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pedrofuentesriquelme

Cuento: Coti


CUENTO VILLANO: COTI


El sargento entra al poblado a tranco largo de su caballo, de alta alzada, mitad árabe mitad inglés. Como es zurdo, su sable cuelga al lado derecho y a veces golpea el estribo metálico de la montura inglesa de reglamento. A pocos pasos le siguen dos carabineros, con las armas cruzadas a la espalda. Es un tipo algo y fuerte, de mirada vacía bajo los párpados abotagados.

Van entrando al villorrio después de vigilar un tiempo las carretas que bajan al pueblo cruzando el río, en la balsa. Dos carretas han llegado sin las respectivas placas de circulación; a pesar de las protestas de los dos campesinos, los envió al Municipio a cumplir con el pago, escoltados por una pareja de carabineros. Ahora se acerca a la primera casa del villorrio. Es una casa de madera tinglada, de tres pisos, con una gran puerta en el último, la vía de escape cuando las aguas del río entran en la región. Enfrente de la casa tira de la rienda y el animal se acerca a un varón de eucaliptus en donde fija luego la reata, unida al freno. A desmontado entre crujidos del cuero de la silla, sus propias correas, el cinturón que sostiene la cartuchera del Colt treinta y ocho y las polainas de suela, fijas con clips metálicos.

La puerta de la casa está entreabierta y al abrir descubre la cocina repleta de ropa colgada. Sólo al centro está libre un pequeño espacio para una mesa rectangular con cuatro sillas. El sargento suspira y se sienta en una de las sillas. Del bolsillo de su uniforme ha sacado un paquete de cigarrillos del cual toma uno y enciende. Cuando sus manos ahuecan la llama del cerillo, cubriendo su cara rojiza, entra la dueña de casa, con una canasta de ropa mojada sobre el moño que protege su cabeza. Un brazo de ella cuelga libremente y el otro sostiene la canasta por el borde cuando el sargento la fija en sus ojos entrecerrados por el humo: “ésta sí es una hembra, parece una escultura con su piel dorada y su pelo negro”.

- ¿Se puede saber que hace usted en mi casa, sargento? ¿Y con toda esa gente armada? -.

La mujer ha dejado la canasta y mientras habla inicia el tendido de la ropa en los cordeles vacíos de la cocina. Aunque ha hablado con calma una ira casi incontrolable la agita.

- No te enojes Coti, sólo pasé a descansar un momento y a conversar contigo -.

- Conmigo no tiene nada que conversar. Y para usted soy doña Coti o señora Coti. Su tute déjelo para otros “casos” de su pesquisa -.

- Me gustas por brava e independiente, Coti. Si me hicieras caso no estarías con este trabajo. Lavando ropa ajena por una miseria. Yo te puedo poner como una reina. Hasta podrías vender comida en tu casa, y algo de vino -.

- ¿Me está proponiendo un negocio clandestino, sargento? – le ha preguntado con una voz calmada y fría.

- Todo lo que te pido es ser tu amigo -.

- Amigo de noche… ¿y en la noche de qué días? - le responde con voz cargada de ironía – porque usted no se conforma con una mujer, sargento, el pueblo se le va haciendo chico. Ahora abandone mi casa, a no ser que traiga una orden de allanamiento. En ese caso, me la muestra -.

Cuando terminó de hablar se había afirmado de la tranca de la puerta, con sus dos manos, esperando la reacción del sargento. - ¡Ojala me dé un motivo, cualquiera, y le parto la cabeza a este animal! -.

El sargento se levantó lentamente, entre crujidos de sus correas y las polainas brillosas.

- Cometes un error, Coti; yo no suplico mucho tiempo – había observado a la mujer, con sus manos largas y fuertes sosteniendo el travesaño y no tenía ninguna duda que le llegaría un trancazo al menor gesto de acercamiento. Y luego, sin despedirse, abandonó la casa y se lanzó a un trote corto por la calle principal del villorrio.

