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pedrofuentesriquelme

Cuento: La pelea de toda la noche


CUENTO VILLANO: LA PELEA DE TODA LA NOCHE




Los barcos que solían llegar entre diez y once se anunciaron temprano, apenas un poco después de las ocho de la mañana.

Ulises estaba descargando avena del molino de los alemanes para la tienda del turco Jaman cuando escuchó los tres pitazos roncos del Cautín. Unos minutos después llegó la sirena aguda del Saturno. Aún le quedaban diez costales por descargar y se dio prisa calculando el tiempo que aún tardarán los dos barcos en arribar al muelle. Como siempre, quiere ser de los primeros en llegar hasta el patio de descarga y espera que algún agricultor conocido lo contrate para el flete de sus productos hasta la bodega de embarque del ferrocarril o las bodegas de los comerciantes del barrio que estarán allí ofertando precios y pagos ventajosos. También piensa en los sacos de avena que carga en los hombros como un cajón de muerto… pero aún así corre por entre la bodega del turco, repleta de mercancías de todo tipo.



Conoce esta bodega como su mano derecha. Después de descargar el costal vira por entre cajones a medio abrir y coge unas nueces gordas que mete en la bolsa con que protege su cabeza del tejido de yute en los costales. En otro cajón encuentra sacos con pasas, recién llegadas de las tierras soleadas del norte, allí donde crecen las viñas y entregan los mejores vinos y pasas del mundo; cuando lo piensa ríe, recordando que por esa chifladura de exagerar los productos del país se lió a golpes con el sueco, el fogonero del Cautín que una tarde de ocio y copas, le puso en duda esa información. ¿Por qué será uno tan huevón - se pregunta – defendiendo hasta los vinos del país?

- Son diez pesos, Jaman - le dice luego al turco y éste lo mira largamente desde detrás del humo azul de su habano. Es el único en todo el pueblo que fuma estos largos puros que viajan mucho tiempo para llegar hasta él. Y los disfruta pensando que en su propia lejana Palestina jamás habría tenido los dracmas, dinares necesarios para un lujo como éste. Y hasta una cierta alegría se le refleja en la cara y como si Ulises le leyera el pensamiento piensa en cuando este turco llegó hasta estas tierras, como buhonero, con tres telas en una bolsa y un canasto con peinetas, espejos y pinches y mil chucherías para la mujer. Y ahora esta tienda enorme… ¿lo logrará el, un día, para comprar un camión para descargar el barco, él solo, de una sola y reverenda patada? - se pregunta alegremente - y ríe de sus locas ideas de esta mañana.



- ¡Descuéntame estas nueces y pasas! - y le muestra a Jaman el pequeño costal. - Eso va de regalo, Ulises, ya sabes que pobre turco no es tacaño -. Luego Ulises toma los diez pesos y se lanza por las calles del pueblo con sus dos animales a trote corto, rumbo al muelle, masticando nueces y pasas, metidas dentro de un pan francés, empapado en aceite de oliva.



En otro lugar, en un altillo de una de las muchas casas cercanas al muelle, duerme Pacheco en una payasa de paja, apenas cubierto por una vieja manta café. Desde el piso inferior su patrona le habla a gritos: - ¡que te levantes Pacheco! – y como después de mucho tiempo de voces no recibe respuesta, se lanza escaleras arriba con un golpeteo de zuecos contra los tablones, malamente armados. - ¡Pacheco del Diablo, levántate hombre… están llegando los dos barcos! - La palabra “barco”, fué mágica para despertar al hombre. Con una especie de bufido apartó la manta y quedó de pie y de paso su cabeza golpeó una de las vigas de roble de la vivienda de techo inclinado, a dos aguas. Le sucede a diario y diariamente se promete cambiar de pensión; a un cuarto en que pueda alzarse en toda su estatura sin partirse el cráneo. Sin perder tiempo bajó hasta el patio y hundió la cabeza en una pileta de madera en que se guarda el agua para el lavado de ropa. Con su misma camisa secó los cabellos tiesos de pelo negro y lacio que cubren los ojos abotagados por restos de sueño y la parranda de la noche anterior.



Al fondo del patio, bajo un pequeño techo de tablas esperan dos caballos de talla mediana, tobianos; uno con la crin larga y peinada color café claro y la del otro blanca, alzada como un plumón. Su orgullo son estas dos bestias y el carretón que nació de las manos sabias de Lucrecio, el tonelero. Las ruedas de rayos y la masa están talladas en troncos secos de boldo que es la mejor madera para la base central. Duran años, no se pudren jamás y resisten el cambio de rayos rotos. Cuando encargó las ruedas le dio el anticipo acostumbrado; muchos pesos que gano duramente como cargador en la bodega de los españoles, el principal comprador de productos. Cuando calculó que Lucrecio terminaría su trabajo se fue una tarde entera con él.



Le gusta mirar a este hombre de melena rubia sin peinar, de ojos profundamente azules que al terminar su faena ríe calladamente mirando la pareja de ruedas, los rayos limpiamente dibujados por el formón, y la masa color canela de la madera, reforzada por el arillo de hierro forjado. Le gusta mirar el rostro que aún bajo la barba, ligeramente encanecida, se ilumina ante el trabajo terminado.

- Traje medio pato don – le dice, comunicado de esa fuerza interior que emana del tonelero y alzando el poncho corto, un gastado poncho doñiguano desteñido, le alcanza una cantimplora de aluminio, llena de vino tinto, fuerte. El invitado alza la cantimplora y se despacha un trago largo y la regresa después de limpiar el gollete con su mano callosa. Pacheco se bebe el resto y deja caer en el piso unas últimas gotas: ¡para las hormigas! - dice y ríe suavemente de su propio chiste.



