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pedrofuentesriquelme

Cuento: El perro azul


CUENTO VILLANO: EL PERRO AZUL




La Coti estaba apaleando ropa en la roca del río cuando llegó doña Laura. -Se la entrego mañana sin falta, doña Laura - le dijo, sin levantar la cabeza. Ella adivinaba a esta vieja pituca aunque viniera de noche con su ropa siempre negra. Ese perfume a violetas muertas la denunciaba aunque caminara contra el viento, como ahora.

-No vengo por la ropa Coti, ya sé que me la prometiste para mañana - le hablo con los dientes apretados, casi cerrados, sibilante la voz rasposa por entre los labios delgados - esta vez le vendió a Orianita un perrito azul. Sin que se nombrara a nade la Coti supo que se trataba del Adrián.

…y la hizo muy buena – siguió diciendo - mandó de cuchufleta a mi sobrino, ese loquito de Ramón que se muere por la Orianita. Lo engatusó con un peso y él se quedó con nueve. Son cosas de niños, doña Laura…



Ya no son cosas de niños Coti, el Adrián va a cumplir los 12 y anda de gallito pisador. Me lo dijo la Asunta. Imagínese esa responsabilidad por esa chiquilla. Me la trajeron sus viejos del campo para ayuda en la casa a cambio de estudios y yo ahora con este pastel. ¿Con la Asuntita… ? – la Coti apenas pudo hablar - y reanudó con vigor el golpe de la paleta contra la ropa. -Así me vas a romper la ropa interior, Coti - la previno doña Laura - … agarró a la Asunta debajo del muelle cuando fue por el agua y en el forcejeo cayeron los dos al río. La pobre llego estilando y sin agua, con el balde vacío del puro susto. La Coti estaba muda y aunque doña Laura había callado ella seguía su faena sin mirarla.

Ya no son cosas de niños Coti, el Adrián va a cumplir los 12 y anda de gallito pisador. Me lo dijo la Asunta. Imagínese esa responsabilidad por esa chiquilla. Me la trajeron sus viejos del campo para ayuda en la casa a cambio de estudios y yo ahora con este pastel. Y eso no es todo, Coti. La Orianita se puso a jugar con el perro y se llenó de tierra, ella y el animal. Y ya ves cómo es de fijada esta niña con su ropa, aunque sólo tiene nueve años. Se puso a lavar el perro y era pura pintura ese pobre bicho. Yo creo que lo hizo con el azul de metileno que venden en la farmacia. Ya ves que esos chiquillos preparan así su tinta para la escuela. Manchando su tarea se le habrá ocurrido esa idea a este demonio tuyo, Dios me perdone, Coti. Lo tienes que parar ahora o quizás en qué lío te va a meter un día de éstos.

La Coti dio una última pero feroz paleteada a la ropa, como si fuera la cabeza de su peor enemigo y se plantó frente a doña Laura.

- Le voy a pagar esa salvajada del Adrián, doña Laura, por Dios que se la voy a pagar – lo dijo con una larga e infinita rabia e impotencia. - No vas a poder pagar, Coti, si apenas te alcanza para comer… La Coti alzó su cuerpo, alto, moreno y fuerte, enrolló su largo pelo negro en un moño y mostró su rostro hermoso. Y mostraba ojos jóvenes e invencibles, ardidos, llenos de lágrimas que no resbalaban y que parecía contener sólo con el movimiento de las aletas finas de su nariz alargada.



- Aunque no comamos le voy a pagar, doña Laura. Antes me muero de hambre que no pagarle -. Enseguida se dobló sobre la ropa y llenó la cesta de mimbre hasta los bordes y la alzó sin esfuerzo sobre la cabeza quedando equilibrada en el moño; éste ahora escurría el agua clara del río por la presión del peso de la ropa mojada y llenaba de surcos la tez morena. Ella aprovechó esa agua y esos surcos y soltó la que preñaba sus ojos, fuera de la vista de doña Laura.



- Y la ropa de la Oriana se la voy a desmanchar de alguna manera… - siguió diciendo con voz firme mientras avanzaba a tranco largo, con el vestido blanco pegado a los muslos, seguida por la mujer, todavía joven pero que se veía frágil y disminuida a su lado.

El sendero de tierra bajo los viejos eucaliptos que formaban un rectángulo terminaba en la casa de la Coti. Esta era una construcción de madera sin cepillar, traslapada, con dos cuartos y una cocina amplia que servía de comedor. La vivienda estaba ordenada y limpia, apenas iluminada por la última luz de la tarde. En esa latitud el día invernal cae temprano, apenas con una penumbra, casi siempre cargada de niebla que sube del río e invade el barrio de casas parecidas, sólo que algunas hasta de tres pisos y siempre en el último un ventanal saliente, especie de altillo, con techo a dos aguas con ventanas de pequeños cristales.

