CUENTO VILLANO: EL TONELERO MARROQUÍ
No había pasado mucho tiempo después de la guerra que habían perdido los alemanes cuando llegaron los primeros síntomas de la crisis. Muy pocas gentes tenían dinero y en Marruecos no era muy diferente. Esos primeros síntomas fueron violentamente avivados por la sequía que se venia arrastrando tres años.
El año tercero, su padre no tuvo trabajo desde el mismo verano. Las grandes familias habían casi abandonado sus viñedos, atendiendo otros asuntos en las ciudades importantes que residían o, en la misma capital, en donde quedaban las ganancias que producía el campo. Por todas partes la respuesta era la misma: “los lagares se quedarían con sus cinchos viejos y sus duelas carcomidas y las grandes pipas para el transporte por ferrocarril serían renovadas por los propios usuarios, cuando ellos quisiesen”. Hasta el tejido de mimbre para chuicos y damajuanas fue disminuido o eliminado el año tercero. Y ese año no fue lo peor. Lo peor siguió viniendo después. Una cosa detrás de la otra. En su casa no se veía el aceite ni el café desde hacía mucho. Y volvía a parecer un té. Pero luego hasta ese té desvaído desapareció de la mesa. El viejo mate fue el refugio de casi todos y una carga en la calabaza resistía hasta dos días, hasta que estaba tan lavado que no daba siquiera un rastro de su primitivo sabor y color verde.
Por entonces alguien descubrió que la estrella verde que sujeta la frutilla con un pequeño tallo, hasta uno más grueso, era una bebida excelente para remojar el pan seco del desayuno, si se le acompañaba con un terrón de azúcar quemada. Luego el prepararlo se transformó en un ritual, especialmente en invierno, cuando el hielo se dejaba caer hasta los mismos huesos; la tetera hervida sobre la parrilla de hierro forjado en el brasero, el cuenco de la tenaza con que se movían las brasas recibiendo el terrón de azúcar, y ésta, fundiéndose hasta quedar con un color café dorado y luego cayendo sobre el agua en la taza cubierta de estrellas verdes. Aún caliente, el agua chirriaba con el azúcar fundido elevando una pequeña nube de vapor.
Con otros alimentos las cosas no andaban mejor y el peso, el peso moneda, estaba por las nubes. Se podía comprar un cordero hasta por cincuenta centavos y por un peso un cordero de cuarenta kilos. El problema era conseguir el peso.
El viejo tonelero, su padre, era el más viejo tonelero y el mejor en toda esa vasta región en que los viñedos son el alma del lugar. La uva no es de la mejor, tampoco es de la peor calidad, pero da buenos mostos y los aguardientes que se obtienen, clandestinamente, tienen buena venta hacia el sur, hacia los canales magallánicos y toda la pampa chilena, criadora de ovejas, guanacos, hüemules, llamas y otros animales. Las compañías inglesas están pagando cazadores para exterminarlos y pagan muy bien por cada mancuerna de orejas. Probablemente sean de los mismos cazadores o sus descendientes, que antes exterminaron a los Onas, Alacalufes, Chonos y otros pueblos indígenas del archipiélago; por ellos, por los indígenas, pagaron buenas recompensas. Una libra por par de orejas o una punta de nariz. A los huemules y guanacos porque competían el pasto a las ovejas. A los Alacalufes, Chonos, y Onas porque de vez en cuando comían un cordero y no dejaban el cuero estacado, como debían; y es que en esos tiempos el cuero sí tenía valor, por la lana que se iba directa del animal a los talleres de las hilanderías en Inglaterra, y por los subproductos de la grasa aceitosa de la fibra que se recogía al lavarla.
Lo que ellos no sabían, esas grandes compañías, era que el matar un huemul o un guanaco era un doble crimen, porque en muchos de ellos habitaban los maravillosos Onas. Los espíritus de los Onas, los espíritus de los grandes jefes. A veces de mujeres famosas ¿Pero qué otra cosa se puede esperar de compañías que tienen su cerebro en una oficina con barrotes de hierro y en la otra orilla del mar?
El asunto es que, para viajar al sur, el aguardiente debe ir en toneles. Y como es clandestino debe ir camuflado. En los trenes los contrabandistas lo llevan en cueros curtidos de oveja. Algunos, los más serenos y audaces, han dejado el cuero con su lana y al transportarlos por las calles parece que llevasen un cordero a cuestas para el asado. Eso lo sabía todo el pueblo, de ojos infinitos y que tiene una memoria tan larga como el tiempo. Hasta que un día un conductor de tren vio que bajo la banca del coche de tercera iba un cordero:
- ¡Oiga! – Le dice al hombre - ¿es suyo el cordero?
- ¿Cuál cordero? – responde el tipo, y simula buscar en los bolsillos, bajo la manta de lana, porque era invierno.
- No se haga el gracioso conmigo – le dice el conductor – y luego, volviéndose hacia el ayudante: ¡Que se lleve este cordero hasta el vagón de equipaje y pague su flete! ¿Qué se han creído? -.
El ayudante se fue, cagado de la risa. Porque él estaba en la escala en que era más pueblo que su jefe, el conductor, y le hacía gracia el truco de la gente para esconder sus animales y no pagar equipaje. El conductor tiene un buen sueldo, tiene estufa para el invierno, usa el carbón de piedra de la empresa de ferrocarriles y, además, claro, tiene también más estudios, su uniforme es de tela fina y camisas de hilo. Está en otro nivel social.
El caso es que, en este ayudante, pudo más el congeniarse con el jefe que su parte mayor del pueblo, y se lo contó todo. Por lo menos, no se lo contó en ese viaje, no por solidario sino porque entonces ignoraba la treta del contrabando de aguardiente en esas pieles. Pero en éste viaje, del que estamos hablando, se fue con el hombre del cordero, él adelante y el contrabandista atrás. Al llegar al vagón de equipaje le dio paso y dejó a que el tipo descansara el animal en el piso. Le extrañó que el fulano sacaba rápidamente su manta y tapaba lo que debería ser la cabeza del cordero. Luego le hizo su boleta, con la multa incluida, le dio su hoja amarilla de comprobante y él se llevó el talonario con su original. Lo otro que le extrañó fue que le pidió quedarse junto al animal hasta el término del viaje.
