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pedrofuentesriquelme

Cuento: Marlen


CUENTO VILLANO: MARLEN




Dicen que no me quiere la Juana Pérez. Cuando me ve con plata casi se muere… (Cueca anónima)

El Inspector Jiménez y el Teniente Tolosa llegaron en el tren de las siete a la estación punta de rieles. Venían desde el Cuartel de Investigaciones del pueblo cabecera del Departamento, a treinta y cinco minutos de distancia, en tren. Además, en invierno, es la única vía hasta ese pueblo y puerto fluvial, con su vida propia en las tres villas pegadas al río.

La villa inmediata a la estación del ferrocarril, la más dinámica, con sus muelles de tres pisos, es la que los habitantes de las otras villas llaman: ¡Villa de los Perros!, en venganza, los de la Villa de los Perros llaman Villa de los Piojos a la que le sigue, a no más de unos dos kilómetros y la tercera, es la Villa Damas, por estar asentada junto al río del mismo nombre, afluente del río principal y, al nombrar la de “Damas”, le dan una connotación exageradamente femenil.



El Inspector y el Teniente deben investigar en las tres villas y esta noche se alojarán en el pueblo situado en lo alto, en el Hotel Imperial, con vista a los dos ríos. Si no fuera por esta diligencia, el Inspector habría estado feliz de este viaje. En el verano pasó por aquí, con su mujer y sus tres hijos, rumbo al puerto. A pesar de su apelativo, “Villa de los Perros”, no vio ninguna pelea entre sus pobladores que tienen fama de broncudos y a eso deben su mote.

Su paso esa mañana, con su familia, lo hizo muy rápido, porque había que apartar lugar en cualquiera de los camarotes de cualquiera de los barcos que esa mañana llevarían su carga de excursionistas hasta la playa. El tren había llegado a las seis y el barco tardó cuatro horas en llegar hasta el puerto. Fue un viaje hermoso, el río muy ancho, de aguas claras, con las orillas sembradas de mimbre y bandadas de patos salvajes que el pitazo de los barcos hacía alzar el vuelo cada cierto tiempo.

También estuvo en otro invierno, como ahora, en este barrio; las calles estaban con tres metros de agua pero sus habitantes continuaban sus quehaceres en los pisos altos y se transportaban por las calles en botes a remo. Para él, que venía del norte árido, de un pueblo pegado al desierto de Atacama, esta visión de pueblo lacustre, en algunos meses del año, o, por algunos días, lo dejó mudo, y admiró el coraje de esta gente para hacer su vida en esas condiciones. Recordando aquello, hasta preferiría su norte desértico en la disyuntiva de elegir.

Aquel invierno investigaba un robo de joyas y dinero, aparentemente hecho por una sirvienta, en una de las casas principales, en el pueblo situado en lo alto.

El caso de ahora es distinto. Un hombre asesinado que apareció flotando en el río. El tipo fue un tendero importante y, además, compraba oro clandestinamente a los mineros de la zona. Su casa estaba situada en una semibarranca, frente a la plaza cuatricentenaria, rodeada de tilos y bancas con un kiosco de hierro fundido a un costado. En este kiosco, los jueves, la banda Municipal, toca marchas alemanas, vals vieneses y, en ocasiones especiales, alguna cueca, el baile nacional.

El día del asesinato el tendedero fue visto en la hora de la retreta. Estuvo sentado en una de las bancas bajo los tilos e, incluso, discutió con los muchachos de la Villa de los Perros que esos jueves venían a chupar limones frente a los músicos. La discusión fue porque el músico de la Tuba, se atragantaba de saliva viendo a los muchachos exagerando en sus caras aniñadas, el ácido del limón. Lo mismo ocurría con el del Clarinete y el Corno. Pero la presencia de los chicos y sus limones era también como parte de la misma retreta, y los ciudadanos reñían discretamente a los muchachos por ello, porque, en el fondo, aquello les divertía, tanto o más que la misma retreta. En un pueblo tan pequeño, la retreta era un acontecimiento importante en el calendario de diversiones de la semana. Más bien era una de las principales, especialmente en primavera y verano cuando los días se alargan hasta las diez, o más, de la noche; de esta manera, los villanos, como llamaban a los chicos, eran controlados por el secretario municipal que, varilla de mimbre en mano, corría a los muchachos por los jardines rodeados por setos de pitóforos. Esta vez el secretario municipal estuvo mucho tiempo sin aparecer y los músicos hacían esfuerzos desesperados por controlar las glándulas salivales. El tendero se enfureció y llamó a los chicos ¡villanos de porquería! ¡Regresen a sus covachas! Y muchas otras palabras que el consideraba insultos. Pero los chicos no hicieron caso de él y, al sentirse ignorado, su furia creció; en eso apareció el secretario municipal, corriendo, varilla en alto. Los muchachos lo vieron y no esperaron a la tradicional corretiza por los pitóforos sino que abandonaron la plaza y bajaron por la vía hacia el río Damas, a un costado de la casa del tendero. Cuando bajaban, vieron a la sirvienta del tendero, apretada contra un tipo que portaba manta araucana de grecas y sombrero alón, negro.



El tendero era solterón y su edad andaría por los cincuenta y cinco. Vivía con el la sirvienta que atendía todas sus necesidades. Parecía un hombre tranquilo, aunque alguna vez se le había visto por la Casa Azul, el prostíbulo oficial, autorizado por las leyes municipales y el control del Ministerio de Salud Pública. Sus visitas eran como las de la mayoría: unas copas de pisco y, en algunas noches escarchadas, un vino tinto navegado, que no es otra cosa que un vino corriente, con torrejas de naranja hasta temperatura de evaporación del alcohol. Y, como fondo musical, el piano del Champa y la batería loca de Chicobat y los pasos desenfrenados de los parroquianos más jóvenes, con las internas vestidas de seda.

También se le había visto al tendero en casa de Marlen, en la Villa de los Perros, en algunas noches frías del largo invierno austral. Aunque eso y lo otro, mirado desde el punto de vista del Inspector Jiménez, no era nada extraordinario. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre, metido en esos fríos y esas lluvias calamitosas del sur Antártico, sino meterse en una atmósfera de alegría y de luces multiplicadas en mil espejos, con un poco de vapor alcohólico en las venas?

¿Y ver rostros tristes, con la belleza realzada por colores misteriosos e invisibles, pegados a la piel, como otra piel, una máscara que no es máscara sino el otro ser oculto en las horas vulgares del día? ¿O, el tango unido, pegados en el cuerpo a cuerpo, cimbreando fantasmas, o sueños desligados de la realidad?

Tal vez para el tendero, comprador clandestino de oro, la magia del metal amarillo se hace carne en las noches de a Casa Azul o, en la sala elegante, con la alfombra persa gastada, de la casa de Marlen. Una parodia de charlestón, tangos resbaladizos, valses melancólicos o cuecas zapateadas con una explosión final de frenesí.

Todo eso podían ser las visitas del tendero a aquellos lugares de diversión y, al mismo tiempo, no significar nada, ni que allí estuvo la mano que le quitó la vida. Tampoco el motivo aparece claro, más bien aún no aparece el motivo; lo cierto es que, en la manta del occiso, aparecen señales de arena que no son propias, ni existen en el lugar en donde descubrieron su cuerpo, flotando, pegado al muelle de la Villa de los Perros.

Para el Teniente Tolosa, éste es su primer viaje a este pueblo. Le ha parecido triste y miserable, especialmente la Villa de los Perros. Para llegar al muelle tiene dos vías: una de invierno y otra de verano. La de invierno está constituida por un puente de cinco metros de altura, con basas verticales y perpendiculares sobre las que han clavado tablones de tres pulgadas. Al centro de esta especie de calle de madera, corren dos rieles angostos, con un tablón labrado en forma de escalerilla entre ellos. En invierno, esta calle de pellín es el punto de descarga de los barcos que, por la crecida del río, no pueden utilizar el primer nivel del muelle, a la altura de las calles del barrio, cinco metros más abajo. El final del puente es la bodega de compra de productos de la zona y está, justamente, como parte del tercer nivel del muelle. De esta manera, todos los pasajeros y mercancías deben pasar por esta bodega que les compra sus productos, cualquiera que ellos sean. Es un monopolio disfrazado, con el río invernal como cómplice. Los pequeños comerciantes no tienen opción de compra a los agricultores, a no ser de algunos muy fieles que se niegan terminantemente a vender a los españoles de la gran bodega y cargan con sus productos en botes desde los barcos.



