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pedrofuentesriquelme

Cuento: Dos Viejos


CUENTO VILLANO: DOS VIEJOS




La casa de los viejos es la última antes del muelle. Viven solos, añorando al hijo que nunca tuvieron. El, ahora, es zapatero remendón y su mujer mantiene una pequeña miscelánea surtida de todos los pequeños productos que puede utilizar una familia en un barrio pobre. El único artículo propiamente de lujo que expenden, son los cigarrillos importados y algunos de marcas nacionales de valor semejante. La clientela de esos cigarrillos son los agricultores y comerciantes que diariamente se afanan por el villorrio en busca de compradores o vendedores o los fumadores compulsivos que corren a abordar los barcos que combinan sus horarios con el ferrocarril. La casa está construida a un metro de altura de la vereda, sobre el canal de poca profundidad que desagua la laguna cercana, en dirección al río.

El taller del zapatero es una mesa de menos de un metro cuadrado con pequeños compartimientos que separan estaquillas, clavos y tachuelas de todos los tamaños. Al lado de su silla de patas cortas, se levanta un pequeño tronco de diez pulgadas que queda a la altura de sus rodillas cuando trabaja. La pata maestra, de hierro, que contiene la horma de calzado de hombre y mujer, descansa generalmente sobre esa base. Todo esto lo tiene instalado a la entrada de su casa, con dos puertas de acceso a la miscelánea. Por el hueco de una de las puertas y la ventana domina toda la actividad del barrio, mientras se afana con las reparaciones de calzado. Todo lo ve de reojo, como una película interminable en que conoce todos los actores y, a veces, puede anticipar lo que sucederá en el próximo capítulo, como si dominara o fuera el señor del tiempo.



En verano cierran las puertas a las veintidós horas, aún con sol y, en invierno, a las diecinueve, después que los pasajeros del último tren corrieron sobre los tablones a lo ancho de su casa, rumbo a los barcos. La rutina continúa adentro, a puertas cerradas.

- Hoy vendí veinticinco pesos, viejo, ¿y tú? ¿Cómo fue tu día? -.

- Ya sabes mujer, lo mío no es de todos los días. Un día me llegan con calzado para entregar en la tarde y luego me los dejan tres días. Creo que voy a empezar a pedir cincuenta por ciento de anticipo por los trabajos -.

- ¿Te vas haciendo capitalista, viejo? La mujer lo mira y ríe mientras prepara un mate. Luego deja de mirarlo cuando el hombre empieza a toser y hace esfuerzos desesperados tratando de liberar las vías respiratorias de la flema de la silicosis. Cuando la crisis ha pasado le acerca una olla pequeña en la que siempre hierve hojas nuevas de eucaliptus. Las nuevas son las más resinosas y sueltan rápidamente el mentol que le permitirá rehacerse por esa noche. El de hoy ha sido un ataque leve. Cuando empiezan las lluvias y la humedad ambiente se incrementa, la tos se le hace insoportable, hasta tumbarlo en la cama. Por eso maldice calladamente la lluvia que es parte del universo del barrio, con su cortina de agua interminable, por meses, apenas se inicia el otoño.

- Lo único capitalista en mí es esta silicosis… - le contesta cuando sus vías respiratorias han vuelto a normalizar su función. Y a los pocos minutos - … malditas minas… y pensar que siguen la explotación sin protección… y que la gente se sigue enganchando… - y junto con las exclamaciones no puede evitar que una furia cerrada y silenciosa acompañe sus palabras.

- Alguien tiene que sacar el carbón, de todas maneras… y el trabajo no sobra en ningún lado. La guerra en España va mal para los republicanos… y la crisis no ceja.



- La verdad es que los pobres simplemente estamos jodidos -.

- No tan jodidos, viejo, - le dice ella alegremente – hoy vendimos veinticinco pesos de la tiendita, sin sumar los almuerzos del mediodía. No te apures, sigue con tus zapatos y a lo mejor hasta podremos comprar tu máquina de coser cuero este fin de año. Lo único que no arranca son las ventas del diario. Pero eso ya sabemos que es lento. Tampoco nos vamos a echar a morir por ello. Y por mientras empieza con este mate con menta. Ya estoy calentando unos panes, con un poco de color y ajos fritos… y continúa detallando cada paso del magro alimento que cenarán esa noche.