Al final del viaje le correspondía al ayudante de conductor la entrega del equipaje a los pasajeros. El primero que salió fue el hombre del cordero, todavía con la manta cubriendo parcialmente el animal, hacia la cabeza. Desde allí, parado en medio del vagón se quedó mirando al contrabandista que se perdió de la vista del ayudante de conductor entre las callejuelas del poblado y, de paso, se relamió los bigotes pensando ¡qué asado al palo se va a comer este tipo! Pero el tipo iba que no podía con el cordero y risa contenida. Jamás se había reído tanto y pensó que algún día arrancaría el cuero de un pez espada para transportar el aguardiente en el ferrocarril. – Ahora – piensa – si no fuera yo tan quedado en las huinchas, me sacaría un boleto en el coche de primavera y ningún conductor de mierda revisaría debajo de mi asiento; hasta le sacarían el bulto hasta la estación al bajarse. Para aquello necesitaba tener por lo menos otra manta, una manta suave de vicuña, hasta con una de llama tal vez o, por último, con una de lana de oveja, pero fina y de trama y urdimbre, lo mismo el tejido a telar; con esta manta y un sombrero de felpa, alón, la haría de oro. Y por unos instantes recrea la idea y se ve a sí mismo viajando en el vagón de primavera, en los mullidos asientos de cuero negro, el respetuoso saludo del conductor y, el ayudante, guardando tímidamente la compostura, y luego, al bajar, ellos cargan su pez espada lleno de aguardiente para depositarlo en el carrito del cargador que le espera en la estación… Enseguida el extiende, sin pomposidad alguna, una propina al ayudante y un saludo cortés al conductor tocando el ala de su sombrero de felpa…
Todo eso y muchas otras aventuras ocurrían con la transportación del aguardiente a pequeñas distancias; otra cosa es el envío a cientos o miles de kilómetros, porque su país es largo, la espada de América, según sus vecinos.
Para el transporte en ferrocarril no se pueden embarcar en otra cosa que no sean toneles. Toneles bien hechos, hasta con la marca distintiva a fuego, como si fuera el anca de un animal. El aguardiente tampoco podía ir libremente, con su guía de tránsito y su boleto rosado del ferrocarril. Es destilado clandestino, nace en la oscuridad, en lo profundo de los pequeños viñedos y generalmente viaja de noche, oculto en las sombras. Ese era el problema de un comprador de vinos del sur, de un pueblito cercano a Valdivia que vendía vino y aguardiente como malo de la cabeza. Cuando le planteó el problema a su viejo, éste lo mandó al carajo y el comerciante tuvo que tragarse todo lo que le dijo, porque su padre era una bestia que donde pegaba no salía pelo y todos sus clientes lo sabían, así como sabían que no se metía en huevadas. Su padre no podía soportar la sola mención de algo ilegal y, en este caso, fabricar barricas dobles para contrabando fue - ¡el peor insulto del año! – le dijo al comerciante.
Sin embargo, como era el mejor tonelero, el fulano regresó al día siguiente y ésta vez sencillamente le ordenó cincuenta pipas de quinientos litros, 10 barriles de cien litros y el correspondiente anticipo. En seguida supieron que con esa orden tenía para cargar dos carros planos de treinta toneladas; y los barriles de cien litros ¡cualquier tonto podía saber que en esos viajaría el aguardiente! Pero eso ya era cuestión propia de él. Su trabajo sería entregarle los mejores toneles de toda la zona.
Su viejo agarró el pedido porque era el mejor en mucho tiempo y además como que se venía oliendo la temporada de malas. Tiempo después se supo del comerciante que había metido los barriles pequeños en las pipas y todo lo había rellenado con vino. Para eso tuvo que contratar a otro tonelero para abrir y cerrar los contenedores.
Pero pronto vino esa situación de la crisis. Habían comido hasta las reservas, los clientes desaparecieron y sólo uno que otro se hacía presente para comprar un tonelito de veinte kilos.
Esos toneles los había empezado él con la vigilancia del padre que no permitía un solo error. Su primer uso fue para el agua potable que recogían de la lluvia por las canaletas del techo. Era un barril hermoso, con su llave de madera, también pequeña. Resultó que conservaba el agua fresca en el verano y a mucha gente, al verlos, les pareció una buena idea y los fabricaba casi de diario para ese uso. Pero en al crisis todo se vino al suelo, hasta que le dijo al padre que se largaba a buscar suerte a otro lado. Su memoria le informaba que los clientes de las viñas venían del sur, de muchos pueblos. Un día se fue hasta la estación del ferrocarril y preguntó si podía revisar los despachos de vinos. Después de explicar su idea al Jefe de la estación, regresó a su casa a preparar sus herramientas; días después, éste le dio una hoja con todo lo despachado en los últimos siete años. No era larga la lista y el nombre del destinatario se repetía todos los años. De esa manera eligió este pueblo donde ahora vive y el barrio, entre otras cosas porque estaban instaladas aquí, muchas bodegas que despachan el vino hacia los pueblos y poblados del interior de la costa y las montañas.
La noche de su llegada preguntó a los chicos que cargaban maletas por un lugar donde alojarse y uno de ellos lo guío hasta lo casa de doña Ema; mientras caminaba se sorprendió de de la cantidad de gente que llegaba hasta unta de rieles y su prisa por adelantar a todo el mundo.
Pronto se lo explicó al escuchar los pitazos de los barcos y ver el río, cercano, y los muelles hirviendo de movimiento. De donde venía, sólo en días de fiesta se veían tantas personas reunidas. Le agradó el lugar, por una especia de clímax hiperactivo que se desprendía de él. Mientras caminaba al lado del chico que cargaba con sus herramientas vio los letreros de las bodegas expendedoras de vinos. “La Doñiguana”, “Concha y Toro Vino de Oro”, “El Cuatro”, y muchas otras, mencionando regiones vitivinícolas de todo el país. Ninguna decía “Marruecos” y eso en principio le extrañó; hasta que más tarde descubrió que a ese barrio llegaban los mejores caldos del país.
Su equipaje era una pequeña y vieja maleta de cuero de su madre, de cuando soltera, y el bulto más pequeño pero más pesado eran sus herramientas. Tampoco eran muchas: combos de ocho y diez libras, “el maestrito”, especie de combo liviano de base delgada, romo, formando un cono unido por su oreja al astil de madera dura y los moldes. Fue el regalo de su padre cuando el abrazo de despedida. – Te doy esto y los últimos pesos para tu primer taller. Llevas mi ejemplo y mi persistencia y ésta transmítela a mis nietos cuando los tengas y quiero uno, tonelero y una niña que se parezca a tu difunta madre -. Así se despidió su viejo.
