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pedrofuentesriquelme

Cuento: El vaso de leche


OTROS CUENTOS: EL VASO DE LECHE




MI JORNADA EMPIEZA A LAS SEIS.



A esa hora el despertador arranca sus engranes con un ruido de metales golpeados. Es un aparato soviético y la cuerda gira a la izquierda. Casi automáticamente alargo el brazo para detenerlo, igualmente el ventilador que, toda la noche, nos ha defendido de los ataques y zumbidos de los mosquitos y alejado minimamente del calor, sofocante. En un estado inconsciente capto los nacientes quehaceres del barrio que se alzan sobre el golpear de las olas en la costanera. Los sonidos hogareños escapan por las ventanas de persianas de madera, alzadas, y llevados por la brisa forman la primera canción laboral de la mañana, aún metida en las últimas sombras de la noche.



Luego de la ducha mi primera tarea es preparar un café concentrado que luego saboreamos con mi mujer, en la cocina.



Entretanto las dos pequeñas hacen fila para el baño refrescante que aleja los últimos grados y sudores de la noche tropical. Paula, mi hija mayor, se prepara a sus últimas y múltiples actividades: inglés, computación, teatro, artesanías. Todo le atrae y pienso que, en su caso, haría lo mismo: tratar de abarcarlo todo, porque todo es diferente aquí a nuestra experiencia. Diferente en su esencia. Porqué ingles, computación, teatro, artesanías, existe en todos los países, en todos los lugares del mundo. Pero sin esa significación e intensidad y prisa y una corriente secreta que apremia, como si el tiempo fuese un punto inasible, y no el puente infinito. Y el calor constante que surge multidireccional empuja en compulsión a esa especie de carrera en su contra.



7:00 HORAS



El microbús debe llegar a las siete y treinta. En la esquina de la amplia y espaciosa avenida, esperando, hay otros técnicos que, como nosotros, han venido de lejanos países a cumplir un plan. Muchos de esos países jamás los he visitado. Tal vez nunca los visite. Uno de ellos, uno de los técnicos, vive pegado a los Montes Urales y muchas veces me cuenta cosas de su tierra. La extraña. Y por el rostro asiático le cruzan sombras dolorosas. Pero a pesar de ellas, de esas sombras, ha renovado su contrato por otros dos años. “Es que esa máquina debe funcionar, y producir, y pagarse y enseñar, sobre todo enseñar”- me dice, en un español cortado e inseguro.



Otros vienen de países de la Europa del Este o de Ucrania, Rusia, Moldavia. Los veo sufrir el calor que no nos abandona de día ni de noche. Sin embargo, hay una determinación en los ojos de todos que se trasmite en una fuerza invisible a los rostros serenos, limpios, confiados. Se escuchan todos los idiomas y dialectos de la Europa Oriental; búlgaro, rumano, checo, polaco, húngaro, eslavo, alemán. Todos en un concierto, en esa mañana luminosa se aprestan a la cita diaria: arrancar los secretos a las plantas, al mar, a la tierra, descubrir nuevos usos minerales, crear materiales, medicinas, y alimentos para ese largo viaje en el futuro.



Son las 7:30 horas. Por la curva de Santa Fé aparece el microbús y abordamos, con mi mujer, rumbo a nuestro trabajo.



A esta hora todo el país se mueve. Hombres, mujeres, viejos, niños. Cada quien tiene lugar, cada quien tiene un espacio donde llegar y una tarea que cumplir. En treinta minutos muy pocos quedarán en las calles, sólo aquellos que cumplen otras labores y algún desertor de la lucha diaria que se deslizará esas horas como una sombra, pegado a los muros, en algún rincón oscuro de la ciudad.



A mi izquierda el inmenso océano azul marino está quieto y empieza a reflejar el sol como un espejo. Allí no se ve actividad. Los pesqueros han soltado amarras en la madrugada y hace muchas horas que sus redes y los músculos de sus hombres trabajan atrapando peces.