Cuando pasaban bajo el puente que era la vía de escape en invierno, y la calle entablonada de descarga de gentes y mercancías, le llegó una pedrada en la espalda y otra a la cabeza de su caballo. Los dos carabineros habían recibido otras tantas.

Enfurecido por la actitud de la Coti, estas pedradas le dieron el pretexto para desatar su enojo. Caracoleó el caballo e igual hicieron sus subordinados buscando con la mirada a los atacantes. Pero el puente se veía vacío y ni siquiera por las juntas de los tablones se observaba a alguien.

- ¡Villanos de mierda! ¡Si de mí dependiera…! – furiosos y enardecidos iniciaron un galope corto, camino a la estación del ferrocarril para tomar la subida hasta el pueblo y el cuartel.

Cuando el sargento abandonó su casa, la Coti había terminado de tender la ropa que había apaleado en la roca del río. Nunca lavaba en el muelle. Aunque allí las bazas enormes permitían golpear la ropa con mayor comodidad. En la roca era libre y dueña de sus movimientos. Su cuerpo llevaba libremente el compás de la paleta de madera sobre sábanas y colchas dobladas; en esos momentos era una parte viva del río, con el agua a media pierna, en la danza solitaria de todos los días.

Bajo el muelle era blanco de las miradas de los tripulantes de los barcos o de pasajeros curiosos. Ella sabía que su cuerpo atraía. No era su culpa. Dios le dio lo que tenía y, lo mejor, su resistencia para enfrentar el duro trabajo de lavandera. El sargento no era el único interesado en ella. El sueco Olsen, el fogonero del barco a rueda, sacaba una concertina y le enviaba mensajes tristes con su música. El sueco es un gigantón alto y rubio. A veces se lo imagina con un casco de vikingo en la proa de una barca estilizada. Tiene un aire y mirada de niño. De alguna manera, el sueco le llega junto con su música y, al pensar en él, por su pecho se extiende un calorcillo en oleadas. Cuando a veces se cruzan por la vereda junto al río, ella mantiene una mirada indiferente en la lejanía, tal vez para no caer en la trampa de sus ojos azules, desteñidos.

La cocina se ha llenado de colores. La ropa recibe el calor de la estufa a leña y un vapor lento escapa de las ropas mojadas. Le espera una larga noche, y una pelea invisible bajo la plancha caliente contra las arrugas en la ropa de algodón, de lana o de seda.

Poco después de la medianoche terminó la última pieza de planchar; un suspiro de alivio escapa de su pecho y casi a trastabillones llega a su cuarto y se duerme sin cubrirse. A eso de las cuatro la Coti se despertó calada de frío; se había dormido con todo y ropas sobre la cama; esta vez se desvistió hasta que el cuerpo dorado quedó dibujado, solo un poco más claro contra las sombras del dormitorio; enseguida tomó el despertador y colocó la alarma a las seis.

Adrián, el hijo de la Coti, se levanta temprano; junto con otros chicos llegan hasta el cruce de la lancha de transporte; allí esperan la llegada de los agricultores con sus carretas cargadas de trigo u otros productos; ellos esperan convencer a alguno de vender sus productos a las bodegas compradoras del villorrio, en donde los comisionan; mientras aparecen los clientes, algunos se lanzan al río y nadan unos cien metros y luego retornan a la orilla; el agua está tibia en la madrugada y el río hinchado por la alta marea. Es un verano libre de chubascos y el sol de esta mañana ilumina el perfil de la cordillera como aserrado.

Hasta las seis no apareció ni una sola carreta y los muchachos se retiraron a sus casas; tenían una hora para acarrear agua a sus respectivos hogares y luego el desayuno los que tenían; los otros lo harían en la escuela: un tostado molido en forma de harina gruesa, de trigo con miel, y una cucharada sopera de aceite de hígado de bacalao; muchos vomitan, pero el maestro les repite la dosis hasta que se controlan.