- Volviendo con lo del diario – dice él, mientras arrastra la voz cargada de flema – Santiaguito Fonseca compró uno hoy y seguro que ese ejemplar se va a pasear por los campos… hasta viene una noticia de su hermano Ricardo…

- Mientras no sólo sea paseo… ya ves que toda la gente es tan apegada a sus tierras, a sus cosas.

- Pero también hay latifundios con mucha gente explotada, mujer… como el de la Olguita, con sus cuarenta mil hectáreas ociosas. Sus inquilinos no son pareceleros como la gente de aquí, viven pegados a la miseria que les reparte su patrona. Los parceleros son apegados a sus tierras porque las pagaron al gobierno y han dejado a dos generaciones en ellas. Y aunque son pequeñas parcelas le han dado a esta provincia el título de “Granero de Chile”. Con toda razón, están orgullosos de sus tierras y sus bienes. El campo para ellos es su sangre. Es muy distinto el latifundista que ganó tierras fiscales gratis a los gobiernos, corriendo cercas contra tierras araucanas con la bendición del Juez de Indios. Y volviendo a los parceleros, el trabajo de campo es de sol a sol… y sin festivos -.

- Y el de los mineros – dice ella como siguiendo su pensamiento – es de noche a noche. Así te conocí, viejo – le recuerda. – Hasta que te liquidaron por la silicosis. Con una pensión de nada, pensión de hambre -.

- Por eso me hice zapatero, mujer. Aquí no nos ha ido tan mal como en las minas -.

- Pero tú ya estás jodido. Y yo no tendré paz hasta que la compañía pague todo lo que tiene que pagar: ¡a los mineros novatos y a los viejos! -.



- Tenemos para rato, vieja… -.

- Quizás no tan para rato. El diario habla de los soviéticos. Reventando de hambre y sacrificio pero van saliendo. ¿Te imaginas qué lindo sería vivir en el país de los trabajadores? Ellos dicen que no pararán hasta llegar a las estrellas… -.

- Si los dejan, vieja. No creas que es sólo sacrificio y trabajar duro. Hay muchos intereses de por medio y mucha ceguera de nosotros mismos, y mucha ignorancia para ver y apoyar… -.

- Esta tarde todo lo ves negro, Juan. Ven a ver la chiquillería cómo trabaja con las yeguas de los corrales -.

El viejo se le acerca y espía con ella, por entre las rendijas de protección de madera de la ventana, la chiquillería que lecha las yeguas. Son los animales de los campesinos rezagados de esa tarde que han dejado en el corral de la gran bodega compradora de los españoles.

Los muchachos manean las yeguas recién paridas y apartan los potrillos para obtener un poco de leche. En poco tiempo han realizado su faena y se retiran limpiándose los labios con la manga de la camisa o el antebrazo desnudo. Allí está el Adrián, el hijo de la Coti, que sobresale de todos por la estatura y una natural gallardía que emana su cuerpo moreno. El Pato Minos, con sus anchos hombros, El Güeñi, hijo de un carretonero, el Gordito Yánez, rechoncho, de cachetes colorados, la pequeña y rubia Erika, la hija de Marlen, pegada siempre al más pequeño, Tito, “El Torero”, flaco y nervudo, con el rostro cubierto por una mata de pelo tupido, largo y liso; su mirada alerta vigila desde detrás de la melena caída, la aparición de los campesinos por sus animales. Pero esta vez el asueto a los caballares será largo porque empieza a sonar la guitarra en casa de Marlen y se oyen risas roncas y las falsamente escandalizadas de chicas, sirviendo el vino o la cazuela humeante en los platos de greda.



Al grito engañoso del pequeño Tito de: - ¡moros en la costa! – escapan atropelladamente.

- ¡Estos muchachos…! – exclama la mujer – siento como si todos fueron míos. Con sus peleas, con sus pillerías, con sus juegos, siento como si yo misma los hubiera parido. ¡Tómate otro mate, viejo, que cuando me da por lo sentimental me sale larga! Mejor me dices porqué estás tan pesimista esta noche -.

- Siento angustia y rabia al pensar que no se cumpla el sueño de los soviéticos… -.

- Es el sueño de todos, no te apures. Saldrán adelante y, como ellos mismos lo dicen, llegarán hasta las estrellas. Y ahora a dormir que la mañana llega temprano -.

