CUENTO DE SEPTIEMBRE: EL CIEMPIÉS
Las lluvias del último verano habían socavado de tal manera el barranco que la casa, casi colgaba en la cañada, había amenazado seguir el curso de las aguas, desfiladero abajo.
- Construiremos una barda de contención y un cuarto para almacenar materiales - le dijo Antonio a Sonia - así protegeremos la casa y no se desbandarán tus gallinas.
Sonia sólo sonrió.
- Haré la barda - insistió él y ella volvió a sonreír porque amaba a su marido.
Por la mañana Antonio bajó del cerro hasta la delegación a pedir los requisitos. La ventanilla que le correspondía la tapaba una larga fila de gente. Reconoció algunos vecinos suyos del cerro. Luego de un tiempo descansó su pierna derecha que se había acalambrado y se quedó apoyado en la izquierda hasta sentir cierto alivio. En el recinto hacía calor; de la ropa negra de las mujeres en la fila escapaba un olor a transpiración que llegaba hasta él a cada movimiento. Callaban y como él, de tanto en tanto cambiaban la posición de la pierna agotada y miraban fijo a la ventanilla de cristal con dos huecos redondos por donde asomaban su rostro los empleados de la delegación. Dos hombres gordos en mitad de la fila se habían quitado la chaqueta y podía ver sus espaldas mojadas por el sudor. Los empleados movían sus caras en el huevo de los vidrios por donde escapaban sus voces hasta los solicitantes. La fila desde su lugar empequeñecía pero tras él continuaba alargándose a medida que transcurría la mañana.
Los dos hombres gordos habían sacado unos pañuelos rojos, floreados, y secaban la transpiración del cuello. Parecían hermanos por el porte y cierto ángulo facial que dejaba libre el pelo largo de los dos. Delante de ellos continuaban las mujeres de ropa negra; los vestidos eran largos y apenas dejaban ver los tacones de los zapatos; podrían tener cualquier edad metidas en esos trajes y en esos zapatos del mismo color. Cubrían sus hombros con un chal de lana que colgaba hasta la cintura. Siempre estaban en movimiento, como girando en un lento remolino, excepto cuando avanzaban cuarenta centímetros ganando terreno hasta la ventanilla. Un mosco azul se había parado sobre el cuello de uno de los hombres gordos y éste lo espantó de un manotazo. El mosco saltó al cuello del otro hombre y se quedó un momento quieto hasta que formó un cosquilleo intolerable en la zona y el gordo trató de aplastarlo de un feroz manotón. Sólo consiguió que el mosco saltara antes de aplastarlo su palma; con cierta ira reprimida vio cómo brincaba al cuello de su hermano.
Antonio pensó en los burros que había dejado en el corral. Habían descansado toda esa mañana y, como iban las cosas, descansarían el día entero. Sentía que su premura se había abatido, que la urgencia de construir la barda se moría un poco en la larga fila en que ahora desaparecía. Tenía ganas de moverse pero lo amodorraba el calor. La mujer delante de él casi le impedía moverse y atrás no tenía mayor espacio. Volvió a la posición de su pierna derecha y como si hubiera comunicado su cansancio a los otros vio que imitaban su movimiento estremeciendo un poco la fila. Desde su lugar la veía como un largo gusano donde los manchones de ropa negra contrastaban con los pañuelos rojos de los hombres gordos. La fila era un cienpiés o un ciencabezas o un ciencabezascienpiés. Los que iban en cabeza y recibían instrucciones en la ventanilla iban a apoyarse contra la pared en el rincón de la sala. Había unas bancas pero ya estaban ocupadas, llenas de gente que había venido más temprano y esperaba. Algunos hacían consultas entre ellos, en voz baja, serios, como si estuvieran velando un muerto y no quisieran turbar su reposo de ninguna manera. El calor de esos cuerpos parecía aumentar la temperatura en la sala por momento. Los hombres gordos sudaban a chorros y el mosco metía la ventosa de su hocico en el cuello de uno o de otro hasta que agotado por ese juego voló más lejos y se posó en la oreja de una mujer vestida de negro. Hacía poco la mujer había descansado su pierna izquierda y apoyaba el peso de su cuerpo en la derecha. El mosco la hizo alzar su mano con brusquedad y golpeó a su vecino, un hombre calvo y a otra mujer que la precedía. Pidió disculpas brevemente, en voz baja, sujetó la bolsa en su otra mano y siguió inmóvil en la fila. Discretamente su dedo índice limpiaba su oído de la sensación sucia del insecto. El mosco había volado hasta la calva del vecino; emprendía pequeñas carreras y luego se detenía. La mujer miraba el mosco y una semisonrisa nacía en las comisuras de sus labios delgados. Uno de los hombres gordos habiase vuelto a mirar a su hermano y con los ojos le indicaba el bicho que corría de un extremo a otro de la calva blanquecina. Casi sonreían, pero la risa más bien estaba en los ojos que brillaban más ahora. El sol había corrido unos metros y se metía por otra ventana. Los barrotes lo cortaban en cuatro trozos amarillos y uno de ellos iluminaba el mosco y la piel despejada de la calva. Habían aparecido unas gotitas de sudor y el moco estiraba su lengüeta sobre ellas. Estiraba las patas traseras y bajaba las alas. El sol arrancaba reflejos iridiscentes a los ojos facetados, desproporcionados y fríos.