El ritual de las ruedas continuó en la herrería del Froylán que en ese momento tira de la fragua, forjando herraduras sobre el yunque. Los puños macizos de Froylán levantan el combo de ocho libras que danza sobre el hierro al rojo sujeto por la tenaza que oprime su mano izquierda; el óxido del hierro brinca y forma a su alrededor una lluvia de chispas que se apagan en el mandil de cuero de ternera que le ciñe la cintura. Está herrando unas bestias y no lo atenderá hasta terminar esa labor. Entretanto lo mira golpear uno de los clavos con que los carrilanos fijan las vías a los durmientes de pellín; ahora el clavo el rojo se esta transformando, por el arte de Froylán, en una herradura fina del mejor acero.



Cuando el trabajo baja de ritmo, en invierno, se entretiene forjando espuelas de finas agujas afiladas. La materia prima es el riel del ferrocarril, material prohibido de usar, aún después de ser reemplazado de las vías; a él le llega, misteriosamente, de noche, a la herrería y de allí sale convertido en sus espuelas famosas. Las rodajas cantarinas son el orgullo de los hombres de campo cuando las lucen en los días festivos y tintinean al caminar y, en un baile zapateado de cueca, siguen el ritmo vivo de guitarras y cantoras. La espuela es como el remate del traje dominguero del campesino y aún vibran quedamente cuando ejercen presión contra el costado del caballo al reclamarle un mayor esfuerzo.



Froylán lo atendió cuando dio el último retoque de escofina en la pezuña del último animal herrado. Los cinchos ya estaban hechos, en un círculo perfecto, y la masa con sus rayos encajó con precisión. Unos clavos firmes, forjados en el yunque fijaron cada rayo, por cada lado hasta formar un solo cuerpo. Las ruedas eran resistentes y ligeras y pasaría un largo rato antes de requerir un nuevo ajuste.

Esta mañana Pacheco recuerda toda esa etapa de adquisición de su equipo. Hasta los caballos rematados en la subasta del pueblo, en lo alto. Los animales fueron dados de baja por el terrateniente del lugar y pasaron de una cómoda vida de paseos por el campo de sus dueños a transformarse en brutos de tiro. Tarea de adiestramiento de cuatro semanas; con fugas desbocadas y la pareja de pingos enloquecidos arrastrando el carretón, hasta adecuarlos a su nuevo estado de bestias de trabajo; Pacheco lo hizo con paciencia, comprendiendo la rebeldía de los animales al esfuerzo nuevo y la presión extraña de las varas que ahora encierran los cuerpos. Finalmente todo estuvo listo para iniciar su nueva actividad.



Ahora su trabajo es cargar los costales desde las bodegas repletas de las embarcaciones. Sube desde el fondo por la escalera estrecha de escalones cortas hasta la escotilla y desde la cubierta del barco, continúa por dos tablones con pequeños travesaños que impiden resbalar sobre las maderas mojadas. Es un trabajo pesado y tenso por la prisa de llegar a tiempo con la carga al ferrocarril que sale a las doce del día, sin un segundo de atraso.



- ¡Véngase a desayunar Pacheco! – le grita la dueña desde sus dominios en la cocina. “Esta vieja ya me adoptó como un crío. No entiende que debo dejar los animales dispuestos, con los arneses firmes entre las varas”. El desayuno es un caldo caliente de charqui, una carne seca de res, con cebollas cortadas en lonjas delgadas y papas amarillas; papa reyna, amantequillada, de semilla de vino desde las islas bravías pegadas al Gran Friordo entre los canales del archipiélago de Chiloé y que pocos años después desaparecerá diezmada por el tizón.



El caldo viaja por su garganta y nutre el estómago ávido de alimento. La faena, como todos los días del año, será dura y larga. Larga para él y sus caballos que recorrerán muchas veces esas siete cuadras de ripio con una pendiente al final, antes de entrar al gran patio de los ferrocarriles que tiene unos doscientos metros pavimentados. Llegar allí, hasta el pavimento, es un increíble alivio para él y sus animales que piafan, exhalando por las narices dilatadas el aire extra que han imprimido a sus pulmones por la subida.

El regreso a un segundo o tercero o cuarto viaje se hace a trote vivo, él de pie con el látigo alzado que suena sin caer en los cuerpos y, en la mano izquierda, las riendas de los dos caballos, para afirmarlos si tropiezan entre las piedras o para guiarlos evitando los baches de las calles, porque son muchos carretones como el suyo compitiendo por los flete y este trabajo ha de hacerse a matacaballo, tanto él como las bestias.



Ahora que ha desayunado guía a sus animales hasta el portón de salida a la calle. Es un día hermoso de verano y los animales, bien alimentados con alfalfa y avena golpean el piso de piedras con sus cascos. Pacheco detiene a la pareja que ha guiado sosteniendo las riendas desde el cabezal y de un brinco corto queda en medio del carro sosteniendo ahora las correas de la izquierda y el látigo en la derecha. Con un ligero ruido de su boca y un chasquido del látigo, en el aire, da la orden de partida y los caballos impacientes hincan un trote vivo, rumbo al muelle.

Los barcos han aparecido en la lejana curva del río, a unas quince cuadras. Vienen venciendo la baja marea que forma una corriente que se acelera hasta entrada la tarde. Es como si el mar lejano estuviese succionando el agua dulce con sabor a cordillera.

La corriente produce remolinos y viene limpia y fría a pesar del sol dorado que ha caído temprano sobre los campos dibujados de trigos y avenas.

Pacheco calcula el tiempo que han de tardar los barcos y se decido por un baño corto, luego de asegurar sus animales en el varón de eucaliptos. La orilla está llena de chicos que nadan y regresan una y otra vez a la orilla. Las mujeres mayores y otras jóvenes, de todas las edades, bajan a la orilla en busca de agua y algunas en busca de la mirada admirativa de alguno de los chicos. Entonces se forma una ardiente atmósfera de miradas encendidas, risas contenidas de los bandos de chicos y chicas que se cruzan ante la indiferencia fingida de los adultos que sonríen con aire de superioridad.