- ¿Se va a quedar, caballero? – doña Ema lo mira mientras lo examina. Aquí llega de todo, está pensando la dueña de la pensión – cortadores para las cosechas, carrilanos, mineros y hay que mirar bien a quién se aloja. No sea cosa que…
- Sí me quedo – la interrumpe él, parando sus pensamientos – por unos días… - agrega, después de vacilar un poco.
- Mejor me dice de donde viene, joven y qué lo trae por aquí “unos días”; la cosecha de avena todavía no empieza, tampoco la de trigo y no veo su hechona -.
- Es que vengo en busca de otra cosa, señora, soy tonelero y puedo ser un buen ayudante -.
- De cerca viene la recomendación… - le dice ella – pero aquí no va a encontrar trabajo. No hay ninguna tonelería. Sí hay muchos toneles, miles, y barriles y damajuanas y chuicos, de todo eso hay, pero no toneleros. Ni siquiera uno -.
- ¿Ni uno solo? – quiso asegurarse.
- Ya se lo dije, ni uno solo y quién me lo diga que yo le puse la primera piedra a este barrio y casi al pueblo, allá arriba -.
El mira su rostro todavía sin arrugas y aunque le cree, piensa que lo último fue exagerado. Y ella, como si leyera sus pensamientos se rompa a reír; por lo que acababa de presumir y para romper el hielo del interrogatorio.- Entonces – contesta el chico – arreglaré toneles a las bodegas y seré mi propio patrón.
- ¡Bien! – Dice doña Ema – ahora le muestro su cuarto. El desayuno es a las siete hasta que se acabe y después hasta el almuerzo de doce en adelante, lo mismo -.
- Hasta que se acabe… - termina él con una sonrisa, porque ya comprendió que es mejor llegar temprano a cualquiera de las comidas.
- ¿Y de donde me dijo que era? – insiste doña Ema.
- No se lo dije. Soy de Marruecos, en la provincia de Concepción…. -.
- Con que marroquí… -.
- Marroquí doña Ema… -.
Su primera visita fue al bodegón “La Doñiguana”, del turco Sepúlveda. Es un hombre gordo, muy moreno con un tic en el ojo, secuela de una trombosis que tuvo hace años. Es natural de Doñigüe, y de ahí el nombre del bodegón. Después de corresponder el saludo, el turco lo alienta: - ahora no tengo nada para reparar pero sí voy a necesitar toneles nuevos en los próximos meses. Ya viene la temporada de la chicha y será mi abasto para todo el invierno.
- ¿Chicha de uva? – pregunta.
- No hombre, chicha de manzana. La mejor chicha del país sale de estos campos. Lo malo es que sólo la tomamos en el sur. Los santiaguinos, esos pitucones de cuello y corbata sólo toman chicha de uva…-
- Chicha baya de Curacaví… - responde el muchacho, con un tonito de cueca, aludiendo a la canción famosa.
- Esa misma – dice el turco y luego mirando hacia los dos lados de la calle… ¿no hay moros en la costa? Vete al final de los barriles de cien litros y saca una muestra de chicha del año pasado.
El muchacho cubre rápidamente el trecho hasta el barril y abre la llave de madera y deposita una pequeña cantidad en un vaso, más bien simula tomar el líquido, extraño para su gusto, acostumbrado a los vinos ligeros, dulces como el chacolí, del verano en su tierra.
- ¿Te gustó la chicha? – pregunta el turco - ¡sólo es un centavo! -. El chico lo mira asombrado; él había entendido que lo invitaba a probar, por cuenta de la casa por así decirlo.
Al ver su cara el turco se echa a reír – ¡no te apures – que te anoto en la libreta y te lo descuento de los primeros toneles que me hagas. El primer trago de la mañana no pudo invitarlo porque me quema el día. Si te cobro es una venta y siento que me vas a traer suerte! -.
Y suelta otra risotada que parece rebotar en su panza.
- Ley del barrio, chico, ve aprendiendo -. Y se despide metiéndose en la semi-oscuridad de la bodega.
Esa mañana visitó a todos los bodegueros y, en el último, le encargaron tres toneles para cambio de duelas. El no había contado con tener que fabricar sus propias duelas. Sí podía hacerlas pero se llevaría su tiempo.
La maderería era apenas una rústica construcción en forma de galpón pero sus maderas eran variadas y tendría un abasto seguro. Su primer pedido se hizo al fiado, explicando al dueño su situación y el pedido del bodeguero. El maderero era Juan y Medio un tipo muy alto y macizo.
- Sólo fío una vez – le dijo – y no soy de los que andan cobrando. Tampoco cobro intereses y no creo aquello de que ¡las deudas viejas no se pagan y las nuevas se dejan envejecer! ¿Está claro?
- Está más claro que el agua, don Juan -.
- Juan y Medio – le corrigió él.
- Don Juan y Medio. Y apenas cobrando vengo a pagarle.
- Y tú, ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Lucrecio. Lucrecio Fernández para servirlo.
Así se hizo de su primer trabajo y lo terminó en el patio del restaurante. Al año compró un terreno cerca de casa de doña Ema y se hizo un par de cuartos rústicos y el galpón para su labor. Había trabajado como bruto, sin darse descanso en todo el verano porque confiaba en que pare el próximo podría traerse al viejo. Ahora en la maderería de Juan y Medio tenía madera con y sin dinero.
Los zunchos fue otro cantar. Froylán, el herrero, forjaba herraduras y espuelas de gala y de trabajo, maravillosas, pero de zunchos no sabía un pito. Cuando le encargó el primero, le entregó un anillo. – Don Froylán, ¿nunca antes hizo usted un zuncho? – el hombre se le quedó mirando.
- Nunca antes pero ya ves lo que hice -.
- Mire, don Froylán, - no sabía como decírselo para no ofenderlo – la cuestión es que un zuncho no puede ser un anillo, como el aro de una rueda, por ejemplo. Un zuncho tiene que apretar las duelas del barril. Un barril son dos conos pegados con su pancita al centro y ése lugar va libre. Los zunchos sólo aprietan los bordes para fijar las tapas y otros que bajan hasta antes de la panza, por los dos lados -.
- En ese caso – dice Froylán – tú haces uno y luego me sigo con el resto -.
