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pedrofuentesriquelme

Cuento: La demetría


CUENTO VILLANO: DEMETRIA




La casa de Demetria, como casi todas las de ese villorio, es de dos plantas. En el primero se vive una parte de la primavera y todo el verano, algunos años hasta parte del otoño; el otoño pintor de hojas de todos los árboles, menos de boldos y avellanos que mantienen sus hojas brillando en pleno invierno. En invierno las lluvias torrenciales y la nieve de la cordillera cercana hinchan el río y éste se desborda con ruido de aguas locas sobre el villorio, a veces hasta ocho a diez metros sobre su nivel del verano y entonces todo el poblado ocupa la planta alta. Y la vida se transforma viendo circular por las calles botes de trasbordo, los barcos más pequeños, y las artesas de lavar ropa ocupadas por algún muchacho peleando contra la corriente.



La planta baja de su casa la ocupa hacia la calle un espacio con varas en que cuelga siempre algún animal para la venta al menudeo; hacia adentro un dormitorio, un cuarto con forro de ligeras maderas de tepa y el cielo raso de piedras delgadas de laurel fragante. Un colchón de lana, de dos libros; un catre de madera toscamente tallado y un pequeño mueble sobre el que descansa una palmatoria de porcelana esmaltada y el clásico ropero con espejo de luna, de cuerpo entero.



Otro cuarto más al fondo lo ocupa una estufa de leña de tres hornillas, una especie de sofá cama, de cuero negro, muy usado y una puerta de tablones que da al patio. En este patio, provisto de un pequeño granero techado de láminas de zinc, Demetria lava y tiende su ropa a solear y secar y, en el granero, acumula leña para el invierno, el forraje para su alazán de cola dorada y en un mesón enorme descuartiza los animales que expende a los vecinos. Los animales los compra en la subasta que una vez por semana se realiza en el pueblo. Algunos maledicientes sostienen que no todos los animales que llegan a su carnicería traen su factura y su pago respectivo de impuestos. A ella le llega el rumor pero nadie da la cara para hacerlo en su presencia.



Esta madrugada ensilla su alazán a las dos de la mañana. Ella monta a horcajadas; la silla de amazona, con su sostén de acero para la pierna derecha la abandonó hace mucho tiempo y no quiere para nada recordarlo. Para salir de su patio, por un costado de su casa, ni siquiera desmonta. Toma hábilmente la tranca pivoteada con un pasador forjado en la fragua de Froilán y empuja dejando espacio para su animal. A la salida repite la operación y, en la argolla del portón, contra la que está fija en el poste de sujeción, atraviesa un enorme candado de llave. El barrio está dormido a esa hora; hasta las guitarras en casa de Marlen están calladas y al parecer todos duermen. Los cascos del alazán golpean con sus herraduras flamantes las piedras de bolillo de la calle y es el único ruido en la noche sin luna, cargada de silencios y estrellas. Es el principio del otoño y ya empiezan los fríos; Demetria se ha vestido con unas botas cortas y un pantalón de lana ajustado abajo y que aprieta la bota con un corto cierre ecler; una camiseta de franela bajo la blusa blanca, almidonada, que huele a flores de lavanda, más un grueso suéter de cuello subido bajo el saco a media pierna, de cuero, que ciñe su delgada cintura, completan su atavío esta madrugada. Sobre su ropa lleva una manta de tejido fino, de lana café, muy oscura y sus cabellos rubios, pajizos, están ocultos por el sombrero Borsalino de ala ancha. En la oscuridad es una extraña y solitaria figura que avanza a trote corto, salida de las sombras negras de la noche. A no ser por su rostro bello y limpio parecería bruja, hija de los silencios.

Al dejar atrás la casa del viejo Hidalgo, el botero, apura a su alazán con un pequeño toque de sus espuelines y éste inicia un golpe pausado. – ¡Cómo le gusta salir a este potro… y también a mí! – va pensando – y luego sonríe, porque además, se librará dos días de sus vecinas y los piropos guasones, burdos, de los clientes, dichos a media voz, atropellada, impaciente tal vez por la prisa de expresarse y que ella aún no logra aceptar. Ese español barbarizado, descuartizado como una de sus reses. Cuando su madre llegó a este país tenía menos de veinte años y un poco más su padre… ella, con tres años, tomó el acento natal y nada pudo quitárselo en la vida.