Adrián llegó a su casa y no escuchó el ajetreo de su madre por la cocina. Por un momento pensó que habría ido al río por agua para el desayuno; entonces encendió la estufa con pequeños trozos de astillas secas y fue agregando otras mayores hasta que se formó una llama fuerte y pudo meter los troncos de ramas aserradas. Cuando el fuego estuvo encendido llenó la tetera en el cubo de la reserva y la colocó sobre la plancha de la estufa. En ese momento observó el balde de acarrear agua desde el río y dedujo que su madre dormía.

- Levántate Coti – le dice meciéndola de un hombro – me voy a la escuela en unos minutos -.

La Coti se despertó atarantada, con los ojos aún hinchados de sueño.

- Espérame mientras me visto, hijo. Me voy contigo hasta el pueblo; me ayudas hasta la casa del sastre porque debemos entregar su ropa -. Este pensamiento terminó de despertarla y pronto el agua de la ducha le quita los últimos restos de fatiga.

La mujer del sastre es una muchacha joven y dicharachera. Su marido también es joven pero pasa demasiado tiempo con los amigos y muchas noches se le va en vela, esperando. Esta mañana le entregará su ropa limpia y no dirá nada de los vidrios rotos en el bolsillo de su pantalón. Ni de dos camisas manchadas con rouge subido de tono. Un rouge que ella no usa y que, por lo menos, nunca le ha visto usarlo. De su boca no sale nada de lo que se lee en la ropa sucia. La gente es descuidada, o no le importa.

Los vidrios en la ropa del sastre son parte de su leyenda y su misterio: un día de fiesta entre amigos se comió las rosas que adornaban la mesa y eran orgullo de la dueña de casa. No solo fueron las rosas; también los tallos espinudos. Cuando terminaron las risas de los amigos y las muy forzadas de la anfitriona, cogió el vaso para el vino blanco y después de beberlo inició lentamente la masticación del vidrio hasta llegar al borde grueso del fondo. Entonces dijo:

- Nunca he podido digerir el poto de los vasos – y se guardó los restos en el bolsillo.

Nunca más fue invitado a esa casa y la señora aún cuenta la historia aunque ocurrió hace tiempo, cuando el sastre era soltero y recién llegado al pueblo. Y no era exhibicionismo, simplemente lo hacía cuando la euforia del licor llegaba a un nivel que controlaba su cuerpo para esa faena.

Al toque del timbre apareció una chica rubia, de trenzas largas. Vestía una bata acolchada de color azul:

- Qué madrugadora Coti – le dice mientras la invita a pasar con un gesto. La Coti deja su bolsa de ropa en el piso y toma la de Adrián que regresa corriendo a su escuela.

La dueña de casa intenta tomar una bolsa y lanza un quejido:

- ¿Cómo puedes con esta bolsa, Coti, desde tu barrio y subiendo esas largas escaleras de la estación? -.

- Doña Carla, ese es un misterio que no le conviene descubrir en este momento; tiene muchos ingredientes pero, entre otras cosas, me mantiene bien en cuerpo y espíritu -. En su respuesta no había ni una sombra de ironía.

La joven no entendió mucho pero al hacer cuentas le dio un generoso extra junto con una sonrisa culpable.

- Y ahora Coti – le dijo – le preparo el desayuno a mi faquir. Tiene que estar en el juzgado, a las diez -.

Tuvo la idea de preguntarle: ¿sopa de botellas, ensalada de vasos, un café turco con vidrio molido? Pero sólo se despidió muy seria:

- Hasta la otra semana, doña Carla, y gracias por el extra -.

Ella también irá al juzgado; sólo que a las nueve. Las tiendas del pueblo recién abren sus puertas y se aprovisionará por los próximos quince días.

El cuartel de carabineros es un viejo edificio de madera, pintado de verde, y huele a bosta de caballo, y el ácido de los animales sudados; las pesebreras están un nivel más bajo y el viento que entra por el río, eleva el olor hasta las oficinas y el cuarto del juzgado local, a un costado.