Fue el día de la clase maestra, recuerda. No fue fácil y no fue de hacer uno sino muchos zunchos con Froylán pegado a sus talones. Esos días bendijo a su padre que le había copiado los moldes de duelas y zunchos para todos los tamaños de toneles. Hasta pipas de mil o más litros.
Para alguien que no sabe de toneles, todos son iguales: toscos y panzones. Pero como todas las cosas que nacen y salen de las manos del hombre, los toneles no sólo llevan sudor y a veces hasta lágrimas. Lo que más llevan es arte acumulado y siglos de perfeccionarse con las manos y la inteligencia de los toneleros. Y seguramente el arte de mucha otra gente.
El primero que hizo un tonel seguro que no lo hizo como el de ahora, casi perfecto y recuerda las vasijas antiguas de duelas para acarrear el agua desde los pozos, las tinas para baño sólo cónicas, pero un tonel de estos tiempos es la figura de un huevo. ¿Alguien ha intentado romper un huevo, apretando los extremos entre el pulgar y el índice? Pues, que sencillamente no es posible romperlo, a no ser que sea un huevo de viento, como el de las gallinas viejas que no llevan conchuela en la dieta.
Un tonel es como un huevo de extremos planos con su panza ligeramente levantada que le permite a los cargadores correr con ellos e impulsarlos con una sola mano en la carga o descarga; bien para voltearlos, o para levantarlos, cuando con un solo giro se le da velocidad y puede alzar cien o más kilos sin esfuerzo. Y no son trucos de los cargadores solamente, aunque ellos también se las traen cuando se trata de cargar toneles por cientos o por miles desde las viñas hasta el vagón plano del ferrocarril.
Y todo esto está en cómo trabajas una duela, empezando porque la madera debe estar seca siete años en este clima, en este villorrio, pegado al río, con esta lluvia de nueve meses, con una humedad del carajo. Y es que una duela, que siempre estará en contacto con algún líquido no puede perder su estabilidad. Debe quedarse quieta como salió de sus manos, pegada una junto a la otra, solamente separada por la junta de totora. Y la misma totora no puede ser cualquier totora. Tiene que ser cosechada en el mes y con el desarrollo y madurez precisos, con sus cámaras alveoladas formadas y firmes. Lo bueno en este poblado es que es abundante; se desarrolla bien en la laguna pegada al barrio y en las zonas bajas del río en donde sirve de refugio a las popoyas, pidenes y los patos canadienses que llegan en abril. Sus únicos competidores en la cosecha son los muchachos que la cortan para hacer sus balsas y chalecos flotadores. Pero él ha llegado a un acuerdo con ellos: les da unos centavos para lo suyo y se la traen hasta el taller en paquetes ordenados.
La junta de una duela con otra es otro arte que se debe dominar.
Esa junta y su ángulo marcan el círculo en cada sección hasta el ombligo en la panza del barril que él marca al perfecto centro. Si un tonel no está balanceado no será posible ejecutar maniobras de carga y descarga con él. El líquido trata de escapar del barril y su presión se multiplica cuando va rodando y golpeando contra las paredes. No es fácil ser tonelero. Un buen tonelero. Tiene muchos, cientos de detalles, porque depende también de la madera. Algunas son fibrosas y duras. Otras son más flexibles y elásticas y no se puede pedir una sola clase de madera. Para eso necesitaría ser el dueño de la montaña y dueño del tiempo. Para criar el árbol, para hacerlo adulto, defenderlo de las plagas y finalmente tumbarlo para convertirlo en duelas perfectas. A su manera predica a los agricultores que no quemen sus matas para sembrar: ¡conservar el bosque; tumbas uno y plantas dos! Pero ríen. Porque su asunto es un campo despejado para sembrar y cosechar año tras año y no esperara treinta, cincuenta o mil años como resulta que se necesita para las araucarias. El país es nuevo y la Frontera es una recién nacida que hay que sembrar por todos lados; además, la madera, ¿quién la paga? Los precios son una porquería; hasta el precio de los durmientes para el ferrocarril. Quién se lleva el esfuerzo y suda la gota gorda es el campesino, y el intermediario se hincha en el pueblo, comprando barato y sentado en sus huevos. ¿Y tú?, - le dicen a Lucrecio – no te apures, tonelero; para tus toneles siempre tendrás madera – “porque necesitamos el vino” – dice otro – “y porque sin toneles no llega” – reclama el tercero. Y lo dejan solo y se van, muertos de la risa.De todo esto hace años. Y está contento de haber tomado la decisión de salir de su pueblo, a excepción de la pérdida de su padre, que no alcanzó a ver su nieto tonelero, ni a su nieta igual a su abuela. Pero en la vida no todo se alcanza. Le ha sucedido a él mismo. Este barrio le ha dado todo; los primeros dos cuartos que se construyó son ahora una casita a dos aguas, forrada entera de tejuela de pellín, con ese roble rojo, lignificado, maduro en cientos de años en las viejas montañas de la costa. Por dentro su casa está forrada de raulí, esa madera de suave color rosado con sus fibras vivas. Las vigas descubiertas y todo el maderamen grueso son de roble.
Sobre las dos plantas se eleva el altillo con su ventanal de piso a techo, con suficiente espacio para sacar cualquier enser en caso de una crecido del río que inunda las viviendas hasta el segundo piso. Ya lo ha vivido; año tras año. Y su plan de un bote pegado a la casa lo cumplirá antes de este invierno. Se lo debe a él mismo. Lo quiso desde que salió a pescar al río la primera vez. Y lo sueña para Alicia, que será su mujer, la hija mayor del turco Sepúlveda que lo deslumbró con su cabellera rubia y suelta. La conoció al final del primer verano de su llegada; venía de su escuela con su uniforme, un delantal blanco colgado al brazo y los libros en la izquierda. En ese tiempo él tenía veinte años y la chica no llegaba a los quince. Después la ha visto en cada entrega de toneles y a medido cuanto crece y los cambios que el tiempo le marca en su cuerpo. Así han sido estos años en el barrio. Es uno más; se ha ganado con esfuerzo y cumplimiento la amistad y la confianza de sus vecinos. Y no fue fácil, porque aquí la vida es dura.
A la entrada de este invierno ha venido un tipo con un pedido de toneles como nunca ha soñado. Un tipo que ha encargado antes, algunos, suficientes para cargar un camión modelo T y meterse por los caminos de tierra cercanos al poblado. Y ha trabajado todo este invierno, a reventar; ha entregado el pedido, justo antes de las fiestas patrias, en septiembre.