La vía de verano es una escalera de concreto que baja unos seis metros, desde la explanada del ferrocarril, con su estación prefabricada de arquitectura inglesa y sus bodegas para el recibo de mercancías. El final de la escalera es el nivel uno del muelle y se llega a él cubriendo unas cuantas cuadras, flanqueadas por expendedoras de vinos, compras de productos de la región, casas de pensión, pequeños restaurantes y una que otra frutería y tienda de comestibles. Ninguna de las vías le agrada al Teniente Tolosa. Por el puente de pellín avanza un buey, entrenado, con arneses sujetos a un pequeño yugo que le permiten halar un carrito sobre los rieles. Carga no menos de dos toneladas y llega hasta las puertas mismas de los bodegones del ferrocarril en donde depositan la carga en espera de los vagones correspondientes; luego de vuelta hasta el barco y así todo el día, hasta que el guía da por terminada la faena y deja libre al animal frente a un medio fardo de alfalfa, olorosa a verde.

Toda esta villa parece miserable para el Teniente. No ha venido por su gusto a esta diligencia. Ha sido encargado como el ayudante del Inspector Jiménez, íntimo de su tío y Comisario del Servicio de Investigaciones en la capital. A ellos les corresponde toda la averiguación de todo tipo de delitos, desde hurtos hasta asesinatos, como el que les trajo aquí. Llegaron la noche anterior y se alojaron en el Hotel Imperial, ¿Imperial? ¿Qué Imperial? ¿De qué Imperio? Y ríe despreciativo de las pretensiones pueblerinas. Hasta ahora, el Inspector se ha limitado a observar. En el hotel, a la hora del desayuno, el encargado le informó del incidente del tendero con los chicos:

- Nosotros cooperamos con “Investigaciones”. No tenemos nada que ocultar. Don Anselmo era un hombre quitado de bulla, no se metía con nadie. En inverno se desquitaba en La Casa Azul, pero eso, ya sabe usted señor Inspector, es como una institución en estos pueblos.

Alguna vez se habló de que le coqueteaba a la Marlen. Pero ya se sabe que esa mujer no se entrega con nadie. Menos con un hombre viejo. Ella, y no es que yo lo diga, se da sus aires y tiene sus gustos. Y la verdad es que es una mujer hermosa y tiene clase; realmente, don Anselmo, a pesar de que tiene o debe tener su buen dinero, no le llegaba -.

- ¿Y quién es el favorito de Marlen? – pregunta el Inspector.

- No podría decirlo. En los pueblos se hacen y se corren muchos rumores. Que yo sepa no hay favorito…

Después de esa charla con el encargado del hotel se fueron hasta la Tenencia de carabineros:

- El Teniente ha salido – informó el Sargento. Si es por don Anselmo, yo estuve a cargo del levantamiento del cuerpo -.

- ¿En dónde lo encontraron, exactamente, Sargento? -.

- A unos cien metros del muelle, atorado entre unos mimbres, mi Teniente -.

- Necesitamos que nos acompañe hasta el lugar, Sargento -.

- En cuanto venga mi Teniente me pongo a sus órdenes, Inspector -.

- Pasaremos por usted en una hora. Por cualquier cosa puede decirle al Teniente que estaremos con el médico, en el hospital -.

El hospital era más grande de lo que habían imaginado. Estaba situado en otra colina, como si fuera otro escalón u otro piso de pueblo. La parte de la construcción que miraba al río estaba cerrada con ventanas de vidrios pequeños, metidos en los marcos de madera labrada a mano, y formaba una larga galería. En esta galería los convalecientes podían disfrutar del sol de la tarde en verano o primavera y, en un día como hoy, con el otoño avanzado y con lluvias, sólo tenían frente a sus ojos la carrera de nubes avanzando desde la costa cercana, casi pegadas a los grandes cerros.

El médico los recibió en un extremo de la galería, el lugar reservado para el personal del hospital. No había mucho que decir: el occiso recibió una puñalada en pleno corazón y, a pesar de aparecer en el río, no había agua en sus pulmones. – Quisiéramos ver sus ropas, doctor -.

El doctor los guió hasta una construcción situada fuera del edificio del hospital y, adelantándose, abrió la puerta de la sala de la morgue. En un mesón estaba la ropa de don Anselmo. Ese día calzaba unas viejas polainas café con broches metálicos, los zapatos también eran del mismo color y lucían el efecto de la larga inmersión en el agua. Las ropas eran comunes, de paño grueso, grisáceo y el chaleco estaba rasgado por el puñal. La chaqueta de pana, de venas gruesas era de un tono verdoso, gastado. La camisa escocés, también gruesa, de lanilla, completaba el atavío. La billetera tenía carné de identificación, una foto borrosa de una niña y unos cuantos billetes. El sombrero que siempre portaba había desaparecido y la manta argentina, café vicuña y listas blancas, estaba cuidadosamente doblada. El medico lo explicó luego:

- Cuando lo traje observé que había un cierto tipo de arena pegado a la manta y ordené que la doblasen para el examen rutinario de ustedes -.

- Gracias doctor – dijo el Inspector. – Si le parece examinaremos todo y luego pasaremos por su oficina -.

El doctor se retiró e iniciaron la rutina de esos casos: lista de objetos probables y objetos faltantes.

Este hombre usaba anillo, Inspector – y el teniente le señala una huella clara marcada en el dedo meñique y anular de la mano izquierda.

- Apunte todo Teniente. En las ropas no se encuentra nada, ni siquiera dinero sencillo. La manta contiene lodo arcilloso y arena mezclada con partículas de mica. No hay nada más de importancia en sus pertenencias. Iremos con el médico por si tiene algún comentario especial -.

- No tenía otra cosa que esa puñalada recta al corazón -.

- ¿En algún ángulo, doctor? -.

- No, Teniente, tal vez el asesino era más alto que él; de esa manera la cuchillada pudo viajar directa al pecho. Pero esto es una suposición mía -.

- También pudo ser una mujer – dice el Inspector Jiménez.

- Es cierto – dice el médico – perfectamente pudo ser una mujer. Aunque en su cuerpo no había señales de lucha… -.

Después de ese breve intercambio de opiniones se despidieron y pasaron por el Sargento que los esperaba a la puerta del cuartel. El teniente de carabineros los saludó brevemente autorizando a su subordinado a acompañarlos.

Cuando llegaron a la villa, el río había subido un metro de agua e invadido el segundo piso de las casas. Ahora la gente se refugiaba en los altillos y se asomaban hacia la calle inundada para medir el avance de agua. Hasta la calle habrían no menos de dos metros cincuenta centímetros de agua. El río había aumentado su caudal y reinaba de cerro a cerro, unos dos kilómetros, inundando las tierras agrícolas de las dos riberas.

Al pié de la escalera de concreto que daba acceso a la calle, el Sargento llamó a un chico que ofrecía rentar un bote. Subieron los tres y el Sargento le ordenó al muchacho avanzar por el cauce de la calle en dirección a la Villa de los Piojos.



El Teniente Tolosa no podía creer lo que veía: un pequeño pueblo inundado y la gente viviendo dentro y durmiendo como si estuvieran en un palacio de piedra en Venecia. Eso estaba pensando cuando vio un letrero medio semicubierto: “La Pequeña Venecia”; se lanzo a reír inconteniblemente. El Sargento y el Inspector lo miraron extrañados. El único que leyó en cara del “Rati” lo que pasaba por su mente, fue el muchacho botero. No le había extrañado esa risa, más bien la esperaba hace rato, desde que abordaron su bote. Les cobró cuatro veces lo que paga un vecino del barrio pero “a pacos y ratis no les trabajo gratis”. Este pago le compensó la risa idiota del detective de Investigaciones cuando vio el letrero de “La Pequeña Venecia”. Muchos como él vienen a ver las calles convertidas en ríos, a tomar fotos o simplemente reír, como si éste fuera un espectáculo, un carnaval, preparado para eso. Ya sabía donde querían ir: a los mimbres donde encontraron al usurero. Eso estaba a cien metros de la casa de Marlen. La gringa Marlen, admirada por todos los chicos y todos los grandes, que se mueren por ella. Hasta el sueco Olsen, el fogonero del Cautín quien le canta canciones desesperadas en su idioma.