Doña Laura siguió a la mujer hasta la cocina y ocupó el sillón tejido de mimbres que era parte del mobiliario. Lanzó un largo suspiro, como si hubiese cargado la pesada canasta y siguió con ojos cansados los movimientos rítmicos y precisos de la lavandera.

- No pasarías estas penas y estos trabajos si te vienes para la casita de la granja, Coti, no entiendo esta porfía tuya en seguir lavando ropa ajena por unas chauchas. Allí te doy tu sueldo y la casita alcanza para ti y tu hijo. Podrías controlarlo mejor… y alejarlo de este barrio de perdición-.



- Yo no me empleo, doña Laura, se lo he dicho mil veces-. - ¿ Y si te doblo el sueldo ? -. - Ni así, doña Laura – y con un movimiento rápido extendió una colcha amarilla sobre el último cordel libre, pegado a la cocina a leña que entibiaba la casa y el principio de la noche. Ahora la cocina tenía un aire fantástico con todas las clases de ropa y colores colgadas a diferentes alturas. Pasó un largo tiempo hasta que doña Laura volvió a hablar. - ¿ Es orgullo entonces, Coti ? ¿ ese tonto orgullo de ustedes, los villanos ? – Con el “ustedes” quería indicar toda la población del barrio.



- A lo mejor es orgullo, doña Laura – le respondió, ya calmada y tranquila, sentándose en el sillón frente a ella y después de lanzar lo que apenas fué un suspiro – a lo mejor es orgullo, pero entienda doña que es lo único que tenemos-. Luego se la quedó mirando, con una sonrisa en fuga, apenas dibujada en los labios llenos y ésta subía hasta los ojos, ahora alargados y un poco más brillantes, con una invicta alegría interior.

Afuera, en la calle inmediata, se oyó el movimiento de resortes del coche de tiro que esperaba a doña Laura. El caballo era calmado por la voz del cochero que luego bajó y golpeó con el mango de hueso del rebenque en la puerta de tablones. - ¡ Ya voy Colipe, no me voy a tardar toda la noche ! -.

- ¡ Pero usted sabe que la noche en este barrio no es buena para un cristiano y luego no me diga que no le dije ! -.

- ¡ Este viejo está cada día mas cómodo, vive como rey en la casita y así me lo agradece, apurándome, como si yo fuera su qué !. El orgullo no es bueno para nadie, Coti. Es pecado y mal consejero. Piensa en mi oferta y por mientras sólo descuenta un peso por cada lavada. Que no se diga que soy insensible. Y le daré su buena a la Orianita. Ella sabía quien era el verdadero vendedor del perrito porque está loca por tu Adrián y le celebra todas sus lesuras -.



Luego, alzando la falda negra se irguió y salió hacia la noche, alumbrada por Colipe con el farol a vela del coche.

La Coti se quedó en la puerta, con su cuerpo realzado por el marco, como en un recuadro oscuro, contra la luz del interior. Sus ojos miraban sin ver hacia las sombras, los oídos atentos a los ruidos del barrio, parte del cual despierta de noche y se llena de ruidos alegres, de sones de guitarra, acordeones y crujidos, de voces roncas con sus maldiciones, aunque esto último no es lo más frecuente pero, cundo sucede, amanece uno o más muertos y las casas entonces quedan selladas, en silencio. Son los días de bajar de los mineros desde las montañas con bolsitas cargadas de oro, en pepas, algunas como de calabaza y en la fantasía de muchos en plastas como fundidas de quince o más kilos. Todo esto por lo que sucedió con los dos parceleros de Trovolhue que desaparecieron después de encontrar algo en el campo vírgen; algo que arrancó el arado y cargaron en las dos bolsas de provisiones en las ancas de sus caballos. Pero ella mira la noche espiando los ruidos mas conocidos: el pitazo del tren en la curva que da entrada a la estación del ferrocarril y luego la sirena de los barcos apurando los pasajeros que seguirán, río adentro, en cualquiera de ellos, hacia las montañas y los bósques vírgenes. Su Adrián esperará el tren para ganar unos pesos y transportar maletas de los pasajeros que continuarán en el barco o los que llegan a la estación y punta de rieles después de algún viaje corto, o vendedores de oficio que viajarán por las tiendas del pueblo, asentado más arriba, en los cerros, con sus muestras de géneros y herramientas de ferretería.



Por allí andará su Adrián y ahora sus lágrimas caen libremente por sus mejillas delgadas y mojan hasta su barbilla alzada, pero esto no importa porque es de noche y nadie ve ni sabe que espera al hijo para azotarlo por diez pesos, amargos como una hiel.

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