Según la costumbre, estrena su traje nuevo, camisa y hasta calzoncillos y calcetines delgados; todo esto en honor a la primavera que le permite dejar los gruesos calcetines de lana tejidos al palillo por las araucanas. Esta misma tarde fue a saludar al turco Sepúlveda; éste vive en la planta alta con sus dos hijas y su mujer, doña Rosa, una hembra alta y maciza de pelo colorín. Ese día el bodegón está cerrado por el festivo y la Ley prohíbe la venta de licores. A los golpes que dio a la aldaba acudió a abrir Alicia y los dos se quedan mirando. La chica había visto muchas veces al tonelero, siempre con su overol de mezclilla, sus gruesos zapatos de caña alta y su mata de pelo rubio cubriendo el rostro y los ojos azules escondidos tras las greñas. Esta vez hasta lo desconoció, muy natural en su traje azul marino, la camisa blanca de cuello abierto, los zapatos de verano, brillantes, y el aspecto distinto con su gorra de paño escocés. Aunque ella es alta, apenas llegará hasta la altura de su hombro, se dice.
Lucrecio, a su vez, se quedó tieso mirando a la chica. En los meses en que no salió de su taller cumpliendo el pedido de toneles, no tuvo oportunidad de verla y ahora estaba ante él con una pregunta que no sabía cómo contestar. Quiso hablarle, saber de ella, iniciar una conversación, talvez invitarla a la inauguración de las ramadas, vísperas de fiestas patrias, talvez bailar una cueca y zapatear para el mundo sobre las tablas sueltas. Y de todo eso que imaginaba sólo salió un sonido apenas articulado: - ¿puedo ver a tu papá? – y entonces la chica rió, para librar su propia tensión y responder adecuadamente al tonelero, sin traicionar su interés por este nuevo, desconocido aspecto del muchacho.
- Pasa Lucrecio – le dice invitándole. A Lucrecio su voz lo llena de alegría. Lo ha invitado a pasar, sin hacerlo esperar en la puerta y se hace unas ilusiones que lo llenan de esperanza.
El turco lo espera en la puerta de entrada al segundo piso. Lo saludó amablemente, muy distinto al trato diario o mientras hacían sus arreglos por toneles, regateando, sacando plazos. Más tarde lo presentó a su mujer y su hija más pequeña. Hablaron de las fiestas, de la inauguración de las fondas que haría oficialmente el Alcalde esa misma tarde. Y repentinamente tuvo el atrevimiento de invitarlos, a todos, a toda la familia. Y doña Rosa saltó, rápida:
- Nosotros no vamos a las ramadas, Lucrecio. Que vayan las empleaditas y los rotos. El Alcalde da circo pero nosotras no vamos a esas cosas. ¡Menos mis chiquillas! -.
- ¡Y punto…! – dijo el turco.
- ¡Disculpen ustedes! – se atrevió apenas a decir – yo no sabía…
- ¡Es que así como nos ve, en este barrio y todo, no se crea que siempre fuimos los mismos. Mi familia…
Lucrecio aprovechó el respiro, se disculpó por segunda vez y bajó seguido por Alicia que cerraría el portón de la entrada.
- Invítame al baile de los bomberos, Lucrecio, pero habla con mi papá – y le tendió su mano pálida, tibia y lo fascinó con su risa.
Por la tarde, a eso de las cinco, regresó a casa del turco y esta vez el mismo le abrió el portón:
- ¡Hola Lucrecio, disculpa que estoy un poco achispado pero tú sabes que esta fiesta es sólo una en el año, y tenemos que celebrar el primer día que fuimos libres! -.
- Vengo a pedir su permiso para invitar al baile de los bomberos a la niña Alicia – le soltó de una parrafada. El turco pareció despertar y como que escaparon todos los vapores del vino de la tarde.
- ¿Con que quiere ir al baile con mi hija el huevón? ¿Y qué te has creído roto de mierda para pedirme eso? -.
- No lo tome a mal, hombre, soy joven pero soy un hombre serio. No le hago al trago y ni siquiera fumo. Alicia ya es una señorita y podría ser, si usted se lo pide, que le agrade la idea -.
- Y dime tú ahora, ¿qué baile sabes? -.
- Como todos don, un poco de cueca, otro poco de tango, unos valsesitos, unas rancheras. No soy profesional pero me defiendo. Por otra parte, ya he terminado mi casa, tengo mi taller aperado de todas las herramientas, el galpón ha crecido y Dios mediante lo agrando este año. Y no le hago asco al trabajo, como todos en el barrio, trabajo de sol a sol -.
- Eso sí es cierto – dice el turco, ya menos agresivo. – El golpe de tus toneles me despierta a las cinco y no me dejas dormir ni la siesta. De que eres trabajador lo has demostrado en estos años. Yo te vi llegar con una mano atrás y otra adelante. Mira – le dice luego, marcando un tic, ahora más pronunciado en la mejilla izquierda – voy a hablar con Alicia, a solas; voy a sondear; si noto que podría agradarle la idea, te aviso con el indio. Pero no te hagas ilusiones Lucrecio. Ella mira para arriba y su madre ni hablar, ya la conociste. No le caes mal pero para su hija tú no eres el hombre. Ni hablar, así es la cosa -. Luego del discurso cerró la puerta en las narices y se metió por las escaleras a grandes zancadas.
No salió de su casa en todo el resto del día, y pensaba – Este turco con su lengua suelta, y su mujer llena de orgullo; en otra circunstancia no permito sus groserías conmigo. Es la última vez y la sangre violenta del padre le empieza a correr por las venas. En eso escuchó golpes en la puerta. Es Carileo, el muchacho araucano, que le ayuda en todo a Sepúlveda, a cambio de comida y alojamiento para sostener sus clases de primaria, obligatoria por ley. El mayor trabajo de Carileo es acarrear el agua en baldes, desde el río. Lo hace como los chinos, suspendiendo dos baldes desde un palo de luma, atravesado sobre los hombros. Parece incansable; tal vez se siente Caupolicán en la convocatoria de Toqui de todos los pueblos a que llamó Colo- Colo para derrotar a los españoles. Una vez se lo dijo y el chico solo sonrió, en silencio. Parecía muy tímido, aunque con él se entrega un poco más. Muchos domingos lo ha invitado a almorzar con él, en su casa. Hace mucho tiempo que cocina por necesidades de su trabajo, siempre con horario irregular. Ya no podía seguir los horarios de doña Ema y su alimentación es sencilla.