Ve por la rebesa, chico – ordena el Sargento al botero. Y el muchacho rema venciendo la corriente que baja por la calle y se lanza hacia un macizo de mimbres cercanos. Alrededor de los mimbres la corriente es inversa. El reflujo se produce por el efecto del canal profundo del río que lleva el gran caudal mientras por las orillas, de bajo fondo, el agua regresa arrastrando troncos, pequeños muelles de paja y ramas de árboles vencidos por la corriente.

El inspector preguntó por las casas vecinas y sus dueños, y le fueron indicadas por sus nombres o apodos. La casa de Marlen estaba muy cerca y pidió ser conducido hasta allí.

El chico siguió el curso de la rebesa, rebasó un trecho y se lanzó luego a la corriente hasta tocar con la borda del bote el altillo superior. Al ruido del bote contra la casa abrieron la puertecilla de madera y se asomaron tres caras de otras tantas chicas, recién peinadas. Vestían sencillamente, salvo las mejillas recargadas de colorete y los labios de rojo subido. El comisario pidió hablar con la dueña de casa:

- La niña Marlen no se encuentra – habló una mujer gorda tras las chicas – se ha ido esta mañana en el tren de las siete, y no creo que regrese hasta que el río baje y sequemos la casa.

- Vamos a bajar doña – le contesta el Sargento y baja del bote y ayuda al Teniente que hace equilibrios en la pequeña embarcación golpeada por la corriente.

El altillo era un medio piso, a dos aguas, con las vigas descubiertas, en un solo ambiente, una especie de camarote de emergencia mientras durase la crecida. Los muebles, las camas y una pequeña estufa a leña, ocupaban las partes más bajas del techo y, el centro, descubierto, deja ver al fondo un gran ventanal con vista al río. Desde esa ventana, con el río de aguas café amarillento extendiéndose hasta los cerros, hasta más de un kilómetro, la velocidad de la corriente daba a la casa la ilusión de un navío, navegando aguas desatadas.

El Teniente Tolosa había perdido el control de sus movimientos. En el ajetreo del bote su estómago estaba sufriendo los primeros síntomas de un mareo y luego, esta casa, que recibía los golpes de troncos y árboles lanzados por la corriente que la hacían estremecer, acentuaban su malestar. Cuando le refiriera estas andanzas a su tío, esperaba que el Inspector recibiera su merecida reprimenda. ¿Cómo era posible exponerlo a estos peligros? Esta casa puede irse río abajo en cualquier momento y nadie evitaría una tragedia. Lo pondría en su uniforme personal.

- Teniente Tolosa, tome nota de la situación -.

- Sí, Inspector -.

- La señorita Marlen… ¿cuál es el apellido de la señorita? ¿Y su dirección actual? – pregunta el Inspector a la mujer gorda.

- Es una apellido alemán, Inspector, déjeme traer un papel en que lo tengo escrito y urga en un viejo baúl forrado de cuero con guarniciones de hierro, negras. Al levantarse porta un sobre en su mano derecha y lo tiende al Inspector; éste lee: Froilan Marlen Schiller, Embajada Alemana, calle Pedro de Valdivia Norte #1374 Santiago, Chile.

- ¿Y su dirección actual? – insiste el Inspector.

- Eso no lo sé, señor, ella viajaría a Santiago pero no sabemos otra cosa -.

- Apunte Marlen Schiller, Teniente, y tome un poco de limón para su mareo -.

- ¿Quiere su limón con malicia? – le pregunta la mujer gorda al Teniente, y las tres chicas ríen indiscretas, desde detrás de sus caras pintadas, al ver el gesto del detective.

- Es sólo un poco de aguardiente, Teniente – le aclara ella – ni que pensara que me estoy ofreciendo… - y bajando los ojos simula un fingido aire de inocencia.

Esta vez las tres chicas ríen abiertamente ante la cara sorprendida del Teniente Tolosa que, de momento, no sabe cómo enfrentar la situación. Después de un momento y con la respuesta agresiva a punto de soltarla de su boca, lo calla un estruendo que sacude la casa haciendo crujir sus maderas.

Las tres mujeres se quedan muy tranquilas y sólo ríen divertidas de ver los rostros de los tres hombres. El sargento se ha puesto rojo a pesar del día, muy frío, y se dirige al Inspector:

- Mi tiempo se ha terminado, Inspector. Debo regresar al cuartel -.

- Bien Sargento, sólo quiero tomar una muestra de arena en la orilla, cerca de donde encontraron el cuerpo. ¿Toda la arena de este río es la misma?

- Casi, Inspector: es negra, volcánica, con algo de sílice; después del río Damas se mezcla con los lodos de las minas de oro de Santa Celia -.

Ya a punto de bajar al bote, el Inspector se vuelve hacia las mujeres:

- ¿Estuvo aquí don Anselmo la noche del jueves?

Las cuatro mujeres se ponen repentinamente serias; niegan moviendo negativamente la cabeza y sólo habla la mujer gorda:

- No, Inspector -.

- ¿En donde reciben a sus visitantes? - vuelve a preguntar el detective.

- En el comedor y la salita del primer piso y en el segundo en donde están los cuartos de las chiquillas.

El Inspector se despide con un leve ademán y salta al bote que se balancea como un columpio y termina de desesperar al Teniente. Cuando el bote se ha equilibrado el Sargento da la orden de partida al botero y regresan al lugar donde sacarán la muestra de arena.

El chico del bote se ha divertido con todo este ajetreo. Los “ratis” están totalmente perdidos.

A Marlen no le vieron ni la luz y, por lo que él sabe, la seguirán esperando por siempre. El viejo tendero, comprador clandestino de oro, era además, prestamista; y el diez por ciento por mes no le bastaba. En su tienda se quedaron muchas joyas, pequeños y grandes recuerdos en forma de collares o simplemente anillos y, por lo que él sabe, más de un muerto, desesperado por la deuda y la pérdida de un bien. Eso lo sabe porque los pobres, con su memoria de elefante, llevan el mejor registro de justos y canallas, de valientes y cobardes y, como en el cine, el triunfo final de los héroes, defensores del bien. Al viejo Anselmo lo conocen por dentro. No es el mismo hombre de día que de noche. Por eso en la retreta, en la comilona de limón de los jueves, lo dejaron hablando solo.

El llevó a Marlen en su embarcación por la mañana, hasta el pié de la escalera; amarró su bote y llevó su pesada maleta hasta la estación y la instaló en el coche de primera. Le acomodó la maleta en el lugar del guarda equipaje para que ella no cargue al llegar a su estación de destino. En la vía central seguirá hacia Santiago, en el Expreso a Puerto Mont y viajará toda la noche en el coche dormitorio y se dormirá pronto con el tracatrás. Tracatrás, del tren. Dormida en ese lecho blanco, el chiquito que es aloja en sus entrañas, se dormirá como ella o le dará de patadas en el vientre y, en unos meses, estará fuera, chillando, rubio y pecosa la nariz que es la marca de fábrica de todos los Venados.

- ¡Mete remo, chico! – le anima el sargento – esta niebla no es buena para nadie -.

Y el chico cargó más profundo las palas de avellano para vencer la fuerza de la corriente.

Cuando vinieron bajaron con la corriente a favor. Ahora es diferente. El río tiene fuerza multiplicada al encajonarse entre las casas. Aquí no hay lugar para la formación de la rebesa que viaja por las orillas en sentido contrario al gran caudal del centro. Y al chico no le queda más que sudar a pesar del frío de la tarde y arrastrar con todo el lastre de carga y embarcación.

Cuando llegaron hasta el pié de la escalera, la niebla había cerrado toda la vista del barrio. Sólo a pocos metros se distinguía el perfil de las casas enterradas en el agua oscura, mientras se escucha solamente el ruido del río metido entre los pisos de las viviendas y el crujir de las casas llenas de fantasmas.

Por la noche los detectives, el Sargento y su Teniente visitaron la Casa Azul. Iban por información del occiso rehaciendo su posible recorrido. Esta vez el Teniente Tolosa se encargó del primer interrogatorio y empezó por la regenta del lugar.

- Ese hombre no estuvo aquí el jueves, señor; sí era un cliente habitual, de costumbres moderadas, casi tranquilas -.

- Y como persona ¿cuál es su opinión? -.

- No tuve oportunidad, la verdad; solo los veo venir, hacer su consumo y divertirse. De vez en cuando se quedaba con alguna de las chiquillas, pero eso era todo. Alguna vez quiso llevarse a una pero quedó en nada.