Por un momento pensó Antonio que la barda no era realmente tan urgente ahora que la temporada de lluvias había concluido y se cerraba firmemente el invierno. Tenía bastante tiempo para esperar unos meses. Pero luego recordó también el estruendo de las aguas y las rocas desprendidas más arriba y el alud de tierra que los arrancó espantados esa noche de la casa.
La barda debía construirla con tiempo y además se lo había prometido a Sonia. Se lo había prometido sin que ella se lo pidiera. ¿O no se lo había prometido? Ya no lo recordaba. Resignado se acomodó en la fila. El hombre que le precedía era bajo y traía un sombrero jarocho, de anchas alas, de palma. La punta del ala se le clavaba a veces entre los omóplatos y lo inmovilizaba en el ya reducido espacio que ocupaba. Quería volverse y explicar al hombre lo del sombrero, pero luego pensó que tal vez no lo entendería y que a su vez tendría que pedir más lugar y estirar la fila hacia atrás. Sentía que la fila presionaba desde la calle en un movimiento convulso de ofidio y trató de imaginarse una culebra en marcha atrás. No pudo; sintió de nuevo que el ala del sombrero se le metía en el hueso de la paletilla y a propósito se recargó contra él. El hombre dijo algo a su espalda y se enderezó el sombrero. De reojo miró brevemente. Su rostro chorreaba sudor, era muy moreno y usaba unos bigotes caídos que le daban un aspecto feroz. La mujer de adelante dio un paso con demasiada energía y llegó a recargarse contra la espalda que la enfrentaba. Antonio siguió el paso de la mujer y llenó el hueco donde antes había estado ella. Allí caía uno de los cuatro trozos de sol y sintió ese lado de la cara y la oreja llenos de un nuevo calor, quemante. Uno de los hombres gordos había desaparecido de la fila y el otro había metido un ojo en un hueco de la ventanilla. El vidrio se empañaba frente a su boca y apenas callaba, el vaho desaparecía consumido por el calor. La alta temperatura y el aire viciado hacían que todo transcurriera más lentamente, como si ellos en la fila y los empleados estuvieran metidos en un cubo de transparente gelatina. No podía abandonar esa idea que se le había metido en el cerebro repentinamente. También pensaba que al salir de allí esos lentos y torpes movimientos seguirían con él hasta el cerro. Los burros entonces serían más rápidos que él mismo y tendría trabajo para alcanzarlos por el monte.
La mujer llenaba la ventanilla con su ropa negra y con una voz profunda explicaba su petición al empleado. No podía verla pero la sentía atropellarse hablando. Acomodaba el chal que se había corrido de sus hombros y luego se ayudaba con las manos para aclarar algún punto. El empleado la escuchaba con un aire condescendiente y trataba de dirigir su mirada a otra parte para no ver el vaho que la boca de la mujer dejaba en el vidrio de la ventanilla. Desapareció por un momento y consultó unos archivos y al regresar movió la cabeza negativamente. La mujer se quedó callada un momento y volvió a insistir y a empañar el vidrio con su aliento. El hombre se obstinó negando y le pidió que dejara circular la fila.
Cuando Antonio llegó a la ventanilla el empleado aplicó su oreja en el hueco del vidrio y se aprestó a escuchar. La voz de Antonio rebotaba en el cristal y se metía apagada en el hueco. Recordó la oreja del cura en la casilla del confesionario. La oreja del cura era rosada en el lóbulo y en asa y parecía querer escaparse de la cabeza. La de este hombre era peluda y morena y había un trozo de cerilla metida en un recodo del pabellón.
Le dijo lo del peligro de la casa en la cañada, el caudal del desfiladero y las rocas que arrastraban las lluvias en el verano y la seguridad de su familia.
-Solicitud y copias del predial, pase a la siguiente venta¬nilla-. Vio cómo desaparecía tras un biombo mientras él se deslizaba a la otra ventanilla. Sus ojos no se habían despegado del biombo. En algún tiempo había sido hermoso. Ahora sólo quedaban de él algunos tallados que habían resistido el tiempo y el comején. Desde donde se encontraba podía ver las huellas de la polilla y el comején en la madera como la cara surcada de alguien picado de viruelas. El biombo se movió y apareció un tipo de bigotes. Pensó que lo conocía de alguna parte, había una cosa familiar en él. Otra vez explicó todo y también cómo lo había atendido ese otro señor en la primera ventanilla.
- Copia de solicitud y copias de escritura y pase por dentro al escritorio-.
Atravesó una pequeña puerta y se encontró frente al escritorio. El empleado de los bigotes había ido también tras el biombo y mientras esperó a que alguien llegara a atenderlo volvió a dirigir su mirada al biombo. Desde allí los tallados eran más claros. A pesar del deterioro del tiempo vio que era un trabajo hecho con mucha delicadeza.