- El turco te manda a decir…
- Se dice el señor Sepúlveda, Carileo -. Y el chico repitió:
- Dice el turco...
- No aprendes nunca, Carileo…
“No aprenderá nunca. Más bien no querrá aprender nunca. A lo mejor en su lengua natal no existe esa forma gramatical. Pero lo más seguro es que, como todos los araucanos, su orgullo de raza jamás le permitirá aparecer en un nivel inferior al de los huincas. Fue la única raza del país que resistió tanto tiempo la invasión española. Trescientos años de lucha demostraron que eran invencibles. Y sus héroes con sus grandes hazañas están vivos en ellos. Hasta en los libros de los huincas son guerreros famosos, hasta en las tierras originales de los huincas, en el otro mar lejano”.
- Habla Carileo, ¿qué quiere el turco? – deliberadamente dice “el turco”, para no aparecer disminuido ante Carileo.
- Que el turco te espera a las seis -.
Y no puede disimular su alegría. Lo invita a un café que se calienta en la cubierta de su cocina, derrite queso añejo sobre la misma cubierta y le entrega un pan caliente del horno.
Carileo inicia el ataque mesuradamente, comiendo a pequeños trozos. Nunca se debe lanzar la cabeza sobre el alimento, jamás dar la impresión de estar con hambre y, además, de esta manera consigue mirar a Lucrecio que no cabe en sí por la noticia y lo muestra atarantándose en todo. Derramó el pequeño lechero sobre la cocina, y el olor a leche quemada le llega a su olfato que lo extiende suavemente por el estómago. El tonelero repone la leche y luego él mezcla el café que marca vetas caprichosas en la superficie de la taza. Los huincas son gente muy rara. En la escuela debe pagar diarios castigos por no decir “señor” al maestro. En la reducción, al anciano se le dice abuelo o tata. Al padre se le dice padre. A la madre se le dice madre. Y no hay más. El respeto, dice su tata, no está en las palabras. El respeto esta dentro del hombre y desde allí nace hacia los demás; está en el trabajo grande o pequeño de todos los días; está en el ejercicio del arco, de la lanza, de la macana, de la boleadora, de la maza y en estar preparado para vencer siempre al enemigo. Y para eso debes ser el mejor. Y para ser el mejor debes trabajar duro con tu arma, seguir las órdenes del padre hasta que éste te desafía a la lucha ritual. Si lo vences es que has trabajado y respetado todas las leyes de tu arma y así estás listo para ascender a mocetón y defender a tu gente.
Ahora no entiende que pasa con Lucrecio. Siempre lo ha visto armando o preparando toneles, muy serio y tranquilo. Nunca apresura su trabajo; deja reposar las duelas armadas y luego cura el interior con humo de azufre, quemado en la misma viruta sobrante de las duelas y tapas. Se está largo tiempo, moviendo los barriles sobre la pequeña flama hasta que sienta algo en su oído o en su olfato y dice – ¡ya estuvo! -.
Un día quisiera ser un tonelero; a veces, en domingo, que es su día de descanso, ha ayudado a Lucrecio con una u otra cosa. Hasta le ha pedido la herramienta para algo sencillo: como desbastar la gruesa madera para formar la panza de las duelas, o remachar los zunchos. Pero son muchas cosas las que debe saber para hacer él sólo, un tonel. Lucrecio le ha prometido enseñar. Cuando el trabajo esté bajo y el tiempo disponible. Pero él tiene un plan. Cuando termine la escuela, este diciembre, y regrese a la Reducción, hablará con su padre para aprender el oficio de Lucrecio. Y entonces, un día será como él y al ver un tonel terminado lo mirará sonriendo como si fuera una amiga querida, con las herramientas en la mano y el sudor mojando su pecho.
- Carileo – dice Lucrecio - mientras lo mira fijamente – gracias por tu visita – y le dices al turco que estaré en su casa a las seis -.
La noche del baile de los bomberos le abre las puertas de otro mundo. Ha sido su primer encuentro con la música. Al entrar, la banda del pueblo toca a Strauss para la inauguración del aniversario de fiestas patrias. Baila el Alcalde con las candidatas a Reina, entre las que, esa noche, elegirá a la mas bella. Las chicas lucen sus trajes recién estrenados y no pierden la oportunidad de lucirse en la pista encerada.
Después de agotar el repertorio de Strauss, la banda se retira entre aplausos y aparece junto a la batería, el Chicobat y el Champa, el pianista de la noche; los aplausos de los muchachos, acompañados de gritos retumban en el salón Municipal, seguidos de palmeos tímidos, indecisos, de las chicas, despistadas y nerviosas por la algarabía.
El Chicobat y el Champa aparecen en los bailes oficiales del pueblo en fechas memorables. No más de cuatro en el año. El Champa es de estatura mediana, no mayor de treinta y cinco años, muy pálido por la falta de sol, los ojos verdes bajo las cejas negras y el pelo tupido, muy ondulado y en este momento aplastado por la gomina. Usa una polera blanca, de lana, de cuello subido y una chaqueta gris de tres botones. Ahora está junto al piano y recibe sonriente, el bigotillo negro y fino estirado, los aplausos cerrados de los muchachos de todas las edades. Los adultos, igual que las chicas, miden mezquinos el golpear de palmas mirando al Champa y rehuyendo las miradas vigilantes, y a ratos festivas, de sus mujeres.
El ruido de los aplausos cede cuando se instala el baterista y el pianista toma asiento, luego de ajustar su estatura el teclado. La batería se presenta con un redoble sobre los tambores, se pasea por los platillos relucientes de bronce y cierra con un golpe seco del bombo.
El Champa hace bailar los dedos sobre el teclado, entrando con los primeros pasos de una cueca chispeante y el salón de pronto se llena de alegría desatada y el chárleston que surge de las manos mágicas del Champa y el estruendoso retumbar de tambores y platillos. El Chicobat se ha transfigurado. No se ven los palillos en sus manos y la batería parece emitir los sonidos por cuenta propia mientras Chicobat, convertido en un gnomo saltarín, brinca sobre los tambores recién estirados para la fiesta. Los muchachos han enloquecido. La pista de baile, pulida y encerada no da abasto para los danzantes que prueban toda clase de pasos y pases nuevos, mientras las chicas sonríen y siguen el juego innovador y excitante. Y esto no ha parado por más de una hora. La gomina en la cabeza del Champa ha perdido su poder fijador y el pelo ondulado se ha escapado de la armazón gelatinosa y es ahora una cabeza de Medusa de serpientes negras, lanzada brutalmente contra el aire, ondulando al ritmo loco del cuerpo del pianista metido desde las teclas, formando un solo cuerpo vibrante con el instrumento. Chicobat apenas puede seguir sus manos con la mirada, concentrado, buscando el redoble, la entrada del bombo, sincronizando todo con el piano que ha enloquecido de pronto bajo las manos largas del Champa que arrancan octavas y danzan solas arrimando bemoles y sostenidos.