- ¿Hablaba de sus negocios? -.

- Alguna vez. Hace poco, en que se puso achispado por un vino navegado especial que yo preparé para unos clientes distinguidos. Habló mucho de su mina y, como usted sabe, teniente, “Mina” también le llaman los hombres a su querida. Además, en se momento, yo estaba atendiendo la conversación de otras personas y me pareció muy exagerado lo que decía de que, con esa “mina”, no quería más de la vida. Yo pensaba que se refería a una muchacha despampanante, buena de noche y como el pan, en el día y etcétera, hasta que el tipo me dice: “el mes pasado me dio tres kilos y medio”. Sólo entonces caí del árbol y me di cuenta de lo que él quería decir. Todo el pueblo, o la mayoría de la gente sabe que es comprador clandestino de oro o que era, porque ahora ya no es de este mundo y no le compra oro a nadie. Y le pregunté que por donde quedaba su mina. Y el, muy desconfiado se largó a reír y luego me dice:

- ¿Sabes, Pocha? ¡No te lo diría ni por todas tus putitas juntas!

Y luego se enojó, que qué me había imaginado, metiéndome en sus negocios. Que acaso tenía cara de idiota, etcétera. Y yo – dice la Pocha – que he lidiado con miles de borrachitos peores que él, lo dejé hablando solo. Y eso lo enfureció y para no hacerle el cuento tan largo, lo mandé con mi encargado que lo metió en un coche y lo llevaron hasta su casa.

- ¿Qué otros negocios tenía, doña Pocha? ¿Puedo llamarla así? -.

- Por supuesto, Teniente, todos me llaman Pocha, hasta las esposas de mis clientes distinguidos, que me odian, naturalmente. Usted puede llamarme por mi apodo, y ésta es su casa, para que lo tenga en cuenta -.

El Inspector ríe levemente viendo la cara azorada de su ayudante.

- ¿Otros negocios? Que yo sepa, su tienda, que, como todas, de turcos o españoles, con telas y otras mil chucherías. Lo demás son habladurías.

- ¿Habladurías? ¿Qué tipo de habladurías?

- Bueno… que prestaba dinero… a intereses…

- ¿Altos?

- Más que altos… leoninos.

- ¿No llegó a decirle quién le trabajaba la mina?

- Nadie ha mencionado esa mina, aparte de él mismo, Teniente. Pudo ser la euforia de esa noche y nada más -.

- Bueno, doña Pocha, nos retiramos. Cualquier otra cosa que recuerde nos avisa con el Teniente de carabineros -.

El teniente de carabineros se había metido en un cuarto, aparentemente a escuchar música, aunque se escuchaban pequeños gritos nerviosos, mientras, el sargento, bostezaba irreverente en un sillón rojo, de cretona.

La Pocha, con tablas de muchos años, se manejaba con igual soltura con la autoridad que con sus clientes, aún con los más empingorotados. Cuando llegaban a La Casa Azul quedaban a su nivel y de allí no les permitía salir a menos que ella, sutilmente, lo permitiese. A lo más que condescedía era a llamarlos con diminutivos, a veces chistosos. Y es que eran sus dominios, con su atmósfera mitad festiva, mitad pecado, atravesada de mil perfumes y olores, mezclada de música a veces dulzona, pegajosa y otras electrizante cuando su baterista loco y Champa, el pianista, se metían vivos en sus instrumentos para reaparecer hechos de música.

Ahora había trabajado bien a los “ratis”. Qué pasaría después, no lo sabía. Pero lo primero para ella era proteger a sus chicas y el negocio, porque, después de todo, los muertos están muertos y los vivos deben seguir su camino.

- Estuvo muy bien su interrogatorio, Teniente – comenta el Inspector a su ayudante – esta doña pudo decir la verdad o parte de la verdad. Lo de la mina pudo ser un volador de luces. Hasta ahora sólo ella lo ha mencionado… -.

- Y no está interesado para contradecirla…

- Exactamente, Teniente. Lástima que no encontramos a Marlen. Al parecer nadie recibió la visita del tendero esa noche. Ahora ya es tiempo de que visitemos su casa y tal vez allí encontremos respuestas -.

- ¿No le parece raro, Inspector, que Marlen, justamente desaparece después del hecho criminal? -.

- Piense en lo que le dijo la mujer gorda, Teniente, y en qué provocó su mareo y su malestar en la casa de Marlen -.



- Es cierto Inspector, se necesita ser muy especial para aguantarse allí, en un invierno como éste. Pensándolo bien, no critico a la desconocida Marlen, porque sólo de pensar en una noche durmiendo en su casa, con el río metido debajo del catre…

- ¡Es su país, Teniente, una parte de su país y usted y yo estamos obligados a entender su situación y mantener sus valores, como en este caso, por ejemplo Don Anselmo Quintana es un hombre honrado y buen burgués, reconocido como tal en la pequeña sociedad de este pueblo y muy otro en la escala del otro nivel de la población! ¿Quién tiene la razón? A nosotros eso no nos importa. Lo importante para nosotros es que debemos descubrir al criminal y entregarlo para que sea juzgado según nuestras leyes. De esta manera establecemos el imperio de la justicia como valor principal. Y todos los demás bienes de nuestro país derivan de la administración sana de esa justicia, sin distinción. Las gentes de este villorrio son admirables porque resisten las condiciones de clima y, en cierta manera, lo han vencido; sus casas, más que casas son barcas ancladas, de tres o cuatro puentes, como dicen los marineros, y rehacen su vida después de cada crecida del río. Y lo hacen solos. Aquí nadie les llega con una mano tendida, más bien vienen a lucrar: con fotografías y sus lentes enfocados, su presencia misma, de espectadores, con aire pretendidamente conmiserativo.

Un día, Teniente, no lo dude, buscarán la forma de dominar el río y a lo mejor usted mismo les contará a sus nietos, camino al puerto en un verano, que conoció este villorrio con sus calles sepultadas en agua, y gentes interesantes, aunque usted no lo vea así en este momento.

- Para mí, Inspector, con todo respeto, este barrio me chocó desde un principio, Será porque es la primera vez que salgo de la capital y la primera vez que me enfrento a un invierno a esta latitud -.

- Ya lo sé Teniente, su tío y yo somos amigos desde la Universidad. Tenemos mucha confianza entre nosotros, aunque él sea Comisario, mi superior, jerárquicamente. Me ha contado su ambición por llegar a ser el mejor detective del país. Yo creo que lo va a lograr; este viaje es algo que no olvidará usted fácilmente: por todo lo que ha visto y todo lo que le falta por conocer y por comprender…

Ya en el cuartel, el Teniente de carabineros los invitó a su oficina. En un rincón un escritorio antiguo, barnizado oscuro, hacía juego con la silla de brazos y respaldo curvado. Junto al escritorio se alza un archivero de madera, de barniz café y una pequeña mesa que soporta una máquina de escribir vieja, de teclas gastadas. Una banca y seis sillas hacen juego con los otros muebles. El Teniente de carabineros se sienta en el sillón de brazos después de invitar a los detectives a acercar sus sillas. Es un tipo joven, de poco más de treinta años, con un buen historial de servicio.

- Inspector – le dice – antes de su llegada estuvimos haciendo un recorrido por la población, en el pueblo. Don Anselmo tenía aquí un buen nombre, aparte claro, de su actividad clandestina de comprador de oro. En eso, nunca pudimos echarle mano. Pero tampoco su actividad ilícita era mal juzgada por los pobladores; sospecho que todos, más o menos, hacen lo mismo, sólo que a pequeña escala, tal vez para fabricar una pequeña joya, anillos de compromiso, etcétera. Recuerde que este pueblo se inicio por los lavaderos que explotó Pedro de Valdivia y eran tan ricas estas minas que esto fue la virtual capital del Reino de Chile, incluso así lo atestigua su viejo nombre: La Imperial, con el águila en su escudo. Esas minas aún se siguen explotando, a pequeña escala, en forma individual, por mineros silenciosos durante meses y sabemos que han encontrado un filón o una buena veta cuando cierran para ellos solos La Casa Azul, de la Pocha y cuando arde la casa de Marlen y las guitarras de sus “sobrinas”. En general los ciudadanos están dedicados a sus trabajos en las tiendas o ferreterías o talleres mecánicos, llevan su vida comprando y vendiendo y divirtiéndose de vez en cuando. Todo esto está bajo control. En los barrios junto al río es otro cuento. Especialmente en la “Villa de los Perros”. Le cuento esto: una pareja de carabineros esperaba y despedía el tren y luego otra, en los muelles, para despedir los barcos. Pues bien, estos malditos me descalabraron no una sino muchas parejas de carabineros; a pedradas de los chicos, según los adultos, en todo casi siempre lanzadores invisibles y nunca nos fue posible comprobarles nada -.