Una forma de atraer las miradas es lanzarse desde el muelle en un clavado elegante y otros más audaces, desde la cabina del capitán del barco mayor. Los casi estilo profesional atraen todas las miradas lanzándose desde el palo en que cuelga el winche de descarga de la bodega de los españoles; deben ser unos diez o quince metros y, según dicen, llegan hasta el fondo del río y como prueba traen algún hierro pequeño entre el puño, de los muchos que han caído desde los lanchones que alguna vez transportaron chatarra desde el puerto, desde la zona de barcos hundidos, en la desembocadura.



El barco atraca siempre como un animal cansado, todo pintado de rojo a excepción de las ventanillas de los camarotes de un blanco hueso. La primera cabina, bajo la de mando del capitán, tiene sus asientos tapizados de cuero negro, suave por los años y ligeramente desteñido. Allí viajan los agricultores prósperos y el juego de póquer es casi obligado en las cuatro horas que tarda el viaje en verano y las seis o más en invierno. Ahora viene cargado de toda la producción del inicio del verano: trigo centeno y trigo ruso que ha crecido entre las tierras que sufren nevadas, aún en primavera. La primera cosecha de papas atesta las bodegas y los costales se alínean sobre la carga de maderas que han llenado primero el pañol.



El muelle, transformado por la magia de la hora, se ha llenado de voces y bullicio de la chiquillería y los carretoneros que buscan a sus conocidos de siempre. Pacheco es requerido por uno de ellos y hacen un trato rápido para la descarga apenas el barco esté firmemente atado con las cuerdas gruesas de fibra de Manila. Este agricultor es un cliente antiguo del Ulises pero éste no aparece por el muelle y presto, Pacheco se da a la tarea que le llevará toda la mañana.



Un desfile de cargadores inicia ordenadamente la descarga y los tripulantes asoman desde sus respectivos lugares sus caras cansadas. El Capitán es un hombre alto y fuerte de anchas espaldas y desde las escaleras de la cabina vigila la bajada de pasajeros y mercancías.

El fogonero, el sueco Olsen, asoma su cara tiznada desde la profundidad de sus dominios, la enorme caldera que da vida al barco y ocupa, desde cubierta, hasta más abajo de la línea de flotación. Con un costal vacío, harinero, que aún conserva la leyenda del molino del pueblo, se seca el sudor y el cansancio de la larga jornada. La caldera funciona con leña de roble y ésta se apila en la proa del barco. Desde allí el sueco mira el mundo que de pronto ha dado vida al muelle y sonríe, tal vez pensando en sus lejanas tierras del norte, no muy distintas a ésta, excepto en el tipo de construcción de las casas; aquellas de piedra, hasta los mismos techos y éstas primitivas, de tablones sin cepillar y sin las chimeneas con sus veletas de barcos y gallos de cola alzada.



Regino, el maquinista, con un pie afirmado en la pasarela, aprieta su cachimba entre los dientes. Goza el sol que invade la mañana del corto verano. Su barco, ahora, es apenas zarandeado por el breve oleaje que ha levantado la rueda de paletas que impulsa la embarcación; y se detiene en ese minuto de calma y luz viva. Sus dominios están a popa y son la caseta metálica, amplia, de dos metros de altura con su claraboya y sus ojos de buey que le permiten seguir el viaje y avistar las orillas y la vida que ve levantarse en los campos desde que salen del puerto. La máquina inglesa que ocupa el centro del recinto, con sus dos fuertes pistones que giran la rueda de paletas es su orgullo y su vida. Conoce cada parte de ella y, aún en medio de la más feroz tormenta, entre rayos y cañonazos de mil truenos, puede escuchar el menor ruido disonante de su máquina. En el mes en que el barco sale a carena, en invierno, y se revisa y suelda la estructura del barco, él desarma la máquina inglesa y la deja en cueros, con sus piezas vitales de bronce y anillos de acero bruñido que habrá que reemplazar para otro año de idas y venidas por el viejo río principal. Pero ahora, fumando su pipa, no quiere recordar los trabajos de carena ni el invierno con su rostro desatado de hielos antárticos, y prefiere mirar la chiquillería que busca servir a los pasajeros en la descarga y traslado de sus bienes. De pronto percibe, bajo el muelle, como un punto de atracción y lanza sus ojos claros al encuentro de una muchacha que enjuaga una canasta de ropa enjabonada en la suave corriente del río, en la orilla. La mira con admiración y un encogimiento en la boca del estómago. Parece ella un cuadro, con su vestido y delantal alzados, dejando ver las piernas firmes, morenas, casi doradas y la cintura doblada sin esfuerzo con su pelo largo y negro caído sobre el rostro, ocultándolo. Regino ha dejado de escuchar y de ver la vida desatada en el muelle, con los ruidos de maniobras de descarga; ahora sólo existe para él esta mujer sin rostro que la siente como una prolongación tibia y fascinante del río. Ella parece sentir su llamado acechante y se alza y con un movimiento rápido y seguro lanza su pelo sobre los hombros y desnuda su rostro. Sin poder evitarlo recoge y atrapa la mirada de Regino y sonríe apenas, casi mentalmente y finalmente lo retiene en sus ojos cálidos y él se queda allí, despojado de todo y ella sabe ahora que es la dueña del hombre ceñudo, parado en la cubierta, con su vieja cachimba bajo el sol de este verano, en este medio día.



Cuando el Ulises llega hasta los barcos, ata rápidamente a sus caballos y baja de un salto atravesando el muelle. Allí encuentra a su cliente de siempre y éste se disculpa por contratar a Pacheco. Ulises, con un ademán de su mano libre se aleja y busca una posibilidad de carga, pero todo el mundo tiene sus propios cargadores y ésta vez se queda quieto con una mirada esquiva que no dirige a nadie en particular. Aunque entiende que por su propio atraso perdió un flete importante, no deja de expresar en su rostro aniñado su decepción y se resigna a la espera del siguiente barco que aparecerá luego.