Cuando los instrumentos callan, al unísono, los aplausos retumban y los gritos y vivas al Chicobat y el Champa se suceden sin descanso. Los músicos se han levantado, al lado de sus respectivos instrumentos y reciben con una larga sonrisa satisfecha los aplausos y gritos de la chiquillería, dirigidos a uno y a otro. La noche se ha iniciado con un puente que va de los músicos a su público; el público joven, desprejuiciado, abierto y libre, expresando con las palmas la alegría del momento. El público adulto, especialmente las mujeres, mesurado bajo el autocontrol, aplaude con reserva, como haciendo notar al de la batería y el pianista, que el aplauso es una concesión especial, sólo por esta noche y que eso no significa otra cosa que un regalo condescendiente a ellos, músicos de la Casa Azul, de tiempo completo, más bien de noche completa, de parranda completa, en la casa de putas más famosa en cien kilómetros a la redonda.
Lucrecio y Alicia bailaron, entre toda la chiquillería enloquecida, tan locos como ellos, y a las doce en punto, como La Cenicienta, Alicia le dijo, al oído – tengo que irme, Lucrecio – y Lucrecio obedeció de inmediato, porque lo ha prometido al turco y esta noche ha recibido el mejor regalo del cielo: Alicia en sus brazos, aunque sea en el paso del baile y la música de Strauss.
Mientras bajaban los trescientos sesenta escalones de durmientes viejos para llegar a la villa, Alicia le confía los sucesos de la tarde:
- Me habló mi padre, de tu interés por invitarme al baile. Me hice la remolona pero, la verdad, yo estaba muerta de ganas de ir. En el Liceo no tengo oportunidad de salir. Estoy toda la semana encerrada y mi salida única es el viaje en el tren el viernes por la tarde y vuelta otra vez al encierro, pero esta vez en mi casa. Estoy en mi último año y luego quiero seguir en la Universidad de Concepción… -.
- ¿Porqué Concepción? – la interrumpe.
- Porque es la más cercana y tenemos parientes de mi madre que tienen casa en la ciudad. Me hospedaría con ellos hasta terminar mi carrera… -.
- Un lindo plan – le dice Lucrecio y luego dando un suspiro – esa es mi provincia y mi pueblo es Marruecos; tal vez sería bueno regresar… -.
- Por eso te dicen el marroquí… -.
- Por eso y porque aquí tienen la manía de ponerle a cada quién su sobrenombre ¿te das cuenta? -. Y ella ríe porque ha recordado algunos realmente chistosos.
- Al Queso Suizo le fue peor – dice soltando una franca carcajada.
- Por el olor de sus pies – ríe Alicia.
- O el Anticucho…
- Porque quedó colgado en la cerca de alambre de púas cuando intentó choclonear un caballo -.
- El Chaliapin…
- Porque no tiene voz ni para vender tortillas…
Y ríen a coro, inconteniblemente, hasta dolerles el estómago.
- Eso se quita con un pequeño beso – le responde Lucrecio y la mira fijamente en la semioscuridad, vigilando su reacción.
- Eso si que no, tonelero. Compañero de baile y ya. Y gracias por esta noche linda – y desapareció rápida por su puerta – como la Cenicienta – pensó él.
Alicia terminó su año en diciembre, con las mejores notas en ciencias y se preparó para un verano de remo y natación en el río, en el pequeño islote lleno de mimbres y sauces. Allí la encontró Lucrecio, un domingo y nadaron juntos mucho tiempo. Después de ese domingo se encontraron a diario en el islote y poco a poco la chica fue sintiéndose atraída, por el comportamiento tranquilo del muchacho y sus deseos de aprender. La música de Strauss lo había fascinado y seguía metida en su cabeza. Con permiso de su padre y a regañadientes de su madre, un día lo invitó a escuchar música a su casa. El gramófono era una vieja máquina de Odeón y exhibió la mejor colección de discos con los hombres de Beethoven, Bach y Haendel.
Con Lizt y Chopin, Lucrecio olvidó a Strauss por mucho tiempo. La chica había observado, casi con fascinación, el efecto de la música en su rostro. Veía a otro Lucrecio surgiendo desde algún remoto lugar, y su expresión y hasta el color de sus ojos claros variaba ante los movimientos de la música.
Después de escuchar el último concierto le prometió estudiar música en el conservatorio de concepción, ese mismo año.
- ¿Este mismo año? ¿Este mismo año que empiezo yo…?
- Precisamente…
- No encuentro una razón para eso…
- Tengo una sola razón -.
- ¿Una sola razón? -.
- No te perderé de vista hasta que te cases conmigo -.
Lo miró sin ninguno comentario, con una larga mirada de sus ojos color avellana. No entendía porqué no había contestado un rotundo no. Sus planes personales y los de su familia estaban muy claros, totalmente definidos: obtener una carrera y apoyar a su hermana en sus respectivos estudios. La vida en el barrio es compleja y difícil. Los inviernos son calles de agua café con dos o tres metros inundando el primer piso. La vida cambia. Su padre reniega por las ventas perdidas y maldice la lluvia que estará presente todo el invierno. Su madre es un atado de lamentaciones en medio de la añoranza por los bienes perdidos hace muchos años. Ella, con sus planes querría cambiar la vida de la familia y no se había planteado un matrimonio que sería un obstáculo insalvable. Debió haberse negado de inmediato. Talvez no quiso matar de un tajo las ilusiones de su amigo. Porque sí se había convertido en eso. Había sido respetuoso y considerado; era sensible y se lo había demostrado con la música. Sabía que era sincero su deseo de estudiar pero no lograba compaginar la imagen que tenía de muchos años del muchacho de tonelero y de improviso convertido en estudiante de música y composición. No encajaban para nada en su esquema mental, inconscientemente preconcebido. Y se prometió al día siguiente terminar los encuentros y aclarar la situación y negarse siquiera a considerar el asunto. Con esa firme determinación se encerró en su cuarto y se dispuso a dormir.