Cómoda y firme en su alazán está entrando en la Villa de los Piojos. Es una construcción multifamiliar de unos cien metros de largo y un ancho de ocho. Está frente a dos muelles en donde están amarrados un remolcador bajo, pintado de negro y franjas blancas de la chimenea y cabina del capitán; a su lado amarra un barquito a vapor, de madera. Una larga fila de lanchones muy largos se extienden por la orilla del río, amarrados al remolcador. El olor de la brea calafateada con fibras de cáñamo en las juntas de madera llega hasta el camino y recuerda a Demetria el nombre o mote de esta Villa, “Villa de los Piojos” y mi villa, “Villa de los Perros” – por todo lo que peleamos con todo el mundo, todo el tiempo - ¿habrá algún día del año sin una pelea? - se pregunta - ¡imposible! – se responde, y ríe porque ella misma no deja jamás su revólver, el pequeño calibre veintidós, cuando atiende el negocio y el Smith & Wesson del treinta y ocho, cuando sale al campo, como ahora. Y apura otra vez el galope hasta entrar en la Villa Damas, el último caserío pegado a la ribera del río principal que nace en los Andes, con su afluente, el Damas, que da nombre a la Villa y baja cargado de oro, según más de un soñador afiebrado. Y ya sin pensar sino en la sensación fría y vivificante del viento en la madrugada, apura a su alazán que se impone un galope suave y sostenido.



Más adelante un jinete avanza al trote largo de su caballo; a una milla vio que se volvía en su dirección y luego tornaba a su paso. Habría escuchado su galope que repercutía en los cerros y en las montañas casi pegadas al río, sólo separadas por el camino. Ella reconoció su alta estampa bajo el poncho negro de castilla, de cuello alzado y el potro negro de patas blancas y estrella en la frente. Era Juan, el “Venado”, rumbo a su tierras de Machaco, a una milla del río Puyangui, el último afluente principal. El Puyangui nace en la cordillera de Nahuelbuta y está formado por las lluvias torrenciales de la zona en tres estaciones del año y, en verano, por los manantiales generosos que fluyen a cualquier altura de las montañas, cerradas de lingue, mañío, y otras mil especies y en lo más alto, los bosques de araucarias, con sus fabulosos globos verdes de piñones.



A los pocos minutos emparejó su caballo y tiró suavemente de las riendas con su mano enguantada. El alazán resopló y cascó el freno igualando el paso de otro animal. El hombre apenas volteó para saludarla. La había reconocido antes de verla, sólo por el golpe leve de los cascos del caballo contra el suelo del camino, a veces con ripio y la mayor parte sólo el piso arcilloso compactado por el paso de las carretas y otros coches de tiro.

- ¡Hora de desayunar Juan! - le habló a modo de saludo.

- ¡Tú sólo piensas en comer, Demetria! -.

- ¡Y tú sólo en otra cosa, bandido! – y rápida espoleó al alazán.

- ¿Qué se cree este Venado de mierda? Lo invito con buena intención y me sale con esas. ¿Habrá olvidado la lección de cinco años atrás? ¿O tal vez está así porque no la ha olvidado? - pensó luego y sin más largó rienda al potro para ser la primera en despertar a la Zulema pidiendo un café. Pero la Zulema despertaba antes que los gallos. A cien metros de su casa le llegó el aroma del café y al desmontar ya sabía que comería pan recién sacado del horno de barro.

- ¡Vos sí que madrugáis, Zulema! – la saluda alegremente - ¡y pon otro lugar que ya viene el “Venado”!

- Quién madruga Dios le ayuda, Demetria y tú ya madrugaste hoy más que yo. Te has echado unos buenos kilómetros hasta aquí -.

- Más que yo ha madrugado Juan -.

- Ese Juan es cosa seria -.