“Te olvidas de algo, Teniente, te olvidas de una tarde en que corrías tu potro por el camino pegado al barrio y al río. Te olvidas del chico de rostro cubierto por su pelo. Te olvidas de los tres salmones que portaba y que fueron por ti “requisados” como pesca clandestina. Te olvidas de ese chico y de sus ojos que no viste y de su rostro cubierto”.

- Todo esto ocurría, Inspector, con esa gente, de ese barrio, hasta que la Gobernación Marítima mandó un sargento que lleva el control de los buques y los botes. Ahora ellos se sienten inflados porque un marino cumple ese rol y han desplazado a los carabineros. Con todo esto quiero decirle, Inspector, que investigaré a Marlen cuando regrese o bajen las aguas. Necesito ir personalmente, con mis carabineros de apoyo -.

- Para entonces no estaremos aquí, Teniente. Esta diligencia se acaba para nosotros después de visitar la casa del occiso, interrogar a la servidumbre y establecer los hechos y el informe. Después será decisión de mis superiores el que pueda regresar. Si de esta tarea obtenemos los datos e identificación del culpable, nos encargaremos de su aprehensión; si no lo podemos encontrar de inmediato le llegará a usted una orden del juez para aprehenderlo. Es lo que se acostumbra, ¿o no, Teniente? -.

- Sí, Inspector, está claro, sólo pensé que podía dedicarle un tiempo a la averiguación en su ausencia -.



- Gracias Teniente, nos vemos esta noche, después de nuestra visita -.

- ¿Ya sabía usted Inspector, que don Anselmo estuvo en casa de Marlen la noche del jueves, después de la retreta? ¿Y que se retiró por sus propios medios, camino a su casa?

- Necesito su fuente de información, Teniente -.

- Se la daré esta tarde, Inspector, a su regreso -.

La casa de don Anselmo es de una planta con techo a dos aguas, de zinc. Mira hacia un costado de la plaza de armas y hacia atrás a un semibarranco que termina en unas vegas pequeñas bordeadas por el río Damas.

A los golpes sobre la aldaba de bronce apareció la sirvienta, una mujer joven de pelo negro peinado en dos largas trenzas que cuelgan sobre su espalda. Los ojos negros, grandes, destacan sobre el cutis moreno y ahora inquietos, interrogan sin hablar a los detectives. Estos se presentan, con la orden de cateo emitida por el Juez y solicitan, a su vez, su nombre completo, su carné de identidad e inician las preguntas.

La mujer los guió hasta una sala de muebles torneados, de barniz negro y acolchonados de cretona. Plantas ornamentales en jarrones chinescos acompañan o tapan parcialmente los muebles. Unas pinturas al óleo, maltratadas por el tiempo cubren parte de los muros de madera entre acuarelas de colores delicados. El piso encerado de la sala deja huir el olor de la cera natural y les llega mezclado con el olor a húmedo de las plantas. Por la ventana alta y angosta se filtra un poco de luz de esa tarde fría y nubosa.

- ¿Cuándo fue la última vez que vio a su patrón, Lila? – empezó el Comisario.

- El jueves, después de la retreta. No se perdía esa función por nada. Estuvo aquí, en la casa, dándome órdenes y luego se encerró en su oficina con sus papeles -.

- ¿Alguien lo visitó ese día?

- Estuvo todo el día en la tienda, despachando gente. Yo fui entre las diez de la mañana y las tres de la tarde que es cuando llegan más compradores. Se vendió bastante ese día y él estaba muy contento. Sospeché que, por la noche, visitaría a Marlen, porque siempre se ponía así cuando la tenía metida en su cabeza. Además canturreaba su canción favorita -.

- ¿Qué canción? -.

- Esa de la Juana Pérez… cuando me ve con plata… casi se muere…

Pero esa canción ¿qué tiene que ver con ir a ver a Marlen?

- Está o estaba loquito por ella. Le había ofrecido todo, hasta la casa y el negocio si se casaba con él. Pero ella no es de esas. Y, que yo sepa, no está enredada con ningún hombre, por lo menos de aquí -.

- Pero ese día que estaba especialmente contento. Talvez pensaba o tenía algo que podía convencer a Marlen. ¿Compró oro esa mañana? -.



- ¿Oro? -.

- ¡Ya sabemos que compraba oro, mujer! -.

- En ese caso, la verdad es que sí compraba. A mí siempre me despachaba cuando llegaba algún minero, con cualquier pretexto y me decía: mientras menos veas, mejor -.

- ¿Y cómo podías distinguir a un minero de otro comprador? –.

- Muy sencillo, señor, un minero es diferente a todos. Aquí, a la tienda, llegan de compras campesinos, parceleros, la gente o los chicos del pueblo, o de villas y los mineros. Y todos son diferentes, hasta los chicos de las villas son diferentes a los chicos “del alto”, como ellos llaman a los muchachos de aquí, arriba. Los adultos y vecinos son todos conocidos; este es un pueblo pequeño, muy comercial y muy industrioso pero pequeño -.

- ¿Y esa mañana no vio ningún minero? -.

- Como a las tres, don Anselmo me mandó a preparar la mesa para servirle el almuerzo. Y ahora que usted lo dice, entre toda la gente venía uno que no vi más de dos o tres veces en más de cinco años -.

- ¿Conoces su nombre? ¿Cómo es, físicamente? -.

- No lo sé, señor…

- Señor Inspector – la interrumpe el Teniente.

- No lo sé, señor Inspector… sólo que la última vez que estoy recordando… Don Anselmo discutió con él porque no quería fiarle; de eso hace cosa de un año. Ese día, él me mandó a mis quehaceres de la casa pero en estas construcciones, usted sabe, señor, se oye todo por entre las tablas. Lo que recuerdo es que finalmente le dijo: quiero resultados, no esperanzas; último pedido que te surto. Y lo anotó en su libreta negra donde lleva las cuentas de sus clientes. Quizás allí esté su nombre -.

- ¿Y físicamente? – le recuerda la pregunta el Teniente -.

- Es delgado, como todos o la mayoría de los mineros; ya ve que se pasan la vida escarbando y dicen que así no acumulan grasa y la que les sobra la dejan cualquier día en la casa de La Pocha – y sonríe con la malicia cargada en sus ojos oscuros – es de pelo medio rubio, medio colorín y de ojos café y las pocas veces que lo vi, calzado con ojotas y calcetines de lana, con el barro rojo de las minas, medio seco y medio mojado, porque aquellos no son caminos para cristianos -.

- Te fijaste bien en él… Lila… -.

- ¡Es que estos tipos de repente son buen partido…señor Inspector…! Y no es que me ande dejando el tren… ya ve que no soy tan de despreciar – y alza cuanto puede su estatura mediana aspirando rápida a destacar el busto y la barbilla levantada. El Teniente mira esta vez al Inspector para ver su reacción, pero sólo logra observar un rostro casi impasible, solo con una leve y comprensiva sonrisa que anima a la mujer.

- Claro que a este tipo la vida no lo estaba tratando nada bien… según las palabras de don Anselmo… aunque con estos mineros nunca se sabe. Su dicho favorito es: pronto rico, pronto pobre… son hombres muy distintos a los que veo todos los días en la tienda. Y en casas de remolienda, cuando aparecen, siempre hay algún muerto por la mañana. Como que la vida para ellos no tiene el mismo valor. La vida de otros quiero decir porque la propia, la cuidan mucho, entre otras formas, escarbando la tierra para arrancarle el oro que siempre se les va entre los dedos, con parrandas o entre faldas de mujeres… -.

- Veremos los papeles de don Anselmo y esa libreta negra… - la interrumpe el Inspector y ella los guía hasta un cuarto que hace de oficina, con un escritorio antiguo, con cubierta retráctil. La única ventana da hacia el río Damas, oculto por los mimbres y la niebla que empieza a surgir desde sus orillas.