Esa noche Lucrecio se durmió muy tarde. Era verano y la noche muy tibia. Se fue hacia los muelles a esa hora solitarios y dormidos, salvo por alguna pareja de muchachos, sentados en los rollos de gruesas cuerdas de amarre de los barcos, prometiéndose fidelidad eterna. Hasta la casa de Marlene estaba muda, con sus guitarras dormidas, a oscuras, con un silencio cargado de misterios. Había esperado una reacción distinta a su propuesta y ese silencio de Alicia lo había sentido como un rechazo. Y se analizó a si mismo como si fuera otra persona. Y de pronto su oficio se le hizo insuficiente. Era el mejor tonelero de su barrio, su pueblo y la provincia, pero había descubierto que había un mundo del cual recién, con Alicia, había tenido conocimiento. Como con la música. Ella le había confiado sus planes y comentado su aspiración de una carrera.
- ¿Qué quieres estudiar? – le había preguntado.
- Quiero estudiar química y ser la mejor química del mundo -.
- ¿Y para qué? – sólo se le ocurrió preguntar.
- Para transformar el agua en vino, tonto -. Y se echó a reír con esa risa suelta y plena que se le metía como un alfiler en sus sueños.
- ¿No sabes la historia que el barrio le cuelga a mi papá? -. Y aunque conocía la historia lo negó.
- Pues resulta – le dice – que un día vino uno de los Venados por un barril de vino, y ya sabes cómo son, y todas las historias que se cuentan de ellos. Le pidió una muestra del vino que iba a llevar y mi padre, como siempre, le dijo:
- Sírvase usted mismo don, en el barrilito al fondo, a la izquierda. El Venado alzó la manta sobre su hombro y tomó una jarra de medio litro, esa que ustedes los hombres, llaman “medio pato” y regresó junto a mi padre a degustar el vino. Mi padre atendía a otra gente y estaba distraído, cuando volteó a ver al Venado, vio que éste retiraba la jarra de su boca y apretaba entre sus dientes un pequeño pejerrey de río. Las gentes que estaban allí estallaron en risas y esas risas atrajeron a otros, tenderos y ociosos que nunca faltan y casi matan a mi padre a pullas. Dicen que desde entonces le quedó el tic, en su ojo izquierdo -.
- Y eso, ¿Qué tiene que ver con tu carrera? – le pregunta después de dejar de reír.
- Pues que yo no le echaré agua del río a los toneles de vino y si tengo que hacerlo le pondré un filtro en el embudo. Pero esto último es muy difícil que lo haga; va contra mis principios. Lo que haré – y lo mira con fingida modestia – será transformar el río en energía, en alimentos y, por último, en vino, ¡y salud! – termina con otra carcajada.
Y Lucrecio se atraganta, tose y sólo después de un rato puede liberarse de su risa:
- Sí, vas a ser la mejor química del mundo – le dice seguro y confiado.
- Hasta el Premio Nóbel -.
- Hasta el Premio Nóbel – y la mira, con una entrega total.
Sentía que ella le había regalado la música. La música que lo había estremecido. No sólo en el momento de escucharla. Se le había metido tan profundamente que no renunciaría hasta conocerlo todo: su historia, su evolución técnica, sus autores en todo el mundo. Y quizás un día podría manejarla, con la facilidad que ahora fabricaba un tonel. Y se dio un plazo de un año para organizarlo todo. En ese momento tenía dos ayudantes: uno adelantado y el otro de oficial. Prepararía a su maestro adelantado y para el próximo año lo dejaría, a porcentaje, a cargo del negocio. Su adelantado era un chico cumplidor y honrado. Ya sabía bastante, no todo, pero en un año lo convertiría en un maestro, dominando todos los secretos del oficio.
Al día siguiente llegó Alicia hasta la tonelería y le pidió hablar, a solas. Dejó a sus ayudantes trabajando en un fudre enorme, de diez mil litros que estaban a punto de terminar. La chica se sintió impresionada por el tamaño del tanque y alabó el trabajo de su amigo. Ya en el cuarto que hacía de oficina, con un escritorio rústico y dos sillas hechas por el mismo, retomó el asunto que le había llevado con él.
- Es lindo tu trabajo, Lucrecio, no tenía idea de lo importante que es -.
- Ahora sí tenemos pedidos importantes, pero el inicio fue difícil. ¿Recuerdas a tu papá? ¡Yo te vi llegar con una mano atrás y otra adelante…!
- Ya sabes que mi padre no es diplomático, precisamente -.
- No tiene importancia, Alicia. Lo valioso es avanzar, ser el mejor en lo que te propones. Yo pensé, yo había pensado…
La chica, previendo hacia donde iba el discurso se apresuro a explicar:
- Vine a decirte que no pienses en un casamiento conmigo. Soy muy joven. Tengo apenas dieciocho años y tengo planes para mí y para mi familia. Ni siquiera me he planteado hasta ahora un casamiento, ni contigo ni con nadie. Quería decirte esto para no recaer en el tema. Pero sí quiero seguir siendo tu amiga, pero hasta ahí, tonelero… y lo dice esta vez con la seriedad de quién se dirige a un maestro en el oficio. Después de hablar le siguió mirando, buscando en su rostro, bajo la barba de un día, la señal de sus sentimientos.
Pero Lucrecio sólo puede responderle con un ademán vago, mientras hace esfuerzos desesperados por controlar ese dolor nuevo y dominar los movimientos y expresión de su rostro, e, interiormente, concentra toda su fuerza, hasta que la imagen amada de Alicia, con su pelo colorín se empequeñece y la fuerza de su imaginación la traslada junto a su corazón sobreexcitado y los deja prisioneros a los dos, como en un minúsculo tonel, entre las maderas más bellas y fragantes, con los zunchos más hermosos que ha podido crear en su vida y se promete no descansar hasta llegar al Conservatorio de Música, porque un día estará de regreso, convertido en el mejor director de orquesta del país. Entonces – sueña – llegará hasta su casa y la invitará esa noche del cierre de su gira de conciertos por el país, en el salón Municipal, donde una noche bailaron, como un solo cuerpo los tangos angurrientos, o el chárleston, bajo los ritmos locos del Chamba y el Chicobat.
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