A los pocos minutos la mujer duerme, respirando suavemente el aire de la noche. El viejo la escucha mientras trata de provocar el sueño, pero su imaginación lo ha espantado y pasará largas horas en vela. Obligado por su problema respiratorio, está semilevantado en su lecho, sobre almohadas, casi sentado. Siente todos los ruidos de la noche. Desde la brisa nocturna moviendo las altas ramas de los eucaliptus que se convierten en un eco de maderas golpeadas, y bajo el piso, el agua circulando suavemente hacia el río, solo con algunos pequeños crujidos que a veces repercuten en los postes de las casas y se transmiten en la noche. Los sonidos, en ocasiones, puede identificarlos: botellas encorchadas, algún pequeño trozo de tronco, a veces ramas de arbustos arrojados más arriba en alguna laguna. La noche le permite esa compañía y también hacer cuentas de los años en este barrio y los años en el fondo de las minas de carbón. Cuando llegó al mineral la compañía inglesa, propietaria, ya estaba en crisis. En sus mejores tiempos, la rada del golfo de llenaba de barcos a vapor esperando su carga de carbón para seguir la ruta del Pacífico hasta Canadá y Alaska. Los mismos barcos chilenos abastecían los puertos de San Diego, San Francisco y, en la fiebre del oro, dejaban, desde mercancías hasta casas prefabricadas y el contingente desertor de tripulantes, afiebrados igual por el oro de California. Pero todo terminó con la apertura del canal de Panamá, un país nuevo, arrancado de territorio colombiano por las compañías gringas y el apoyo militar de su gobierno. El paso por Cabo de Hornos y el Estrecho de Magallanes se redujo tanto que el mineral sobraba y muchas minas cerraron. Quedaron las principales para abastecer la línea ferroviaria y la mercante nacional que nunca creció en importancia comercial. Más fuerte en ese tiempo fueron los faluchos maulinos y las goletas panzonas de Chiloé con sus cargas de vino, aguardiente y granos de los primeros y la lana de oveja, el pescado seco y los mariscos oreados al sol de los chilotes. Pero ellos no usaban carbón; sólo velas y músculo, el olfato marinero ancestral y la lectura de las estrellas cuando la costa se perdía de vista. Navegantes naturales, con el mar en las venas, los chilotes viven para el mar que es sólo la extensión caprichosa y movediza de la patria y también su primer regazo. Quizás por eso es tan fácil identificar un chilote: su mirada tiene el ancho del océano y el canal encantado del Gran Fiordo, con sus miles de islas atrapadas en canales más pequeños, el laberinto verde y nevado del país que luego se sumerge para aparecer en el continente antártico, ese corazón helado de Chile.



Su mujer respira suavemente y duerme. La Juana es una luchadora: fiera y decidida. En las huelgas de mineros atendía la olla común, junto a otras mujeres; rastreaban por la población la ayuda que les permitía a ellos mantener la lucha. Por la noche llegaban hasta la playa y los pescadores entregaban su carga solidaria de peces, de jaibas y mariscos, una parte como regalo y la otra al fiado, hasta cuando se pudiera aguantar. Y luego desfilar ante las oficinas de la compañía, apoyando a los dirigentes, vibrando por las demandas hasta la aparición de la policía requerida por la compañía para disolver a los huelguistas. Y aquí sí una lucha de veras, para impedir la cuña policial, amortiguar los golpes despiadados y siempre enfrentar con las manos vacías la descarga de fusilería. Y así cada año esta lucha infinita, para compensar la inflación oficial y la otra inflación, avarienta, soplada, oculta y subterránea entre pasillos oscuros en que medra la burocracia, camuflada entre los huecos de la ley, triturando con precios a mansalva el salario mísero. Son las dos mandíbulas perfectas, sincronizadas para tragar día y noche, el esfuerzo de un hombre sometido. Una máquina para matar la vida y los sentimientos, insaciable ¿se detendrá o quién la detendrá? – se pregunta, estremecido de furia.



