. Le habría gustado verlo, desnudo y mirándolo, a plena luz, para que enfrentara el suyo limpiamente, pero hasta ese último pen¬samiento desapareció entre el ruido de los disparos. Aún vio a Osvaldo soltar la taza de café y doblarse lentamente y, por último, el cuerpo tronchado de Domingo cayendo como un ro¬ble gigantesco sobre él.

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