El Saturno, el barco que llega, es pequeño y estilizado; de viejo escampavía dado de baja después de ayudar a los ribereños, un invierno, fue transformado por un agricultor afortunado en barco de carga y pasajeros. Como todos los que navegan en esa zona, el Saturno trabaja a vapor, a hélice y es el más rápido de todos. El excedente de potencia lo aprovecha el dueño para arrastrar un lanchón que multiplica muchas veces la capacidad de carga. Esta mañana, apenas atracó al costado del otro barco, Ulises brincó sobre la cabina y allí atacó de inmediato un posible flete. – Le fleto su carga don – le dice al hombre. – No Ulises, ya sabes que mi fletero es pacheco y esperaré a que venga. Ulises lo deja y se despide con un gesto vago, luego continúa buscando afanosamente entre otros agricultores y finalmente se pierde entre el gentío que sale y se atropella desde los camarotes.



A eso de las dos Pacheco estaba instalado frente a un plato de cazuela, colmado de papas. Otras gentes, carretoneros y agricultores que aún no vendían sus productos, almorzaban junto a él, desperdigados por entre las mesas del comedor. Doña Ema no se daba abasto sirviendo a sus clientes y había pedido ayuda a la Goya, hija de su vecina, una chica alta y espigada de unos veinte años. Los clientes empezaron a solicitar a la chica, desde agua hasta cervezas o un vaso de vino. El movimiento de la muchacha con su delantal y su cuerpo escultural atraía todas las miradas, mientras se movía por entre las mesas esquivando sillas y algún manotón lanzado con disimulo. Pacheco mira desde su rincón los ajetreos de su casera y el casi ballet de Goya por entre las mesas. Le divertía observar desde su rincón las miradas hambrientas sobre la muchacha a excepción de uno de los agricultores que comía solo, en otra mesa, cubierto con una manta argentina tejida a telar. En un momento, éste llamó a la chica pidiéndole el valor de su consumo. Al regreso de ella con su recibo que dejó en la mesa, sacó una billetera cargada de billetes. Luego, con calma, cubrió el importe del recibo y un billete, de esos que llaman “cuero de liebre”, nuevo y por eso aún más parecido a un cuero seco del roedor, lo tomó entre su dedo pulgar, índice y anular y lo introdujo en el bolsillo de la chica, el que quedaba a la altura de uno de sus pechos. Por un momento estuvo desconcertada y encendida las mejillas pero luego al mirar el rostro serio del hombre se retiró con un respingo, sin darle las gracias.



Pacheco había observado todo desde su rincón - buen truco compadre - se dijo mentalmente, y tan seriecito que parece este viejo… terminó de decirse, para luego levantarse a seguir el trabajo de la tarde; pero aún no terminaba de hacerlo cuando vió entrar a Ulises que le miraba mientras se acercaba a su mesa. Viéndole acercarse se quedo otra vez en su silla.



Te ofrezco un trago – le dijo – a modo de saludo; ¡hoy me fue de pinta! Tuve carga de los dos barcos. - ¡Yo no acepto tragos de ningún maricón! - Ulises le miraba y hablaba con furia pero muy controlado. Pacheco le miró y supo de inmediato cuál era el motivo de la agresión. Había una regla en el barrio: que ningún cliente podía ser requerido y, en caso de un primer trato, nadie podía acercarse o intervenir por una oferta distinta - ese tipo me pidió el trabajo y tú estabas ausente Ulises, no jodas carajo -. Se lo dijo también casi en voz baja.



Pero Ulises ya traía una idea fija y nadie podría sacársela de su cabeza mitad germana y mitad española. - Nos vemos a las nueve, en los eucaliptus, después que zarpen los barcos - esto último se lo dijo también a media voz. Pero aún así, la noticia del desafío corrió por el barrio y estaba en boca de todos a media tarde.



Los eucaliptus es un área de paso para las carreteras que llegan cruzando el río en una balsa. Esos agricultores no utilizan el barco y dejan en ese lugar sus animales de tiro, libres de yugo y correas, alimentándolos con paja de avena de la que vienen premunidos.

La escuela primaria está en lo alto, donde realmente se sitúa la ciudad, ésta fué fundada casi al principio de la colonia española como un fuerte. Las clases terminan a las cinco y la desbandada de chicos se abre claramente frente al molino del gringo Gross, un alemán de origen, nacido en la región. El grupo mayor gira hacia la plaza a la izquierda y el grupo menos numeroso a la derecha y luego se empequeñece a medida que cada quien llega a sus hogares. El pequeño grupo final baja los escalones de durmientes viejos de pellín que la empresa de los ferrocarriles desecha de las vías. Son trescientos sesenta durmientes y una de las ideas de los muchachos es intercalar otros cinco para que coincidan en los mismos días del año. El problema del año bisiesto no termina de resolverse por lo cual el proyecto duerme plácidamente, hasta que alguien nuevo o despistado, termina contando durmientes en la bajada y renace la vieja discusión. - Esta es una de las ideas del huevón del Adrián - dijo uno y miró al nombrado que baja a paso cerrado, delante de él. No hubo comentarios aunque todos esperaban una respuesta violenta, pero esta vez Adrián traía otras ocupaciones y preocupaciones en su mente. Todo lo que dijo fué:



-¿Ya saben que el Ulises desafió al Pacheco para esta tarde, después del barco? - ¡En los eucaliptos! – agregó otro. - ¡Yo voy por Pacheco, ese huevón pega como patada de mula. Y tiene más cuerpo y fortachón! - ¡Yo apuesto por Ulises! - ¡Yo voy por Pacheco! - A pocos minutos todo el grupo grita a coro y al mismo tiempo: - ¡Yo voy por Pacheco! ¡Yo voy por Ulises! – Hasta que llegan al último escalón y desde allí, a pocos pasos, hasta la estación del ferrocarril, de típico estilo inglés, a esa hora vacía, con sus bancas cafés pulcramente mantenidas bajo la armazón de hierro, adornada con rejas y portafaroles de hierro fundido.