Era una figura oval con exteriores acordonados y en el centro, suspendido en una nube, un cupido estiraba su arco. Cuando dirigió su mirada a la esquina del biombo vio aparecer a un hombre, bigotudo como el anterior pero con unas cejas gruesas e hirsutas. Otra vez pensó en un aire familiar pero lo achacó al cansancio de esa larga mañana. La voz sí que era parecida a la de los otros empleados, aunque reflexionó que ellos, que manejan (anta gente, atienden tantos asuntos intrincados, y se meten a resolver el problema de todo el inundo terminaban con una misma voz. Este le escuchó con atención y aunque no había ventanilla que los separara presentaba su oreja para escucharle. También era una oreja velluda con restos de cerilla en los repliegues caprichosos. Quizás de escuchar a toda la gente terminaban pareciéndose, como las manos del hombre de campo encallecidas en el mismo lugar por el uso diario de la misma herramienta. Le hablaba con lentitud pero no demasiado despacio. Había observado que cuando su voz se alzaba la oreja se retiraba un poco y el hombre volvía su rostro y le miraba con lo blanco del ojo. Así es que moduló a un solo tono para que sus explicaciones llegaran mejor a la cabeza cuya entrada peluda estaba frente a él. Mientras hablaba había visto que del interior de la oreja caía un trozo redondo de cerilla y los pelos se estremecieron al dejarlo pasar. El hombre cambió de posición y le presentó la otra oreja, llena de vellos largos y negros como la otra. Vio cómo el índice gordo se metía en la oreja oculta a su mirada y mientras se agitaba en ella producía un ruido apagado. Esta otra oreja no tenía rastros de cerilla y pensaba que sus explicaciones llegaban más libremente al interior. Rogó porque todo concluyera rápidamente y pudiera tener el permiso y regresar al corral con sus dos burros. Uno de los bigotes del empleado se había caído de la punta mientras el otro permanecía erguido y aplastado contra la mejilla. Cuando terminó de hablar sintió más calor que hacía un rato, y vio a los cuatro rayos de sol que alumbraban rostros nuevos en la fila que aún nacía de la puerta o desde antes y esperaban en la ventanilla. Allí ahora no había nadie, nadie más en la sala que el hombre bigotudo que le atendía.
- Planos de barda y copias, pase al otro escritorio es¬cuchó que le decía -.
En el otro escritorio tampoco había nadie. El empleado con sus bigotes y sus cejas hirsutas había ido también tras el biombo. La gente que había estado esperando en las bancas del fondo de la sala había empezado a retirarse, también los que se habían recostado contra la pared. Se veía más grande la sala, apenas cortada en dos por la fila del cienpiés que llegaba apretujada hasta la ventanilla. En medio reconoció a los dos hombres gordos y las mujeres vestidas de negro; el sol empezaba a iluminarlos por sobre sus cabezas y en el rayo amarillo danzaban minúsculas partículas de polvo. Todos permanecían en un absoluto silencio y el tic tac del reloj de pared lo rompía segundo a segundo. Surgido desde detrás del biombo apareció el empleado que lo atendería. No se dirigió a él, sino que se fue hasta la ventanilla y bajó una puerta de madera que cerraba los dos huecos y por donde tenía la lectura de "CERRADO". Luego giró hasta donde él se encontraba. Vio que su cara estaba oculta por una barba negra y unos bigotes inmensos. Las cejas se alzaban tapando sus ojos y cubrían parte de su frente. Lo único visible era la punta de la nariz que emergía como la proa de un barco entre esa maraña de pelos. Cuando la gente vio caer la ventanilla empezó a irse y el cienpiés se desarmaba a pedazos hasta despejar la sala. Sólo quedaron él y el empleado que le miraba con obstinación.
- Ya cerramos, señor. Puede regresar mañana. Antonio no dijo nada y se caló el sombrero y traspasó la puertecilla del mostrador. Antes de salir, vio que el empleado tomaba una punta de sus cejas y tiraba de ella hasta desprenderla. Luego hizo lo mismo con la otra. Enseguida la barba y los bigotes siguieron la misma suerte hasta que reconoció al primer empleado de la ventanilla. Lentamente salió de la sala que hasta el sol había abandonado. En la calle también oscurecía. Tuvo conciencia de que la modorra del cienpiés aún lo poseía y alargó el paso. Al segundo intento sus piernas cubrieron un espacio mayor. Ahora estiró sus brazos. Primero uno y luego el otro. Movió los hombres, el cuello, flexionó largamente las piernas y enseguida se lanzó a correr. Sus narices dilatadas tomaban vivamente el aire y su cuerpo empezaba a responder circulando con fuerza su sangre. Siguió corriendo cada vez a mayor velocidad mientras una alegría intensa empezaba a invadirlo. Aún presionó su cuerpo para un esfuerzo supremo que no pararía hasta llegar al cerro.
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