Su Juana ahora duerme relajada, con la tranquilidad de un niño. ¿Qué tal si siempre hubiese sido zapatero remendón? ¿Y Juana con su tiendita? Probablemente como los vecinos gordos, comprando bajo norma a los pequeños y peleando precio a los compradores. Y el sólo pensarlo le estruja y le aprieta el corazón. Le avergüenza pensar en la explotación a los más débiles. Porque eso lo aprendió duramente, le costó una silicosis y veinticinco años enterrado en las negras galerías bajo el mar. El pensarlo e imaginarse en la opción de empezar en el punto exacto de su primero contrato con la carbonífera, todo su ser se estremece; luego se lanza junto al ejército silencioso y se mete a los ascensores gigantes que caen hasta los túneles húmedos; y se queda en el socavón, barreta en mano, aspirando la humedad salobre, con la presencia invisible del grisú, dispuesto a saltar como un tigre sobre las espaldas de los mineros absorbidos en la faena. Y es que su alma se quedó con ellos, en ese Amazonas indomable de la vida con su destino misterioso que nada ni nadie podrá detener, jamás.

¿Qué soñará Juana en ese momento? Tal vez con los soviéticos y su sueño de llegar a las estrellas. Porque ella es así. Cuando una idea noble llega a su corazón, crece como una semilla, y es capaz de morir por ella antes que siguiera pensar en olvidarla. Hasta ahora nunca la ha visto vencida; muchas veces cansada y rendida, con las fuerzas agotadas, como en la última huelga de los cien días, pero luego de respuesta la mínima energía, se levanta con el puño en alto, la mirada altiva en los ojos negros, y a seguir luchando.

Es más de media noche, el viejo se ha recostado sobre las almohadas y sumido en sus recuerdos cierra lentamente los ojos, con una sonrisa casi dulce en los labios delgados.



El verano levanta más temprano la barriada. Caballos que cocean en las pesebreras de los carretones, el ruido de los arneses, la orden de - ¡quieto! – a los animales nerviosos después de una noche de largo descanso, y luego de ensillados, la salida del carro con su ruido de llantas aceradas sobre las piedras y los cascos de los animales al ritmo del hombre y el chasquido y su rebenque en el aire.

Los chicos y chicas se apresuran con sus baldes y pies desnudos sobre el pequeño paso de tablones de la casa de los viejos. Todos saludan y los favoritos reciben un caramelo de miel en un cucurucho de papel strass. Uno de ellos es el Tito que pasa con dos pequeños baldes de no más de dos galones. El tiene un cucurucho asegurado por las mañanas, al igual que muchos de sus compañeros. Los viejos son como parte de la familia, muchas veces lo salvaron de la paliza del padre corrigiendo una travesura, escondido bajo la mesa de zapatero o metido en un ropero. En compensación todos son compradores de los viejos: las polcas de vidrio de colores, la cola pez para pegar los volantines, el papel de seda para armarlos y los fuertes hilos para elevarlos a cien o más metros. La última temporada de vientos ganó muchas apuestas con el hilo curado. El viejo Juan le enseñó a preparar la receta de vidrios de focos, finamente molidos y luego a fijarlo en el hilo impregnado de cola de pez. Así armado, en la competencia tumbó a cada rival que se atrevió a lanzar su volantín en picada contra el suyo. Lo único que le pidió el viejo fue pegar en la parte visible la insignia de la hoz y el martillo. Y se acostumbró a usarla en todas la competencias. Pensó que le traía suerte hasta que el gordo Yánez, furioso de ver su volantín perdido entre las nubes y con el hilo cortado en sus manos, lo acuso de comunista de mierda. Cuando lo escuchó la primera vez se lanzó a reír y el gordo Yánez, seguro de su peso y mayor estatura se le acercó dispuesto a zurrarle. Entonces dejó de reír y pasó el volantín a un compañero y enfrentó al gordo. No era difícil esquivarlo. Se lanzaba como un toro, semiagachado, con la cabeza de pelos tiesos como un ariete. Cuando vio que estaba lo suficiente furioso para descuidar sus acometidas, lo llevó lentamente hasta los varones de eucaliptus de grueso tronco en que se amarran los caballos. El Gordo pensó que lo había acorralado y se lanzó con un bufido contra él; entonces, calculando su velocidad, saltó en el último segundo. La cabeza del Gordo sonó como una sandía hueca antes de caer al suelo, noqueado por el grueso tronco y su propia embestida.



Desde entonces llamaron a Tito, “El torero”; luego este mote se transformó en “Manolete” y luego “Dominguín”, porque era el más flaco de los taurinos conocidos por ellos y, por eso mismo, el más parecido a él por su cuerpo nervudo pero casi esquelético. Así se ganó el lugar y el respeto de la pandilla. Los más grandes no lo tocaban y lo medianos se cuidaban mucho de provocarlo. Sabían que pensaba y actuaba como si otro ocupara su lugar. No medía jamás el contrincante porque, también, nunca inició una pelea. Siempre ganó a la defensiva. Y esa mata de melena negra, de pelo liso que ocultaba su rostro lo hacía impredecible, hasta amenazador a los ojos de sus compañeros.