Desde la estación el barrio queda a unos cien metros, fuera de la explanada de piedra que son los dominios del ferrocarril. Y la explanada termina a unos diez metros hacia abajo y desde allí a siete cuadras, el río, que da vida al villorio y al que los compañeros de los muchachos del pueblo alto llaman despectivamente “La Villa de los Perros”.



La zona de los eucaliptus es un cuadrado de cien metros por lado y está rodeado de esos viejos árboles. El suelo se ve como una baldosa; tierra quemada por la resina de las semillas de los árboles y las raíces hambrientas y sólo al centro del cuadrado se ve un poco de pasto miel, crecido a medias. Faltan unos diez minutos para los ocho y el sol de verano aún brilla aunque no tardará en ocultarse tras los cerros en donde viven, comprimidas, las reducciones indígenas y uno que otro parcelero: ¡”Huinca”! como les llaman los araucanos.

A las ocho en punto llegó Ulises, arreglándose la faja roja de lana que aprieta su cintura. Es de estatura mediana y muy delgado y se dirigió al centro e inició unas breves flexiones. Echó una mirada a su alrededor y logró ver algunas cabezas de muchachos ocultándose. Recuerda que las reglas impiden acercarse al lugar del lance hasta que éste inicie. Supuso además que los adultos estarían en sus casas, atentos al griterío que harían los chicos cuando el duelo se hubiese iniciado. Miraba tranquilo esperando a su adversario y esperaría, si era preciso, la hora reglamentaria antes de retirarse. Y se retiraría con todo el honor recobrado y su adversario con el vergonzoso baldón de cobarde.



Tendido en su payasa ronca Pacheco, boca arriba, cundo lo despiertan las voces de los zuecos de doña Ema: - ¿Qué vas a pasar por cobarde, Pacheco?. Aquí un chico dice que Ulises te espera hace media hora -. Es una pelea idiota doña Ema, no hay razón. Yo hice lo que había que hacer; no le enganché para nada a su cliente -. Y se volteó en la payasa quedando de lado, su cabeza apoyada en el brazo fuerte y musculoso.

- ¡Allá tú Pacheco! – Y doña Ema se retiró con su golpeteo de zuecos sobre los tablones del piso. Pacheco ya estaba despierto pero seguía en su misma posición, un poco encogido. No teme para nada a Ulises; solo le repugna golpearse por cualquier estupidez; por lo menos debería ser con guantes, pensó para sí mismo, no nos haríamos tanto daño como con los puños desnudos. Luego, con un suspiro resignado se levantó, dándose el cabezazo de siempre contra la viga. Maldijo la viga y la pelea y bajó malhumorado hasta la pileta en donde se despejó del sueño de la tarde.



Ulises se envaró al ver llegar a Pacheco. Se veía sereno y tranquilo, le superaba en estatura pero él era ágil y sabía pegar. Cuando llego a unos tres metros le habló:



- ¡Dejemos esto Ulises y vámonos por un trago, vamos a pelear para divertir a los viejos y a los chiquillos. Esto no tiene sentido, hombre!



Pero Ulises sólo le miró acercándose lento con un brazo adelantado y el puño derecho frente a su cara y entonces supo que no había otra alternativa que enfrentar esa furia que se le venía encima.



Apenas iniciaron los primeros movimientos aparecieron los muchachos cruzando apuestas y los ojos clavados en la pareja. En ese breve tiempo sólo habían lanzado golpes que se perdían en el aire y fintas para acercarse buscando un claro en la guardia. Pacheco sabía pelear y también Ulises. Este quería tantear a Pacheco, descubrir su defensa, pesar sus tiros. En los pocos segundos lo vió moverse tieso - no tiene juego de cintura - pensó y este conocimiento lo guardó en su memoria para utilizarlo más adelante. Lo había estado bailando desde un principio pero el Pacheco era zorro y no le seguía el mismo ritmo de movimiento, - el sabe que si me sigue lo canso y no es tan huevón para seguirme la danza. No veía asomo de cansancio en él a pesar que su cuerpo se veía pesado y redujo la velocidad de su entrada. Ahora tanteó con esguinces y juego de piernas y logró encajar su izquierda entre los dos puños alzados de Pacheco. Fué un golpe largo y no hizo mayor estrago pero tuvo el efecto de alertar a Pacheco. De aquí en adelante no logró llegar al rostro bien definido por una guardia cerrada. Buscando golpear trabajó con juego de hombros y cabeza. Buscaba la forma de golpear en el vientre y el hígado retirándose rápido como un bailarín.



- Este Ulises parece Valentín. Mira cómo lo trae. Ni lo deja moverse al Pacheco. Yo creo que vé como a cinco Ulises -. Los chicos comentaban y los adultos, que ahora tenían atiborrado el espacio de la pelea, asentían o favorecían con otros comentarios y apuestas a uno y otro.



Pacheco se defendía bien. El nuevo ataque de Ulises buscaba sus órganos vitales. El quería llegar abajo y luego rematar en el plexo, pero no le daría ese gusto: una cosa es esta pelea de mierda, totalmente idiota y otra facilitarle la tarea. El no rompió la ley no escrita y respetada por todos. Y no permitiría ahora que unos golpes bien dirigidos lo tumben y lo dejen como un trasgresor de esa ley. Y ahora peleaban por esto, porque no se puede permitir que un gallito tuerza la nariz al acuerdo porque baila bien en el ring o en este cuadrado lleno de curiosos. Aún en medio de su defensa ve los ojos, ve cientos, miles de ojos que los siguen atentos. Pues tendrán para rato, él no piensa aflojar la guardia y espera lo suyo, su oportunidad para acercarse, agarrarlo en clinch y darle el abrazo de oso. Después que sus brazos lo aprieten no tendrá ganas ni fuerzas para seguir enfrentándolo. Si es necesario seguir una hora o dos horas, allí estará firma para aguantar y devolver los golpes.