El Teniente y el Inspector se dieron la tarea de examinar todo papel que encontraban en el escritorio atiborrado de notas, boletas de la tienda, ya sin valor y libros de contabilidad, pero la libreta negra no aparecía en ninguno de los cajones y escondrijos del escritorio.

- Para mí que este tipo mantiene información non santa en esta libreta, Inspector. No me explico su desaparición de otra manera. Aquí tenemos – y mostró el escritorio con mano extendida – toda una documentación en regla. Como quién dice, está lo que se puede mostrar a cualquier autoridad. No hay una caja de fondos, tampoco.

- Veremos su dormitorio y otros cuartos – le responde el Inspector.

Y solicitan la ayuda de la mujer, que conoce o debe conocer todos los rincones de aquella casa. Después de dos horas y de haber registrado incluso la leñera que ocupaba un espacio igual al primer piso, se dieron por vencidos. La libreta negra, con sus tapas de cuero no apareció en el registro.

- Debería estar en su cuarto – reflexiona el Teniente.

- O en algún hueco escondido del escritorio – agrega su jefe.

Y se lanzan otra vez al cuarto oficina. Al entrar se detienen y miran de piso a techo cualquier posibilidad. En los muros había dos pinturas al óleo, un enorme calendario con desnudos y un gobelino con escenas de Venecia. Iniciaron la nueva búsqueda separando cuadros, calendario y el gobelino que ocupaba toda una pared. Detrás de cada objeto sólo encontraron la pintura con tono más vivo que la zona descubierta, pero ni un rastro de puerta o acceso.

El Teniente pidió ayuda a su jefe para mover el pesado escritorio de nogal. Después de mucho esfuerzo lograron desplazarlo de su lugar y al levantar la alfombra que había bajo él descubrieron una puerta de hierro, pequeña, de treinta por cincuenta centímetros, con un grueso y viejo candado. Mientras el Teniente forzaba el candado, el Inspector buscó en la parte baja del escritorio algún resquicio que permitiera llegar a esa caja sin necesidad de mover el viejo mueble. Lo encontró en el fondo, con doble cavidad, las dos corredizas. Al correr el primer piso vio la libreta negra en el fondo. Junto a la gruesa llave del candado.

- Aquí está la llave Teniente -. El teniente lanzó un suspiro de alivio y cogió la llave, alzando la tapa de hierro – luego, llamó a Lila y le pidió asistir el cateo y enlistado de bienes del occiso.

En el interior de la caja habían otras, de madera delgada, ocupando la mitad del espacio. Ese espació contenía pequeñas bolsas de cuero, amarradas con cordones de algodón muy firme. La primera caja contenía relojes, la mayoría de plata, de las más diversas marcas. Junto con los relojes estaban sus cadenas, también de plata o algún adorno que pendía de las cadenas.

La segunda caja contenía relojes de oro, la mayoría con doble tapa y la infaltable leontina que alguna vez lució sobre el chaleco de algún dueño. Los relojes eran de conocidas marcas suizas y tres de ellos lucían la clásica estampa del ferrocarril de la marca Waltam.

La última caja almacenaba collares, de piedras y perlas, pulseras de anillo y cadenas. Predominaban las delgadas cadenas tejidas de oro y algunas combinadas con los dos metales, con crucifijos gruesos de diferente factura.

Las bolsas en el espacio vecino a las cajas contenían pepas de oro, separadas por tamaño. Estaban ordenadas de menor a mayor, hasta las últimas que estaban asentadas sobre dos objetos envueltos en una delgada badana de borrego.

El Inspector había ordenado los objetos sobre una de las cubiertas extensibles del escritorio e hizo traer una pequeña mesa sobre la que fue clasificando y ordenando el contenido de cada caja. Lo último que desenvolvió fueron los pesados objetos envueltos en la badana. Eran dos pepas gigantes: el primero pesó tres y medio kilos y el segundo nueve kilos con ochocientos gramos.

El teniente estaba sin habla ante el desfile de joyas y la última aparición y peso de los lingotes. Lila, con sus ojos negros, normalmente grandes, ahora los tenía del tamaño de una pelota de ping – pong. Sólo el Inspector no parecía emocionado y cuando habló su voz estaba muy calmada y tranquila.

- Llame al Juez, Teniente, explíquele el resultado del cateo. Que sea acompañado de un escribano. También comuníquese con el Teniente de carabineros y que se haga acompañar de un subalterno -.

Cando el Teniente hubo terminado sus llamadas el Inspector le comentó:

- Ahora, Teniente, sólo nos falta encontrar al asesino. Por lo que hemos encontrado el móvil no fue el robo. Un ladrón habría hecho confesar su escondite a este hombre y probablemente no habría llegado al asesinato. Esto me huele a crimen pasional. Más visceral que nada -.



- Este hombre era, evidentemente, un usurero, Inspector. La libreta contiene toda la historia de este pueblo, incluidas sus pequeñas miserias. ¿Ya observó los intereses? Más que leoninos, como dijo doña “Pocha”, y también hablo de “una mina que le dio tres kilos y medio” a Don Anselmo, según comentó de su última noche -.

- Necesitamos encontrar al minero que le trajo esos lingotes porque, justamente, uno de los lingotes pesa tres kilos y medio. Probablemente sea el que describió Lila, y, probablemente, sea un socio, no un vendedor habitual e independiente. Recuerde la larga serie de mercaderías consignadas a nombre de Urrea. Y eso lleva arrastrándose varios años, la deuda es enorme… -.

- La mayor parte por intereses y el resto por alimentos y herramientas… -.

- Intereses usurarios. Le faltarían años… y dinero para pagar su delito si el minero lo hubiese denunciado… -.

- El minero y las otras gentes, dueños de estas joyas… esto parece la cueva de Alí Babá, Inspector… -.

- El problema con la gente es que no denuncia la usura. Aunque los esté matando; muchas veces es por la presión del prestamista que amenaza con cortar los préstamos e inventará otras amenazas, menos santas ¿quién puede saber? El mundo de la usura es la peste de un pueblo y pobre del país que cae en sus garras -.

- Pero luego no faltan abogados… -.

- Abogados para el diablo, Teniente. No abogados del diablo, que es muy diferente. Pero basta de filosofía delictual. Creo que volveremos con la Pocha. Esta misma noche -.

- ¿Esta misma noche, Inspector? Ya son las once de la noche. Empezamos esto a las seis de la mañana, con los comentarios del hotelero… -.

- Usted eligió su carrera, Teniente. Esto no tiene otra salida. Cundo hay una pista hay que seguirla hasta que esté clara como el agua; por otra parte, a esta hora, recién empieza la fiesta en La Casa Azul -.

- De acuerdo Inspector, pero antes vamos a comer algo para cargar las baterías -.

Después de esa conversación llegó el Juez con su escriba y el Teniente de carabineros con el Sargento. Rápidamente los pusieron en antecedentes y después de hacer entrega oficial de las joyas y el oro, al Juez, se retiraron.

La niebla de esa noche ocultaba todo en las calles. En el hotel habían cenado bien y después de un baño, los dos detectives estaban armados con nuevos bríos para continuar la investigación. Ahora estaban camino a la Casa Azul. Las calles estaban malamente iluminadas por pequeños focos en los postes de madera y no lograban romper la niebla que se metía entre los bigotes del Inspector y la cabellera descubierta del Teniente. El pavimento de la vereda sólo había durado tres cuadras y ahora caminaban sobre cascajo, desecho por la caldera del ferrocarril.

- Respiramos pura agua Inspector… - El inspector solamente sonrió, debajo de su sombrero de ala corta. Y pensó que el Teniente estaría muchos años recordando ese viaje con todas las dificultades enfrentadas.

La Casa Azul se anunciaba a una cuadra, por la música melancólica del piano, con acompañamiento ocasional de platillos en bajo sonoro. Luego vieron la luz filtrada por la ventana que solo alumbraba el banco de niebla. En la esquina, a la entrada, un foco rojo iluminaba la puerta y la mampara de cristales que daba acceso al salón.

Cuando entraron vieron a la Pocha en su sillón forrado de cretona, de grandes flores desteñidas. Las chicas, casi todas muy jóvenes, rodeaban un brasero con carbón a medio consumir. El pianista y el baterista, imaginando clientes, apenas sintieron su llegada se lanzaron en una música alegre e invitadora.

- Buenas noches señores ¿en qué les puedo servir? – saludó amablemente la Pocha.

- Sólo preguntas de rutina, doña Pocha… ¿por qué nos dijo que don Anselmo no estuvo aquí el jueves por la noche?