- Muy seria – le dice, y las dos ríen alegremente porque la historia ya es conocida de todos, menos de Claudia, la mujer de Juan, y con el tazón de café servido por ella misma, quedó de pie frente a la mesa. Se había despojado de la manta y el sombrero de alas amarradas que un día fue de su padre y ahora ella seguía usando. Solo quedó con su saco de cuero y soltó el cinturón cosido a la espalda al mismo tiempo que peinaba el pelo con sus manos delgadas, ahora libres de los guantes gastados.

Su oído fino escuchó el galope de un caballo y pensó en Juan y aquella vieja historia. Fue una mañana como la de hoy, con la diferencia que él estuvo muy amable al emparejar su potro al suyo. En ese tiempo ella tenía una yegua mulata, ancha y fuerte, rápida y viva a la rienda. El caballo de Juan era un rosillo de alta alzada y aunque ella era bastante alta quedaba baja a su lado. Ella sabía que era un tipo loco por las mujeres y no resistía una cara bonita – y como es guapo – pensó – se las cree todas -.

Esa madrugada, después de igualar el paso de su animal Juan inició su ataque: “que como tan bonita estás, que angelito te dio al mundo, que por esos ojitos me voy al cielo pero contigo, que en ese pelo de trigo me ahorco si quieres y mil tonterías mas de ese hombre”. No paraba de hablar y ella callada porque cinco años atrás era terriblemente vergonzosa y estaba roja de escuchar tanta nadería. “El Venado” se fue entusiasmado de sus propios discursos y, en un momento, sintió su brazo que apretaba su cintura intentando alzarla hasta su montura. Sólo entonces reaccionó, aunque, como quiera, sus palabras la habían como dormido, pero al sentirse agarrada surgió toda su ira y no supo ni cómo tuvo al Venado atravesado en su propia montura, boca abajo, con sus manos sujetas por su propia manta. Su cuerpo delgado trataba de zafarse pero ella lo tenía bien sujeto aunque la rienda había quedado debajo del cuerpo del hombre y la bestia encabritada salió disparada hasta un muelle de avena en que los lanzó a los dos, juntos. “El Venado” se alzó hecho un resorte y cayó sobre ella tumbándola en el pasto seco. Aunque delgado era fuerte y nervudo y la tenía tan apañada que no podía moverse. Antes de caer había doblado su brazo derecho a su espalda mientras lo rasguñaba con su izquierda libre, en ese minuto no entendía porqué no se defendía de sus rasguños y sólo hasta que la tumbo sobre la avena con su brazo aplastado contra su propio cuerpo y el peso de él, entendió su truco pues su brazo izquierdo, ahora libre, agarró el suyo y lo pasó fácilmente bajo su nuca. Estaba atada e indefensa por sus brazos y su peso; lo primero que vio fue su rostro moreno y barbudo inclinarse y sus labios pegarse a los suyos. Sólo pudo cerrar los ojos y pensar. Hasta se relajó y él, creyendo lo mejor, aflojó su abrazo; era su momento y lo empleó justo como debía: estiró su pierna derecha entre las de él y luego, sin previo movimiento que ni de aviso, lanzó su rodilla huesuda hasta sus testículos. Luego todo estuvo fácil: el “Venado” se retorcía de dolor en el suelo y allí lo dejo entre mil maldiciones. Hasta tuvo ganas de meterle un tiro, pero ni siquiera llegó su mano hasta el Smith & Wesson - ¿porque? – hasta ahora todavía se lo pregunta y ni ella misma puede responderse. Pero cuando ve al “Venado”, aún de lejos, su corazón da un pequeño brinco en el pecho.