Ahora ha cerrado su guardia y adivina el puño de Ulises cuando viene al estómago o al hígado. Lo para con el codo porque sabe que le ablandará poco a poco los puños. Pero pega fuerte, su golpe es seco y preciso. Y sus fintas y esguinces son rápidos y fáciles de engañar a cualquier adversario, pero él va buscando una falla en el ataque de Ulises. Sus fintas son mecánicas, tienen un solo ritmo y siempre permiten que el brazo derecho salga disparado a su rostro. Es hábil y rápido, casi profesional, excepto por ese detalle. Los pasos de costado son medidos para meter la derecha y buscar luego en dos pasos una oportunidad para la zurda. Entonces él ha respondido con un gancho de derecha pero Ulises se retira veloz, a veces sin tocarlo. No tiene idea de cuanto tiempo han peleado, pero esto lo va a terminar pronto, no es cosa de pasarse una hora peleando casi con la sombra.



La chiquillería y los adultos del barrio que al principio mantenían un coro de voces surgiendo del anillo que habían formado cercando a los adversarios, ahora estaban callados y sólo seguían con los ojos las alternativas de la pelea. Veían la diferencia de estilo y de cuerpo de los contrincantes y basados en esas diferencias tomaban u ofrecían apuestas: - ¡Van una hora con treinta y siete minutos y no ha pasado nada! – protesta el Nene, un mastodonte de ciento treinta kilos que luce en la palma abierta de su mano un reloj Waltham, de plata, con dos tapas. A su lado está su padre, un comerciante del barrio de su mismo peso o aún más. Otras voces se alzan e inician con fastidio el cambio de posición que les exige la permanencia de pie. Ellos empiezan a parecer más cansados que los combatientes. Cuando algún sombrero por delante les borra la visión protestan, protestan vivamente, como si hubiesen pagado un palco y así el círculo es va estrechando y deja un anillo que se mueve, bambolea y se aprieta y forma un cerco electrizante, invisible, en el que navegan todos, como en un barco en tormenta.



En una esquina del cuadrado de eucaliptus vive Coti, la lavandera; la ventana de su cocina da hacia el barullo y se ha asomado varias veces hacia el cerco de hombres y muchachos que forman un pelotón que no permite divisar a los luchadores - ¡hombres tontos! – dice entre dientes - ¿porqué han de ser así, pegándose como animales, pegándose peor que animales? ¡Y quizás porque tontería sin importancia! -. Desde su ventana ve el bulto de hombres que concentra a la mayoría de los del barrio. No hay nadie del pueblo del alto; éstos no bajan hasta allí fácilmente, especialmente como ahora, cuando empieza la noche. El sol ya desapareció tras los cerros y ella salió a recoger la ropa limpia, ajena, tendida en el patio; ahora le toca lo más duro: planchar sábanas, colchas, calzoncillos, camisas, y algunas con almidón. No tuvo tiempo de ir temprano hasta el pueblo por el almidón de trigo, en la farmacia. El Adrián, su hijo, “mi buena pieza” – pensó – no aparece desde el almuerzo y tuvo que echarse las largas escaleras hasta llegar al cerro en donde el pueblo tiene todo comercio importante. “Este Adrián andará metido entre esa bola de gente ociosa” -. No imagina cómo pueden seguir aquellos peleando después de tanto tiempo; le parece por lo menos cuatro horas que empezaron esta pelea, desde que llegó solo el Ulises y este momento en que ya cierra la noche; como es verano y en la cosa cercana, a no más de treinta kilómetros, el sol aún no se pierde en el mar, queda un resto de claridad. Los dos Mastodontes se han ido. A esta hora cenan sus platos pantagruélicos, como si faltara aún ganar unos kilos. Y el Nene, el hijo, que un día se atreve a un requiebro: ¿Qué se creerán estos tipos? ¡Y todo porque tienen dos chauchas y una tiene su hijo guacho! Pero lo mandó con viento fresco “que siga con la india que tienen, además de cocinera”. Cada vez que lo recuerda se siente furiosa, ¡y pensar que una vez pudo tenerlo todo! pero tampoco lamenta su libertad ganada tan duramente y una secreta esperanza la anima, pensando que todavía no es una vieja; su cuerpo es joven y fuerte y, por mientras, mejor sola que mal acompañada.



Cuando la Coti tuvo el almidón listo y la plancha calentándose sobre la cubierta de hierro de la estufa de leña salió a vocear a su hijo; éste estaría fascinado, copiando trucos y golpes certeros y admirando a esos dos locos despedazarse a golpes de puño.

Ulises ha recibido un gancho derecho que logró parar apenas con el puño, pero la fuerza del impacto, aunque amortiguado, le sacudió la cabeza. Se había confiado; tenía que guardar y seguir guardando su media distancia. No podía dejarse atrapar por Pacheco. El zorro de Pacheco; no lo veía cansado a pesar que llevaban unas cuatro horas o más pero sentía que los músculos de las pantorrillas hacia abajo empezaban a sentirse duras. Veía a Pacheco después de atacar, bajando uno u otro brazo en posición de descanso – truco viejo – se dice, pero imagina que dentro del truco puede haber otro. Como un juego de piernas y un derechazo cuando él se confíe y avance para entrar en la guardia aparentemente abierta. ¿Y si estuviera cansado? ¿Tan cansado como él? -. Y no puede menos de imaginar que Pacheco empieza, como él mismo, a sentir esas cuatro o más horas en los músculos. El no trabajó en todo el resto del día. No tuvo carga en el barco ni en el tren de las siete. Pero Pacheco sí trabajó como mula todo el tiempo. Lo más seguro es que empieza a sentir el golpe de la tarea diaria. Sólo necesita esperarse un poco más. Lo bailará de nuevo; para demostrarle quien sigue entero y vivo; para romper esa guardia y enderezar un gancho de izquierda y darle fin al combate. Y se prepara para la nueva arremetida.