La Coti llegó antes de las ocho treinta; al informarse de los horarios se enteró de que el juez empieza a recibir a las diez. Por un rato se entretuvo escuchando los ruidos que escapan de la escuela que queda enfrente: desde el monótono repetir de las lecciones de los primeros años hasta las voces de mando de los ejercicios a los Boy Scouts y sus juramentos a brazo alzado:

- ¡Juro por mi honor, acatar la Constitución, las leyes, y las autoridades de la República. Juro además, amar y defender, con mi vida, la bandera de mi Patria, símbolo de esta tierra nuestra, y expresión de libertad, justicia y democracia! -.

Las voces juveniles se alzan en el aire de la mañana desde algún patio de la escuela e invaden el cuartel y se esparcen por las calles inmediatas.

El juramento la llena de una manera extraña. Le levanta el ánimo y la hace sentir parte de todo y de cualquier lugar, de cualquier trozo de la nación. Su Adrián es uno de los chicos de las brigadas de Boy Scouts; ha destacado en los campamentos, en la construcción de puentes de cuerda utilizando los báculos y en el ejercicio diario de los principios de Baden Baden. Este es su último año en esta escuela, es Decurión y quiere ser el mejor Decurión que jamás haya tenido esta Brigada. Ella lo mira y se emociona; en su rostro se marca la satisfacción mirando su estatura elevada para su edad, metido en su uniforme verde olivo, con el sombrero alón armado en toldo y el báculo de dos metros con regatón de acero. Cuando la ve le hace el saludo reglamentario; el pulgar sobre el dedo meñique; - “¡Protección a los débiles!” – la ilustra, inflando el pecho, lleno de orgullo.

A las nueve caminaba frente a la escuela. Una escuela blanca de grandes ventanales, con gimnasios cerrados para ejercicio y deportes. El sueño de los chicos del pueblo y los hijos de campesinos y de araucanos de la región. Y el sueño de un Presidente que tuvo como lema: “Gobernar es Educar”. Cuando regresó al juzgado se habían iniciado las audiencias y esperó pacientemente su turno.

La sala de espera del tribunal tiene bancas de madera pintadas color café oscuro sobre armazones de fierro fundido. Al centro tiene una leyenda que dice “Propiedad de la Nación”. Algunos campesinos esperan, como ella, el turno para ser atendidos. Nadie habla y por la ventana se cuela el sol de la mañana. En un rincón duerme un campesino y, a sus pies, hace lo mismo su perro labrador, negro, con una pata blanca. En un momento, el labrador semidormido, bosteza y suelta un pedo que llena la sala de fetidez. El campesino se ha despertado con el estruendo y el olor; su pié golpea el perro en las costillas y lo obliga a abandonar el lugar; el hombre le ha hablado al perro como si fuera un cristiano:

- ¿Te costaba mucho trabajo salir a la calle a tus asuntos, perro huevón? -. Y en voz baja pero muy enojado le lanza insultos hasta que el labrador abandona la sala, aburrido, y busca en la calle un árbol para su última necesidad.

Algunas mujeres y otros hombres esperan. Cuando escucha su nombre la Coti cruza la puerta:

“Primera vez que vengo a un juzgado. ¿Cómo será el Juez?”. Sólo puede imaginarlo: enojón y cejudo, con una gran melena y pelos largos que le sobresalen de la nariz y las orejas velludas”.

Al entrar, lo primero que vio fue al Secretario frente a una vieja máquina de escribir Underwood y, tras un biombo, el estrado del Juez. No tenía una gran melena ni era cejudo; sin pelos en la nariz ni en las orejas. Le sonreía y la invitó a tomar asiento en la banca que quedaba frente a él.

- Usted me dirá, doña Coti. Le escucho.