La mañana era de acarrear el agua del río y abastecer las necesidades de la casa hasta el mediodía, la hora de regreso de la escuela. Esa era la tarea de todos los chicos y chicas, las pequeñas coquetas que sólo se dejan pellizcar por los más grandes con sus protestas impregnadas de risas nerviosas. A los chicos como él les lanzan el balde a la cabeza con un - ¡mocoso que te has creído! – y la frase virulenta.



- Don Juan – le confía esta mañana – ya tenemos profesor nuevo. No usa regla ni varilla y habla de todo. ¿Sabía usted que los republicanos españoles están perdiendo la guerra? -.

- Claro que sí, Tito. Te lo he dicho muchas veces para que lo leas porque aparece en mi periódico… -.

- Es que su periódico tiene la letra muy chica, Don Juan y usted sabe, un poco de trabajo, otro poco de flojera para leer ¡y hasta la tarde que me atrasé con el agua!

Y el chico desaparece corriendo hacia los muelles, con el cucurucho en una mano y los baldes en la otra. Su mata de pelo se abre frente al viento que viene del río y no para de correr hasta llegar junto a sus compañeros que llenan sus baldes y regresan aprisa, urgidos por la hora de llegar a tiempo a la escuela.

Cuando el tropel de pies desnudos y rostros apretados bajo la carga de agua, desaparece de su vereda de tablones, el viejo sabe que llegarán los barcos. También se imagina a los chicos, vestidos cada quién a su manera, y las chicas con su delantal blanco obligatorio, corriendo por la larga escalera de durmientes que los lleva hasta el pueblo en lo alto y a la escuela, dominando los dos ríos.

Ha empezado otro día. Ya ha desayunado su mate mezclado de azúcar, acompañado de un caldo sobrante del día anterior. Una pequeña canasta de zapatos le espera para remendar: medias suelas, alguna remonta, una doble suela y las infaltables tapillas de tacos de mujer, gastadas a un lado, según el capricho de andar de la dueña. Y ahora a golpear en la pata de hierro: un golpe suave en la horma para ajustar el zapato, un golpe falso en el tronco y otros dos en la suela para liberar el calzado de polvos, tachuelas rotas, oxidadas o a medio caer. Serán miles de golpes en el día. Hasta que el brazo derecho se duerma y dé un golpe errado sobre la mano izquierda que entrega las pequeñas estaquillas de madrea y fija tachuelas nuevas, de acero, para reforzar el zapato o la bota de media caña. Las reparaciones de media suela cosida o suela entera, cosida, son escasas. Son zapatos caros, de lujo. Como compensación son suaves y no producen ruido. Son claveteados de estaquillas crujen y tardan mucho en ceder el cuero para ajustar al pié a esa piel dura desde la curtiembre.

Cada oficio tiene sus secretos, grandes y pequeños secretos. El lo sabe y piensa en la frase ajustada de su vecino tonelero: “el detalle hace al maestro”. Este oficio de zapatero lo aprendió en la cárcel, en donde los tuvieron encerrados después de la huelga de los cien días. Los delincuentes, presos con muchos años de condena se dedican a la zapatería. No como él, que solo llegó a simple remendón. Ellos sí saben de zapatos, incluso lo hacen todo cosido y las manos casi no se les ven cuando atraviesan con la aguja el cuero y la suela. Calzado guante les llaman a sus zapatos. Por el cuero de calidad que utilizan, tan sueva como una cabritilla para guante de mujer.

Los barcos han roto el ajetreo de la mañana con el estallido de sus sirenas. Todas suenan distintas y el ruido, encajonado en el cañón amplio de los cerros que aprisionan el río, se multiplica y se mezcla en ecos interminables. Ese eco despierta a toda la ribera, con sus muelles y sus tres villas, y los muelles se llenan de gente que acude a comprar los productos y animales que viajan en las bodegas, llenan las cubiertas y, casi siempre, hasta el techo de los camarotes. Otros barcos han cargado maderas, barricas con miel y cera; el olor dulzón a flores rodea los lanchones. Otros lucen los enormes fardos de quilineja, la fibra larga y dorada que crece en el fondo de las montañas. Los costales pequeños y pesados con el tanino cristalizado se hacinan ordenados de través; éstos, igualmente, viajarán a Alemania en los grandes transatlánticos, con otras mercaderías.