Los barcos son pequeños extraños. Alguien diseñó estos cascos con ferrocemento. En una matriz de malla metálica alojan el cemento y forman un casco ligero y a un costo diez veces menor que un barco de acero, que pesca lo mismo. En mi país los barcos son armados de duras maderas. Algunas de estas maderas son milenarias y han crecido en los bosques helados catalizando las ligninas que forman un corazón rojo como el corazón del hombre. Otras maderas son centenarias y dan bellas formas a los arcos en las manos sabias de los maestros en los astilleros. Hubo un tiempo en que esas barcas panzonas y seguras, buenas marineras, con sus estilizadas velas latinas, se llenaban de peces secos. Las merluzas, sierras, corvinas plateadas y otras especies que se habían secado en el corto verano austral, viajaban en aquellas bodegas de alerce junto a pipas de vino y barriles de aguardiente; papas reina, papas moradas, harina blanca de trigo y el centeno moreno y nutritivo; el charqui de vacuno, de caballo, las largas ristras de almejas, de choritos, de piures ensartados en fibras de pita junto a las otras mil especies del archipiélago. Y se hacían hacia el norte, mar afuera, un poco costeando, hasta llegar a los trópicos y empezar a vivir unos días con el inmenso calor, desconocido y terrible para aquellos cuerpos chilotes, zumacados, casi percanes, salitrizados en los canales Magallánicos.



Ese encuentro con el Dios Sol, ese desconcertante brillo de luz, esa fuerza cayendo implacable sobre el mar y sobre la tierra, ese recuerdo, esa impresión ardiente, no abandonaría jamás la memoria de esos chilotes. Y es que ese sol no podía ser el mismo que aparecía tras la cordillera blanca y nevada de Chiloé. Tiene que ser otro- piensan porfiadamente- no aquél que llega a las frías aguas Antárticas en los fiordos, estrechos, canales y millones de vericuetos del archipiélago.



Las barcas chilotas y los faluchos maulinos crearon una ruta invisible por esos mares, vía al norte y en muchos lugares han dejado sus huellas, unas huellas que dominarán, unas huellas que están más allá del tiempo. Más de un siglo después las reconocí por la costa de Guerrero, Acapulco, San Marcos, en México. Y luego en Baja California, en la herradura de la ensenada de La Paz ¿qué chileno no saboreará asombrado el encuentro y la musicalidad de Pichilingue en la Baja California Sur? Y en Cabo San Lucas, Puerto Chileno, Punta Arenas.



En San Marcos nos alcanzó el aroma de la empanada y los sones rítmicos de la cueca. Allí se llaman “Chilenas” y en ellas está vivo el país Antártico y lejano. En San Marcos, en esa tarde de cuecas o “Chilenas” y empanadas que nos regalaban manos morenas y ojos curiosos y brillantes por reflejo de nuestra emoción, apenas reprimida, sentimos fluir ese río misterioso de la sangre, con sus predestinaciones, sus leyes inexorables, sus órdenes secretas y la vocación viajera infinita del hombre, heredero inevitable del planeta y de su destino.



Las barcas chilotas y los faluchos maulinos que habían dejado esos rastros vivos en esas costas habían seguido viaje, rumbo al norte, a la dorada California donde se vivía la violenta fiebre del oro.



Mientras pienso en esas viejas historias avanzamos paralelo al malecón donde al final se perfila la fortaleza de El Morro, de gruesos muros de piedra caliza desde donde hace siglos se defendía La Habana de los saqueos piratas. Una parte de los viejos muros se ha restaurado y reconquistado su bella y orgullosa arquitectura. Ahora esos muros deben defenderse de otras formas, de otras y con otras maneras del viejo estilo del saqueo bucanero. La historia, como un río inevitable continúa, clara para unos, desconcertante, enigmática o incomprensible y amenazante para otros.