El Juez era el faquir, el sastre y esposo de doña Carla. Ella lo conoció en su casa cuando fue algunas veces a dejar ropa limpia o a recoger la sucia. Incluso en su propia casa lo tuvo alguna vez en que acompañó a su mujer por ropa urgente. Es un tipo joven y bien plantado. Y tiene un aire franco que invita a las confidencias. Ella mira, antes de hablar, al Secretario; el Juez, interpretando su mirada le aclara con voz impostada y tono confidencial:

- Lo que aquí se habla, doña Coti, no sale de las tres Américas… -.

El Secretario empieza a reír con los labios cerrados; no quiere mostrar a esa mujer bella los huecos entre sus dientes.

- Es una broma, doña Coti, le aclara el Juez. En el momento en que usted entró aquí está bajo protección del tribunal y lo que diga es parte del secreto de la investigación. Hable tranquila y sin apuro -.

- Tengo una queja contra el sargento Quinto, señor Juez – y queda pensando en cómo resumir la provocación.

- Usted me dirá, doña Coti. Tómese su tiempo -.

- Este hombre entró a mi casa en mi ausencia el día de ayer. Me propuso cohabitar y a cambio cierta libertad para expender alcohol bajo su protección. Lo obligué a abandonar mi casa y pensé que debo denunciar el hecho para evitar cualquier presión o intento de insistencia en el futuro.

- Ha hecho muy bien doña Coti. El Secretario ha tomado nota de su declaración y sólo debe firmar para un careo en este mismo tribunal ¿puede venir mañana a la misma hora? Entonces aquí la espero. Y tenga la seguridad de que esto no volverá a suceder ni a usted ni a nadie. Y gracias por denunciar esta situación. Mucha gente calla y de esta manera se convierten en cómplices del delito, hasta que eso estalla y ocurre lo peor. ¡Buenos días, doña Coti y hasta mañana a las diez!

Cuando salió del juzgado se sentía aliviada; también dispuesta a pelear por su dignidad y su derecho a vivir libre, tranquila y sola, si esa era su voluntad. Con esa nueva confianza caminó hasta la tienda a recoger sus compras e iniciar el regreso a casa.

Por la mañana despachó a Adrián a su escuela; a eso de las ocho terminaba su desayuno cuando oyó la sirena del barco de ruedas. Allí vendría el sueco Olsen alimentando la caldera; en unos treinta minutos el barco golpearía ligeramente el muelle, lanzado por la maniobra lenta de las ruedas en que giran las enormes paletas rojas; para entonces ella estará camino al juzgado, y luego frente a la cara adiposa del sargento.

A las diez en punto estaba entrando al juzgado. El secretario la invitó a pasar y vio en una de las bancas frente al juez, al sargento Quinto.

- ¡Secretario, dé lectura a la declaración de doña Coti, el día de ayer! - el Juez estaba muy tranquilo y aparentemente absorbido en la lectura del Secretario; cuando hubo terminado se dirigió al sargento:

- Déme su versión de los hechos, sargento. Según esta lectura está configurado el delito de allanamiento sin orden competente, insulto a la dignidad de una persona, amenaza e instigación a comercio delictivo -.

- Usted no tiene competencia para juzgarme Juez – el sargento no podía dejar de ver al sastre investido de esa autoridad.

- Para su conocimiento, sargento: cuando se dirija a mí soy “señor Juez” y deje en el escritorio del secretario su Colt y su sable. En cuanto a mi competencia, usted es bastante viejo en su cargo para saber que mi autoridad civil está por encima del cuerpo de carabineros. Igual podría estar aquí su Teniente o cualquier otro grado. Mi autoridad civil, toda la civilidad hace posible que la policía funcione como un cuerpo de orden público. ¿Se imagina lo contrario? ¿La población al servicio de un sable, una pistola y sin el valor o los valores civiles? No me vea como el sastre de la ciudad, sargento. Soy la investidura por elección de mi pueblo para el funcionamiento y aplicación de la ley. Y esta es pareja, para todos los ciudadanos y así aplicada, el reclamo popular la convierte en un axioma: “la ley pareja no es dura” -.