Cuando Pacheco avanzó sobre Ulises haciéndolo retroceder lo tuvo un momento al alcance de su derecha y la metió con toda su fuerza, arqueando el cuerpo, en el rostro desprotegido. El golpe lo tumbó y lo vió levantarse enseguida después de dos vueltas sobre el pasto pisoteado.



Lo que no esperaba era un contragolpe y cuando reaccionó, la izquierda de Ulises le hacía crujir la mandíbula. El golpe lo tumbó y no pudo levantarse tan rápido como su adversario. Tuvo que hacerlo lentamente, defendiéndose de los puñetazos que le llovían mientras recobraba su posición. Cuando estuvo de pie había recibido mazazos en las orejas y en el rostro, y el contragolpe de sus propios puños que golpeaba a Ulises. Después de esa lección prometió que no volvería a caer e inició el acercamiento con los golpes de las dos manos, sostenido y sin pausa. Esa arremetida llevó a Ulises en constante retirada porque no quería caer en los brazos nervudos de Pacheco; así llegó hasta apoyarse contra el tronco enorme del eucaliptus desde el que parecía nacer la casa de la Coti. Allí apoyó su espalda y respondió a los golpes de Pacheco, entrando a veces hasta su nariz, que ya sangraba. Aplastado contra el árbol encontró la forma de descansar el cuerpo agotado y cuando sintió que había recuperado la respiración lanzó y bailó hasta la cancha abierta. Tuvo unos segundos para mirar a su alrededor y observó que todos los mirones se habían largado: chicos y grandes. Los primeros agarrados de una oreja por sus madres y los adultos a sus quehaceres o la cena. Luego de esa inspección vió que Pacheco había observado lo mismo y sólo entonces, por acuerdo mudo y tácito, se tendieron sobre el pasto miel. El rocío de la noche ya había refrescado el pasto y ahora enfriaba las espaldas castigadas.

Los barcos hacía tiempo que se habían largado soltando las espías amarillas y gordas de Manila. Había luna llena y caía a plomo sobre el río hinchado por la alta marea. Normalmente subía dos metros sobre su nivel y lo provocaba la presión del mar cercano contra la desembocadura actuando como una presa. Eso permitía la entrada de corvinas, pejerreyes, sardinas, lenguados y una lista aún mas larga de fauna marina. Esta noche se habían desplazado río arriba dos toninas que brincaban y sumergían, cruzándose en medio de sus giros, casi frente al cuadrado de eucaliptus en medio del cual descansaban los contendientes. El viento sur antártico se metía por el río, rizaba la superficie y refrescaba la noche de verano. No había más ruidos que el viento entre las hojas cantoras de los eucaliptus y grillos y ranas diseminados por los potreros.



Pacheco y Ulises a los pocos minutos se levantaron y reiniciaron los golpes. El primero con la misma táctica de acercarse y lloverle a puñetazos y la misma retirada hacia atrás del Ulises hasta llegar al tronco del árbol. Golpeando y recibiendo cruzaron la medianoche y no se percataron que a la misma luna había dejado de interesarle el espectáculo que se hacía lastimoso. El brillo inicial del encuentro de dos tipos con fama de buenos peleadores, no satisfizo a los curiosos ni valoraba las apuestas. Ellos esperaban una pelea rápida y violenta. Si hubiesen podido habrían puesto en juego las reglas del box: diez rounds; quince rounds, los que fueran, pero con una línea de término. Ahora habían tenido que suspender las apuestas, no iban a quedarse esperando sin cena y toda la noche. Por eso, y los gritos de sus mujeres, se habían retirado a sus casas.



Esta vez Ulises había adoptado el árbol como sostén para resistir los contragolpes y enderezar los suyos. En un momento Pacheco resbaló durante su embestida y cayó como un fardo sobre su cuerpo. Apenas pudo mantener el equilibrio y aunque trató de desembarazarse de Pacheco, éste es había semi-recostado sobre él y no se lo permitía. Ahora los dos resoplaban apoyados en el hombro ajeno y el mutuo calor de sus cuerpos aumentaba la sofocación que ni siquiera lograba disipar el fresco de la noche.



Como todas las noches, la Coti planchaba hasta muy tarde. Su oficio de lavandera no cedía ningún día, y aún así no le bastaba para los gastos mínimos de su hijo Adrián y ella. Para ayudarse vendía patas de res cocidas y presentadas muy limpias. Generalmente le compraban los dueños de las bodegas expendedoras de vino. Estos, a su vez, venden clandestinamente al menudeo, ocultos entre las pipas del fondo de las bodegas; sus clientes son cargadores del muelle, los carretoneros y campesinos que arriban en todo tiempo al villorrio. Lo que sí deben cuidarse de los inspectores de Impuestos Internos que vigilan, en cada lugar del pueblo, cualquier signo de evasión fiscal. Y acuden a este villorrio de mala fama, lugar donde los mismos carabineros se resisten a vigilar. Estos, de vez en cuando, pasan a caballo: el sargento en su potro negro reluciente, con la tusa cortada baja y la crin hasta las corvas, el largo que marca el reglamento. Detrás del sargento cabalgan dos carabineros, a veces algún cabo, en caballos parecidos, generalmente cruce de árabe e inglés. Rara vez montan un potro chileno, por su baja estatura y porque, según ellos, el sable se arrastraría por las piedras. Y ríen, un poco burlones y un poco de resquemor, porque en las carreras de doscientos cincuenta metros, el caballo chileno se come vivo al mestizo o árabe o inglés puro. Otra cosa es el cuarto de milla o milla y media, como en el hipódromo. Pero los huasos defienden su caballo nativo, nervioso y ligero, que se basta sobrado para dejar perdidos a la autoridad, en cualquier noche, en una persecución de los uniformados - nosotros no somos del hipódromo – responden riendo los huasos - eso es para pitucos y minas guapas de sombreros de raffia, luciendo sus joyas, sus vestidos almidonados, medias y calzones de seda.