8:00 HORAS



Cual una orquesta gigantesca se inician los millones de ruidos de la actividad del hombre. En toda la isla resuenan los yunques, giran los taladros, las brocas muerden el acero y los tornos transforman los hierros viles, burdos, en piezas delicadas que se ajustan sabiamente a alguna máquina, en algún lugar del pequeño país, como este acero que ahora trabajo y que responde a que alguien, alguna vez, inició en un papel una idea. Primero la idea fue un torbellino sin forma hasta que, poco a poco se transformó en un cuerpo de barras y escuadras, con ejes, con engranes, transmisiones, cadenas que unen y transmiten la fuerza por toda la estructura metálica, hasta que el ingenio que nació en un papel está vivo, con toda su calculada energía y se lanza decidido y confiado a su destino. Hoy sacude las varas y siega casi a ras del suelo la caña que viaja por todo su cuerpo hasta caer triturada al camión que sigue paralelo su viaje interminable por el campo verde, lleno de sol. Hace el trabajo de mil hombres y es un paso para la liberación de la dura faena que ha dependido hasta ahora del músculo y el machete. La zafra sigue, en todos los campos del país, con todo su empuje y en muchos lugares surgen ríos de partículas blancas que endulzarán la vida de otros hombres libres en países distantes pero cercanos desde donde laboran y trabajan otros productos que nos llegarán a cambio del dulce. Este pensamiento me emociona. Me emociona pensar que otras manos mueven a esa misma hora, por la misma idea, la mitad del mundo.



Mi torno saca humo a la pieza que gira unas veces rápida, otras veces lenta. El aceite lubricante se quema pero me permite obtener el máximo de rendimiento a la pieza de hierro y al torno. Mientras que la máquina hace su labor pienso que debo encontrar una fórmula para un lubricante resistente a la alta temperatura de fricción. Esto o esta idea podría resultar como aquella que dio inicio a la máquina cortadora de caña y resolver problemas de fricción y temperatura en muchas otras actividades y pienso asimismo que hasta podría ayudar a alguna máquina viajera del espacio exterior, en algún extraño planeta donde tenga que trabajar en condiciones extremas el metal de su estructura.



Sonrío ante esta idea inmodesta porque sé que solo no podré resolverla, aunque también estoy segura que por el solo hecho de haberla iniciado en mí, de alguna forma, de algún modo misterioso que ahora no puedo definir, llegará hasta un cerebro receptor que sabrá resolver íntegramente el dilema. De esta forma siento que pertenezco como a una gran fuerza que emite y recibe sensaciones en un círculo mágico, que capta sugerencias, ideas, unas absurdas, otras lógicas y brillantes o sabiamente ordenadas para que otra parte de ella las elabora y las ponga en movimiento, al servicio del hombre.



9:00 HORAS



A esa hora mis hijas pequeñas tendrán un recreo de quince minutos. Imagino a la mayor, de cinco años, que consume su ración y sigue con la de alguna compañera cubana que rechaza la suya. Me lo ha contado entre risas que muestran sus dos dientes de menos ¿te das cuenta, no gustarle esa colación tan rica?- me dice alborozada.



La más pequeña, con una imaginación que parece escapar por sus ojos curiosos, a esa hora, mira el mar que llega hasta el patio de su escuela y lo llena de seres extraños. Me ha dicho que en la pozeta labrada en los arrecifes de litoral, donde no pueden bañarse los niños porque vive una morena, existen además los “Estrustrives” que viven en el agua salada de mar, debajo de una raya. Los “Estrustrives” tienen que dormir y por eso nadie los conoce ni los ha visto ni los verán jamás, excepto ella porque es su única amiga.



PRONTO SERÁN LAS DIEZ



Para mí es la hora más importante de mi vida. Hace mucho tiempo, alguna vez, soñé con un instante como éste. Pero ese sueño no tenía esta sencilla fuerza esencial. De alguna manera siento que se ha cumplido una etapa en la vida del hombre y que de esta forma lo rescata de la barbarie que aún lo humilla, lo degrada, lo avergüenza y lo convierte en un animal de caza de su propia especie, en la otra mitad del planeta.



Mientras mi torno gira mordiendo el metal entre el humo y virutas azules, mi reloj marca las diez horas y en ese momento imagino a mis hijas escuchando la campana de bronce de su escuela y el revuelo de sus compañeras con sus pañoletas azules, destacándose en su uniforme rojo de pioneras. Imagino sus millones de voces, la de todos los niños de la isla en un coro fantástico, imagino sus risas y sus manos, alzándose delicadamente como en una acción de cámara lenta, para empinar en un mismo tiempo su vaso de leche.

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