Usted lo sabe pero no quiere aceptarlo. A usted se le está juzgando porque fue más allá de su autoridad; y mientras yo tenga este mandato nadie se toma ninguna forma de poder en su mano. Casi todos los días escucho el juramento de los Boy Scouts, en el patio de la escuela, enfrente. Le sugiero escucharlo y entenderlo.

El rojo del rostro del sargento había variado a violeta encendido; vaciló un momento y es levantó para dejar sus armas en el escritorio del Secretario. Cuando hubo regresado a su lugar en la banca le habló al Juez:

- Señor Juez – le dice – en este barrio nos apedrearon y debemos tener mano firme para controlar desmanes -.

- Lo que afirma, sargento, no tiene nada que ver con este asunto. Si no aclara los hechos, se da por aceptada la denuncia de la señora Coti. Por ahora tiene suspensión de noventa días, separado de su cargo, mientras se envía esta denuncia a la Fiscalía Militar. Sus armas son requisadas por este tribunal y quedan en resguardo hasta el fallo final -.

Cuando el sargento abandonó la sala, el Juez le pidió salir al Secretario, por un momento, y quedó a solas con la Coti.

- Esto ya estuvo, doña Coti – y se quedó mirando con aire conocedor su rostro finamente dibujado y el cuerpo escultural bajo el largo vestido de verano – claro que usted sólo por presencia, es una amenaza pública doña; ¿Cuántos años tiene, si no es indiscreción?

- Es indiscreción, señor Juez. Pero no lo considero un secreto: cumplo treinta el mes que viene -.

- La pregunta no es oficial y no me mire ni trate ahora como “señor Juez”. Estaba pensando en el sargento y en mí mismo. Yo soy Juez por un día, por así decirlo, luego habrá otro ciudadano cumpliendo esta función. Lo importante para la salud de nuestra sociedad, hasta ahora lo bastante injusta con muchos de sus hijos, es mantener el contacto sin reservas con la ley. Sólo de esa manera se puede mantener viva y fuerte nuestra democracia y la posibilidad día a día de mejorarla ¿le parece? -.

- De parecerme, sí me parece, aunque siento que nos queda un largo camino para el día de la oportunidad para todos -.

- Eso ya es otro asunto, mi querida señora. Entre civiles también hay pescados podridos que se oponen a ese ideal: la usura, el robo encubierto, la corrupción, mucha vileza y bajeza se arrastra entre muchos civiles. Y contra todo eso hay que luchar; como usted lo hizo ahora, defendiendo sus derechos constitucionales. ¡Usted es una chilena de primera, doña Coti! Venga con nosotros el sábado a tomar once, a las cinco. Carla es muy buena cocinando pasteles y galletas. Venga con su hijo y conversaremos largo -.

- ¿Me promete comerse la taza del té? Usted es un héroe para mi hijo Adrián -.

- Solo he llegado a masticar un vaso. Un vaso fino de paredes delgadas y cuerpo transparente – mientras habla ha hecho la mímica de saborear un plato exquisito - ¿me creerá si le digo que en esos momentos yo no soy yo? Además de achispado pierdo la noción del lugar, y la acción. Como si estuviera en medio o fuera del tiempo. Nadie me lo cree – y pone un falso aire compungido – tal vez me posesiona un faquir. Pero un día despertaré en medio de una comilona de copas y descubriré ese hindú que habita en mis sombras.

- ¡La esperamos el sábado, doña Coti! -.

Cuando abandonó el juzgado eran pasadas loas doce y pronto escuchó, a sus espaldas, la chiquillería que abandonaba la escuela entre carreras. A dos cuadras empezaba la larga escalera de durmientes y aún no llegaba allí cuando una voz conocida la saludó:

- ¡Hola Coti! – y después un brazo delgado y fuerte envolvió su cintura.

Abajo se divisaba el río alborotado por un barco carguero, los eucaliptus que se mecían y la villa llena de actividad. Aún abarcando todo eso en sus pupilas levantó su brazo y lo cruzó sobre los hombros de su hijo, y bajaron cantando las viejas escaleras de pellín.

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