Sorbió un poco de café de pié junto a la mesa, mirando hacia el río y escuchando el caballo de Juan frenado en seco junto al varón y así esperó hasta que se abrió la puerta y entró el hombre haciendo sonar las rodajas de sus espuelas de acero. Tuvo que hacer un esfuerzo para no volverse y mirarle de frente. Aunque su propio rostro estaba sereno y con los dientes apretados para aumentar un efecto indiferente, percibía que, de algún modo, este maldito “Venado” sabía qué pasaba en ella al verlo. - Ahora sí desayunaremos, mi pequeña Demetria – su voz tenía un tonillo burlón y algo más que ella siempre trataba de espiar. Desde la topeadura no se había vuelto a hablar del asunto y no sabía cómo se supo o algo se supo. De él estaba segura que jamás lo diría, por su mujer y sus siete hijos, los mayores ya grandes ahora. -Véngase aquí Demetria, - la invitó – este desayuno va por mi cuenta. En ese momento la Zulema aparecía con un plato con huevos, tocino y frijoles. El pan y la mantequilla dorada que hacía la Zule ya estaban al centro de la mesa, destacándose contra el mantel blanco. No le contestó limitándose a seguir mirando hacia el río. En ese momento pasaba un barco cargado de gente, animales y mil productos que los pareceleros llevaban diariamente al pueblo. Le gustaba esa tierra, libre, de hombres fuertes y mujeres aliadas a ellos con sólo la pasión de ver levantar sus parcelas, educar a los hijos y asegurar la vejez tranquila. Con un movimiento de su pelo se volvió hacia él y le miró con sus ojos azules que se volvían blandos al mirarle. Eso él lo sabía, como sabía también que su rostro tan calmado y los dientes apretados mentían; le mentían a él o intentaban mentirle; los demás creían en su indiferencia por él pero su instinto cazador le decía otra cosa.

Ahora desayunaremos Juan y no te hagas el interesante porque en estas tierras hay unos miles como tú o más guapos.



- ¿Es que me encuentras guapo, chiquilla? –

Ella calló un momento pensando que siempre tenia listo su arco para atraparla, hasta en la menor traición de sus palabras.

- ¡Come tranquilo, hombre, y calla! – le dice casi enfurruñada.

- Te lo prometo cuando la Zule traiga mi desayuno, mientras tanto, además de que hace años que no te veo así, a pleno campo y esta vez, espero, ¡no lanzarás tu bota contra mis huevos! -. Tuvo que contenerse para no soltar la carcajada y habiendo dejado limpio su plato, cortó un trozo de pan con su propia navaja cordobesa lo llenó de mantequilla; ésta es hundió en la masa caliente y esponjosa que desapareció pronto entre sus dientes blancos y bien cuidados.

Zulema había llegado con un plato a reventar de frijoles, papas fritas y huevos y Juan se lanzó contra lo que tenía delante. Demetria aprovechó este momento para lanzar lo suyo:

- La única forma de callarte es con un plato de esos – y lo miró desde detrás de su tazón de café – para que sepas para siempre, tú no eres el hombre para atraparme, menos un tipo con cincuenta críos; y además conozco a tu mujer, bestia – se enfureció al recordarlo – y ella tiene el único defecto de atender todos tus caprichos. Ni siquiera puedes hablar mal de ella -.

- Nadie habla mal de ella – y pobre el que lo haga. Se había puesto repentinamente serio y la siguió mirando sin decir nada mientras sorbía el café caliente.

- Entonces no la ofendas pretendiéndome, ¿no entiendes? -.

- Claro que lo entiendo, lo que te he dicho hoy no es mucho y con eso no te estoy pretendiendo -.

- Sí pero te traes como un jueguito… y ya no soy la chiquilla tonta de aquellos tiempos… -.

- Mira Demetria, aquello fue hace un siglo y ya sé qué va contigo. Solo es que nunca tuve ocasión de hablarte, como ahora. De veras te lo digo, en serio, me porté como un bruto y es que en aquellos tiempos yo estaba… yo era… dejémoslo así. Pero quiero decirte que nunca olvides que soy tu amigo y regresa por allá, por la casa; la Claudia te recuerda y te quiere, igual los chicos. Jamás nunca te perderé el respeto, ni permitiré que nadie lo haga en mi presencia -.

- ¡Y ahora hasta me gané un papá…! – y al ver que se ponía serio ¡que va hombre, no pongáis esa cara! es una broma, y recuerda que yo tuve que soportar la tuya. Y me alegra que lo hayas dicho, ya estamos a mano -.

Juan la miró largamente; luego le extendió su mano callosa y sintió la suya, larga y delgada, que se perdía en su mano velluda.



Y ahora me la sueltas que no se me pierda en ese bosque.

- ¿Qué bosque? – preguntó sin entender -. Y es que había perdido repentinamente su facilidad de respuesta con esa especie de paloma tibia que sostenía ahora su mano.