- ¡Hay Inspector, ya me pilló en curva! Por proteger a mis chicas. Esa tarde estuvo con la nueva que llegó de la capital. Ya la conocía, y hasta se había encaprichado con ella, aunque todo había quedado en nada con eso de llevársela. La voy a llamar para que la interrogue usted mismo.

Al llamado acudió una chica, muy joven, de pelo teñido caoba y pintura discreta.

- Di todo lo que te dijo ese hombre el jueves, Angela, los señores son detectives -.

Luego la Pocha siguió la conversación interrumpida con sus muchachas, alrededor del brasero -.

- Dime Angela, ¿Qué pasó el jueves con don Anselmo? – empezó el Inspector.

- De pasar no pasó nada, señor Inspector. Estuvimos en mi curato, como una hora, conversando. Aunque el único que hablaba era él. Me había prometido sacarme de la casa hacía ya un tiempo, desde la primera vez que me vio. Me dijo que le recordaba a alguien, no me dijo a quién. Y que esa noche haría algo, “una última tentativa” dijo, y que el sábado siguiente estaría por mí si es que le iba mal, algo muy raro, pero él era, a veces, muy extraño -.

- ¿Qué quiso decir con eso? -.

- La verdad no lo sé Comisario; después habló de su negocio y tarareó su canción favorita…

- “Dicen que no me quiere… la Juana Pérez”… - el Inspector le ahorró el resto de la canción.

- ¿Alguna vez vino por aquí, con un minero pelirrojo? –.

- Desde que llegué, no. – El comisario preguntó lo mismo a la Pocha y esta lo negó rápidamente volviéndose desde el círculo de mujeres.

El Teniente había estado interrogando a los músicos, sin resultado.

- Somos pájaro nocturnos, detective. Dormimos aquí mismo, todo el día y luego le damos a las teclas, en la noche… -.

- Y a la batería… - agregó el Chicobat. Tenía una cara de expresión cómica, que movía a risa. Una especie de Gnomo, poco más alto que su instrumento.

El inspector decidió dejar el interrogatorio después de comprender que las piezas iban encajando, ordenadamente, en su imaginación.

- Y ahora a dormir a pierna suelta, Teniente -.

- La mejor noticia del día, Inspector -.

Al día siguiente viajaron en el tren de las trece horas que llegaba una hora y media más tarde hasta la estación de la línea central. En el viaje, el Teniente, por fin relajado, tenía la vista clavada en la ruta del tren. Todo el viaje lo hacía pegado al río, a excepción de algunos trechos, en que se metía tierra adentro. Después de cuatro paradas cortas arribaron y se desplazaron hasta la boletería para obtener sus billetes a Santiago. Tenían dos horas libres y, el Inspector, después de llamar a su superior en la capital, invitó al Teniente a conocer la parte céntrica de la ciudad.



Lo más interesante de la ciudad era el mercado, una estructura de hierro fundido, que debe haber llegado con las primeras cargas del ferrocarril. Dentro del edificio había un ajetreo de hormiga en los puestos de frutas y verduras, mientras en los restaurantes los parroquianos despachaban los platos humeantes de mariscos y pescados de la costa cercana. Se instalaron en uno de ellos y, por primera vez en su vida, el Teniente probó un cóctel de erizos. Después de paladear el sabor extraño y penetrante, le agradeció al Inspector su invitación a un marisco que, después de ese día, jamás dejaría de comer en cualquier lugar de la costa del país que se encontrase.

En el viaje a la capital durmieron, sin comentar los incidentes de la pesquisa. El Teniente no quiso interrumpir la concentración de su superior y luego, el vaivén y traqueteo del tren lo durmieron hasta el día siguiente, casi llegando a la gran estación central.

En la embajada Alemana les dieron las señas de Marlen, luego de la explicación del Inspector. El taxi que los esperaba a la puerta arrancó en dirección opuesta, hacia el oriente, internándose por un cañón de la cordillera. Después de un largo recorrido por el camino serpenteante del cañón, ubicaron una casa quinta, con un gran portón de madera, a la que correspondían las señas de la embajada.

Inserta en el portón, se destacaba una puerta pequeña en la que una pequeña flecha indicaba un cordón para la llamada. A los pocos minutos apareció una chica, con un delantal largo y una cinta apretando la estrecha cintura. Los invitó a pasar antes de que se presentaran y luego los guió hasta la casa que se alzaba bajo el cerro nevado, casi al fondo del terreno.

En la sala, los esperaba una mujer alta y delgada, muy rubia, de pelo cortado a la altura de los hombros. Al tenderles la mano sonreía y los invitó a sentarse.

- Les esperaba caballeros – dijo a modo de saludo – me avisaron desde la embajada ¿En que puedo servirles? -.



- Hemos hecho este viaje exclusivamente para hacerle algunas preguntas en relación a la muerte de don Anselmo, el jueves por la noche -.

- Yo salí el viernes en la mañana… ¿de qué murió don Anselmo?

- Debió quedarse – le dice el Teniente – el hombre murió de una cuchillada al corazón – y se la quedan mirando para ver su reacción. Aparte de ponerse muy pálida no observaron, ni cambio en la voz, ni nerviosismo.

- No había ninguna razón para quedarme, señor. Es la primera noticia que tengo de esta muerte. Era un buen amigo. Si ustedes fueron a mi casa, comprenderán que no es lo más cuerdo quedarse en una crecida, si es que hay una opción de salir de allí… -.

- Su opción es, indudablemente, muy diferente a la de la villa de los Perros – comenta el detective mirando los acabados finos del interior, las vigas labradas, los muebles de buen gusto, impecables.

- Yo prefiero llamarle Villa de la Estación… Teniente… -.

- Ahora eso es lo de menos – les interrumpe el Inspector – deseamos saber si vio a don Anselmo la noche del jueves y qué ocurrió; cualquier detalle que recuerde será beneficioso para todos…

- Especialmente para usted, Marlen – el Teniente miraba fijamente a la mujer. Ella estaba muy tranquila y no tomó en cuenta la observación, que encerraba todo un prejuicio. En cambio, se dirigió al Inspector y volcó toda su atractiva figura para responderle.

- Estuvo en mi casa la noche del jueves, Inspector y pidió hablar conmigo, a solas. Aún no se había sentado cuando le hice una broma que le molestó terriblemente -.

- ¿Qué broma fue esa? -.

- Le dije que traía el perfume de la Casa Azul. Lo negó bruscamente hasta que le dije que todo era una broma y tampoco me importaba donde hubiera estado, esa noche, ese día, o cualquiera de sus días. Al verme tan seria me pidió disculpas y me lanzó un discurso que ya le había oído mucho tiempo, sólo que esta vez con una variante en el monto de la oferta -.

- ¿Monto de la oferta? -.

- Sí Teniente, me estaba ofreciendo todo su dinero y algo que había traído uno de sus socios de una mina del norte, si esa misma noche me escapaba con él para casarnos. No me lo dijo ni me interesó preguntarle quién era su socio. Sólo que al ver que yo callaba y no me interesaba su propuesta, me dijo que había comprado a su socio su parte de la mina y ahora él solo era dueño de ese filón fantástico. Eso fue todo lo que dijo -.

- ¿Qué sabe o sabía usted de este hombre? -.

- Solamente que era un tendero próspero, también me había confiado que era comprador clandestino de oro, y traficaba con todos los pirquineros de las minas cercanas -.

- ¿No se le escapa algún otro detalle? -.

- ¿Cómo qué, Teniente? -.

- Como que era un prestamista, por ejemplo -.

- Eso lo supe por rumores. Personalmente nunca me habló de eso y como no me consta, no hago comentarios -.



- ¿No vino acompañado de nadie, esa noche? -.

- No sabría decirlo, las aguas habían ocupado la planta baja y todo se desarrollo en la salita del segundo piso, en donde están los cuartos de las chicas. Al irse, en un bote que vino por él, creí escuchar voces del botero con alguien más, y pensé que sería algún pasajero de alguna casa vecina -.

- ¿Nunca tuvo usted una relación con don Anselmo? -.

- Nunca, ni siquiera con nadie de ese lugar… -.

- Y ese vientre crecido – le dice irónicamente el Teniente.

- Esa es otra historia, joven… - contesta casi festiva – no tiene nada que ver con lo que ustedes investigan. Es mi derecho guardar mi intimidad -.