Los carretoneros han llegado con sus caballos y carros listos para cargar los productos hasta el ferrocarril. Otros llegan a esperar amigos o parientes. El viejo Juan calcula el tiempo de arribo y atraque de los barcos y da los últimos toques a una remonta que se cayó esa mañana y con paso calmo ordena los periódicos y se lanza con ellos hacia el muelle.

- ¡Que los vendas todos, viejo! – le grita su mujer. Y él sonríe sin responder porque es el grito alentador de todos los días. Estos momentos los disfruta porque siempre sucederá algo nuevo; algún saludo amigo, alguna pulla que podrá contestar reviviendo el viejo espíritu de la lucha. En sus pensamientos de hoy se mezclan recuerdos de los años combativos, portando pancartas, con la fuerza del espíritu imbatible que surge del desfile de mineros que le acompañan, con sus cascos de labor, codo a codo. Recordando aquello espera estos momentos, esta hora ajetreada, llena de vitalidad que cada día limpia y templa mejor su alma y le permite esta otra forma anónima de lucha.

A pocos pasos se instala colocando los periódicos sobre una pequeña mesa plegable hecha por el mismo. Los ordena como un naipe, destacando los titulares y alguna noticia interior.



La gente lo mira y pasa, aprisa con sus cargas y sus preocupaciones del día. El viejo es una figura conocida de esta villa, la Villa de los Perros, una parte del muelle y sus habitantes, casi anfibios. Un agricultor que corre, le grita:

- ¡Zapatero a tus zapatos! – y se aleja sin comprar el periódico, perdiéndose por las calles del villorrio. El viejo no contesta, y aunque no se da por ofendido le molesta esa especie de embestida y huida en la que no puede responder adecuadamente. Empezando porque él es minero, o ex minero; minero jubilado, con el regalo capitalista de su silicosis. Es zapatero por accidente. Y lo habría sido en cualquier otro lugar de la República en que lo hubiesen relegado por cinco años. Fue relegado aquí por decisión de un juez: - “¡perturbación del orden público y daño a los intereses de la compañía carbonífera!” -. Respuestas como esa le gustaría darle a ese agricultor. Pero no le dan el tiempo ni la oportunidad y sólo detiene sus pensamientos cuando un ataque de tos lo dobla y lo obliga a apoyarse en la pared.

Cuando ha dominado la respiración y lleva suavemente el aire a los pulmones, se levanta con nuevo vigor y alza un periódico en la mano mientras grita un titular: - ¡Las últimas noticias de España! ¿Alemania se prepara para otra guerra? -.

Un ex refugiado alemán, ahora terrateniente, de la zona, se detiene y le compra un ejemplar.

- ¡Dame tu diario comunista, viejo! ¿Es que ustedes siempre estarán jodiendo a Alemania? -.

Y sin esperar respuesta, farfulla insultos en su idioma natal, y desaparece el periódico bajo la manta de vicuña, mientras se aleja a grandes pasos.



Aún pasan algunas otras gentes pero se conforman con leer los titulares. Cuando ha bajado el último viajero levanta sus periódicos y la mesa plegable y camina hacia el muelle. El río se ha quedado en calma, apenas rizado por la brisa sur que entra desde la desembocadura y sigue todo el curso hasta la cordillera.

Su mirada enfoca las orillas pobladas de mimbres y sauces gigantes que lanzan sus ramas flexibles y finas hasta el agua. Algunos forman un techo vegetal en que caben cinco o diez botes de cuatro bancadas. La isla que enfrenta el muelle apenas sobresale un metro sobre la marea alta que aún no acaba su ciclo. Más arriba, en la garganta de los cerros, la balsa fiscal cruza el río, cargada de carretas de agricultores vecinos al poblado e imagina el cable de acero que guía la embarcación cargado de agua, mientras las manos de todos halan para vencer la corriente y el peso de la carga. Lo mira todo largamente, hasta los cerros rojizos en que viven apretados los araucanos de la reducción de los Huenchullán; luego retorna hasta su casa, a unos metros del muelle y se instala en la silla de patas cortas para convertirse un día más en zapatero remendón.

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