Esta noche la Coti plancha las camisas finas de un tendero del pueblo. El burro de planchar está en mitad del cuarto que sirve de cocina y comedor. La estufa de hierro, su único tesoro, es una vieja estufa inglesa de fierro fundido, de serpentín y de dos cajas de almacenamiento de agua caliente. Es su único lujo y eso le permite bañarse aún en el invierno cuando las heladas o los vientos fríos del polo sur braman en los eucaliptus, dobladas sus gruesas ramas por temporales furiosos. En esos días, en que ni los barcos pueden hacer el servicio regular, ella tiene siempre la tetera hirviendo o retirada a un extremo de la plancha negra y luciente de la estufa de leña. Las ramas caídas en el año son su combustible, un derecho que ganó por vía de la mujer de uno de los españoles, dueños de la gran bodega.



La ventana de madera, y de pequeños vidrios, está cerrada y por fuera la cubreventana de grueso tablón ha quedado abierta. En la noche, después que se trajo a su Adrián de una oreja y lo obligó al baño y acostarse después de cenar, siguió en su faena y sin quererlo, pendiente de la lucha de los dos hombres. Pero no dejaría a su hijo toda la noche mirando esa pelea de perros. Ahora, desde su burro de planchar y sin detener su labor ha visto la retirada de los ociosos y mirones. Y sólo quedaron estas dos bestias pegándose como si se odiaran a muerte. En la estufa ha puesto a cocer unas patas de res, ya limpias, con su sal y ajíes rojos que han ido poco a poco cambiando el color del agua al principio transparente. El enorme perol, de cobre y estañado por dentro, labor de los gitanos que llegan los veranos, hará hervir toda la noche las patas de res. Ese guiso ha hecho famosa a la Coti pero ella no se envanece porque lo mismo hacía su madre de vez en cuando para variar la dieta de carne. Y ella estará también de guardia, sin descuidar el fuego, mientras plancha las camisas y otras ropas del tendero, tal vez toda la noche. Este ollón le dará para pagar los útiles escolares del Adrián en su nueva escuela. “Quien lo iba a decir, mi chico en el Liceo y con el favor de Dios después a la Universidad”. Y para eso se irán lejos porque jamás llegaría a ganar para pagar su pensión en la ciudad universitaria. Así es la vida de pobre, dura y jodida y esos idiotas matándose allí fuera. Hace horas que llegaron hasta el eucaliptus pegado a su casa. Los puede ver desde allí. Los rostros de los dos son una masa sanguinolenta y aún siguen moviendo los brazos, buscando al adversario. Tal vez ya ni ven. Los ojos se les ven sumergidos entre la hinchazón de las mejillas; pero siguen en su porfía de ver caer al otro. – Si fuera hombre - piensa – agarraría un buen palo de eucaliptus y de dos garrotazos termino esta pelea. Pero la ley del barrio prohibe el que se metan mujeres. Pero sí luego las buscan para otra cosa - piensa ceñuda.



La vela que ilumina el trabajo de la Coti se ha consumido a un mínimo y aún le queda un cerro de ropa a planchar. Es su pelea larga, su pelea invisible, anónima, de toda la noche, desde que inició los paletazos sobre la ropa en la mañana, en la roca del rió y el planchado de cada prenda esta noche interminable.



Este verano será caliente porque la noche no se ha enfriado; solo un poco cuando sopló el viento del sur. Después de reponer la vela abrió la ventana y vió aún más cerca a los dos tipos, casi desfallecidos; ya ni respiraban, parecían más bien ronquidos desesperados por un poco de aire. Al quitar la tapa del tiesto sintió el vapor del perol escapando hacia fuera y por un momento envolvió a los luchadores. Eran ya casi las cinco de la mañana y a esa latitud la aurora se anuncia temprano. Empezaba a clarear. Las patas ya estaban cocinadas y las sacaría del perol para iniciar el adorno de yerbas y especias y esto estaría a punto para salir a venderlo antes que el sol brincara la valla blanca, llena de nieve de los Andes lejanos.



Ulises y Pacheco olfatearon al mismo tiempo, como perros de caza, la vaharada de vapor que escapaba de la cocina de la Coti e imaginaron el guiso famoso, aún caliente, cubierto de salsa de ajíes rojos, con rodelas del amarillo anaranjado de la zanahoria y el perejil verde intenso rematando la cubierta de verdura. La Coti habría sacado el pan del horno porque el aroma los envolvió y se sostenía en el aire limpio de la mañana. A la cercanía del alimento que golpeaba el olfato y que tuvo mas fuerza que el orgullo de los peleadores, se unió también la fatiga y la inutilidad de la lucha en que no se había definido quién vencía. Enronquecidos y casi al mismo tiempo dijeron: - ¡Ni tu ni yo! ¡Y a comprar el ollón de la Coti, aunque tenga mil patas! – dijo uno.



- ¡Aunque sea un buey entero! – dijo el otro. Y esta vez se lanzaron a la carga contra la casa de la Coti. Ella había adivinado sus movimientos y escuchado sus voces acezantes, ansiosas y cuando llegaron a un metro de su puerta les lanzo un balde de agua fría, primero al uno y luego al otro. - ¡Aquí, a mi casa, no me entran sucios, villanos! - les dijo, con una risa contenida, y luego siguió riendo, misteriosa, en silencio, mientras arreglaba la mesa de mantel blanco con dos cubiertos; en el centro lucían las patas de res entre la masa de gelatina de la enorme bandeja, rodeada de dos paneras repletas de pan caliente, exhalando el aromas más viejo y más irresistible del mundo.

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