- Podría verse obligada a contestar en el tribunal -.

- En ese caso podría responder que de padre desconocido, ¿no le parece?... y dado mi oficio…

- Usted gana, Marlen – le responde el Inspector - ¿Podría identificar al muchacho del bote? -.

- Difícil, Inspector, esa noche tenía la preocupación de mi viaje al día siguiente, la seguridad de las chicas y dejar con sus instrucciones a Tatiana, la gorda. El tiempo que me quitó con su historia don Anselmo, tuve que recuperarlo cuando él se despidió. No podría identificar a la persona del bote, esa noche. A veces, en general, me saludan el llegar pero esa noche no recuerdo que lo hayan hecho.

- ¿Porqué insistía tanto el tendero en casarse con usted? -.

El inspector, después de alejar su mirada de Marlen, mira al Teniente casi con lástima. “Lo comprenderá cuando llegue a los cuarenta – pensó – no antes”.

- Estaba empecinado conmigo, Teniente; muchas veces le aconsejé un casamiento con una burguesa de su nivel; a la larga – le decía yo – se va a sentir feliz con reuniones de la Cruz Roja, el Bingo de Los Leones y el desfile de modas en la misa de las once, de los domingos. No quise nunca darle pié ni siquiera a una esperanza… menos a confidencias; quizás sentía que su orgullo estaba en juego; le daba mucha importancia al poder del dinero. No concebía otra cosa que sumisión ante una fortuna, tal como él la explicaba. Y mi negativa quizás iluminaba sus fuegos...-. Luego Marlén se quedó mirando al Teniente hasta que éste desapareció del ángulo de sus ojos claros cuando éste abandonó el sillón, confuso.

- ¿Gustan té? – los dos aceptaron la invitación. A pesar de la calefacción dentro de la vivienda, un té era reconfortante para ellos, que habían viajado toda la noche. Por los ventanales lograban ver la cordillera nevada y una semioscuridad caía a esa hora, todavía temprana.

Después de despachar dos tazas, el Inspector decidió dar por terminado el asunto y se levantaron para retirarse. Agradeció a Marlén su ayuda y le pidió no salir de la ciudad sin aviso.

Cuando los hombres hubieron abandonado la vivienda y después de escuchar el ruido apagado del motor del taxi a la distancia, Marlén entró a un cuarto que hacía de biblioteca y oficina. Detrás de un amplio escritorio estaba sentado un hombre joven, de su edad, más o menos. Al verla fue a su encuentro y la dejó meterse en sus brazos nervudos.

- Mataron a don Anselmo – dijo – y un violento escalofrío sacudió su cuerpo.

- Ese tipo estaba cada vez peor. El oficio de usurero es peligroso y aunque siempre dominan la situación, no faltará un desesperado que llegue a los extremos. Esa noche ¿recuerdas? Yo estaba en el altillo, durmiendo, me despertó el golpe del bote contra la casa y vi en él, además del botero, un chiquillo del barrio, a un fulano con manta de grecas y sombrero negro, alón. Después de eso él estaba insistiendo desesperado contigo y tuve la intención de molerlo a golpes; hasta lo vi retrocediendo y brincar al río para escapar de sus puñetazos. Pero luego pensé que rompería tu secreto y que lo nuestro podría terminar allí mismo -.

- ¿Quién crees que pudo matarlo? -.

- El habló de una mina en el norte. Creo que eso fue una mentira y la compra de acciones o derechos a su socio, seguramente son intereses por préstamos. El sabía mucho de oro. Del mercado y cómo venderlo, también clandestino. No es nada de raro que exista una mina, pero no en el norte. Lo más cuerdo es pensar que es de la misma zona; con alguno de los muchos mineros que durante treinta años le han vendido su mineral. A lo mejor el hombre de la manta de grecas tiene la respuesta -.

- Ahora estoy tranquila, “Venado”. Por un momento llegué a pensar que tú, después de salir de la casa… esa noche… en un momento de furia…

- Sabes lo suficiente de mí y que el asesinato no es mi estilo. Esa noche me fui a dormir al Hotel, en el alto, como siempre; viajé en el mismo tren de las siete, contigo, sólo que en otro vagón. Y luego nos vinimos a casa y de aquí me he movido solo para las compras de campo -.

- ¿Viajarás siempre esta semana? -.

- Sabes que no puedo posponerlo. Debo llegar a mis montañas y atender las faenas…

- Ya lo sé y también estaré sola cuando venga el bebé. ¿Qué piensas que será? -.

- Un “Venado”, por supuesto – le dice riendo.

- Eso será entonces, porque anoche lo soñé y tenía tus mismas pecas, en la nariz alargada -. Los dos ríen y regresan al salón por una taza de té.



De regreso en el taxi, el Inspector explicaba a su ayudante sus conclusiones.

- Iremos con el Prefecto, su tío, Teniente. Mis conclusiones son las siguientes:

La muerte de este tipo no se dio en ninguno de los prostíbulos del lugar. Su cuerpo fue lanzado al río Damas y flotó al río principal, en donde el efecto de la rebesa, como llamó esa noche el Sargento a la contracorriente, lo derivó hasta las matas de mimbre en donde el cuerpo fue sostenido por la maraña de sus varillas. La manta contenía una arcilla amarillenta con gran cantidad de mica que es propia del río Damas, que arrastra los lodos de los lavaderos y los residuos minerales de las excavaciones, Recuerde que la arena, en el lugar en donde encontraron el cuerpo, es negra volcánica, muy diferente. El lugar más lógico para esta suposición es que fue en la zona de la casa del occiso o, en el bajo del río Damas, frente a su casa.

- Todo eso, Inspector, no nos descubre al asesino -.

- Claro que no nos descubre al asesino, pero debemos suponer que ese día, su socio fue a liquidar sus dos últimas entregas. Esas dos especies de retortas de tres y medio y nueve kilos más ochocientos gramos. Una fortuna. Por lo que nos ha dicho Marlén, y creo todo lo que dijo, el tipo había comprado sus acciones a su socio. Usted vio la libreta negra con el nombre de Urrea repetido en seis años, y una larga lista de alimentos y herramientas e intereses sobre intereses acumulados, excediendo muchas veces la deuda original. Además de usurero, el tipo estaba loco por Marlén y quería, a toda costa, presionarla con su fortuna para ese casamiento. Quizás, es probable, que la conversación y discusión con el socio, se haya realizado después de la visita a casa de Marlen. El estaba en el peor de los ánimos por el rechazo de la mujer y talvez con las esperanzas definitivamente perdidas. Era de carácter violento, recuerde su reacción con los chicos de la retreta ese día. Si en presencia de su socio le pasó la factura por todo lo acumulado, y le hizo las cuentas del negro, el resultado es una reyerta; muy probable en la misma casa. Si eso fue así, el cuerpo fue llevado o arrastrado hasta el río Damas -.

- Su conclusión es que el minero pelirrojo es el asesino, Inspector -.

- Más bien víctima de un estado de furor momentáneo, provocado por la avaricia de don Anselmo. Probablemente al hacer cuentas esa noche -.

- ¿Concluyendo, Inspector? -.

- Concluiremos cuando nuestro superior dé el visto bueno a esta teoría. Después de eso usted viajará al mismo pueblo e interrogará a la sirvienta… ¿Lila? Ella se me hizo una persona muy avispada y si algo no nos dijo fue de la visita del minero pelirrojo ese día jueves o esa noche del jueves, no me extrañaría que la haya pretendido o, que ella misma le haya dado alas al pelirrojo. De ser así, en este momento, el hombre pude estar en cualquier lugar de Argentina. Recuerde que en esa zona es más fácil el cruce de la cordillera que llegar a los lavaderos de oro -.

- ¿Iré solo, Inspector? -.

- Sí, Teniente, en este viaje ha crecido y es bueno para usted darle el toque final. Desde la misma oficina encargaremos la detención del minero al Teniente de carabineros y ojala lo encuentren en las minas, aunque llegar allí, en invierno es peor que una casa en una crecida. Pero será un buen ejercicio para el sobrante de energía del Teniente y su sargento. Por mi parte, según mi opinión, el pelirrojo se largó a la pampa la misma noche del hecho. Pero esta es una diligencia que debe hacerse en cualquier caso. Yo esperaré sus resultados de aquí a quince días. Hace mucho tiempo que no pido vacaciones y creo que me las he ganado… y usted también, a su regreso… Teniente detective -.

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