- ¡Qué va a ser, sólo el bosque de tus pelos, Juanillo! – y soltó a reír, esta vez acompañada de Zulema que había llegado para recoger platos y a tiempo para oír lo último.

- Me hago viejo, muchachas – les dijo dirigiéndose a las dos y pronto, con una prisa surgida de repente, pagó el consumo y salió fuera. A los pocos segundos se escuchó el arrancar del potro negro y el golpe seco de sus cascos en el camino.

- Lo traes de cabeza, Demetria -.

- A ese nadie lo trae de cabeza Zule, y estoy tan lejos de él como una estrella. ¡Ni loca, Zule, jamás! A este tío lo que le falta es un tornillo y que su mujer lo ate por lo menos un invierno -.

- El siempre logra salir en invierno, es el único en toda la comarca; no sé como lo hace pero sale y llega, mojado como perro, con su pingo negro de patas blancas hecho una pelota de barro. Aquí me llega y se queda dos días. Limpia su caballo, recobra fuerzas y luego se larga al pueblo, y allá, ¿quién sabe? -.

- Allá pasa a veces, me compra algo de carne y me dice que para un asado con gente amiga y a mí, la verdad, Zule, ¡navajas! ¡Me importa un pepino! -.

- Si tú lo dices, Demetria, ¿Quién soy yo para contradecirte? Zulema la miró con sus ojos verdes de chispas azules en los que ni por asomo había lo que pregonaban sus labios.

- ¡Hombres de porquería, Zule, yo tengo mi mundo y vamos halando! Ahora me voy a comprar unas reses; este verano haré mi América, te lo prometo, y dios mediante que me largo a España a ver a los míos.

- ¿Sí te irías a tus España, Demetria?

- ¡Pues que sí mujer, ya te lo dije! Y ahora por de prontas me voy a esa compra de vacunos con los Herrera -.



Zulema la acompañó hasta la puerta y la vio montar, ya de poncho y sombrero despidiéndose con un - ¡hasta pronto que nos vemos! -.

- ¡Qué mujer! – pensó la Zulema – y además sola en este mundo. Difícil para una mujer, ella bien lo sabe; país duro, con un gobierno al que no se le ve la cara más que para pagarle los impuestos, o las contribuciones. – Un día de estos yo también me largo, como la Demetria – va pensando – aunque ella más bien iría retornando, con sus gentes, tal vez con algo de familia por aquellos andurriales; pero por mientras me voy a lavar estos platos y preparar mi almuerzo y lo de mañana que es día de subasta en el pueblo y el camino estará lleno de animales y gente a desayunar en la madrugada.

La casa de la Zulema está en el cruce de “cuatro esquinas”, separación de “cuatro caminos” en que uno enfila a los cerros, hacia las parcelas y después los cerros de cuarzo donde está metido el oro entre esas rocas y la piedra laja. Los mineros excavan pozos y luego galerías interminables siguiendo las vetas, en busca de las grandes pepas color amarillo viejo, hasta de veinticuatro kilates. Otro camino sigue pegado al río grande y muere en la desembocadura del Puyangui, el río afluente, cargado de nutrias y coipos, una especie de castor enorme y, en el fondo, los camarones gigantes. A pocos kilómetros después de la casa de Zule se bifurca el camino más viejo, hacia la zona nor-poniente hasta “Las Colonias”, la colonización más antigua por la cordillera de la costa. Y el cuarto camino enfila hacia el oriente y se adentra en los altos cerros de la cordillera de Nahuelbuta marcando la ruta hacia Los Andes. Juan había seguido por el camino del río. Demetria siguió en la misma ruta pero luego se desvió por la bifurcación. Ella no llegaría hasta “Las Colonias”, su destino se encontraba a pocas millas, era la hijuela de Paco Herrera, un chico que vivía allí con sus padres, ya ancianos pero aún diligentes. Tenían una cría de ganado suizo muy selectiva y pudo ver los novillotes pastando en el potrero; un buen piño, de dos y medio años. Al galope de su caballo llegó hasta las trancas y allí estuvo un momento y luego distinguió en un potrero a Paco. Lo vio acercarse a grandes pasos con la hechona al hombro.



- Estoy cortando avena para mis caballos – le dice – los viejos pronto llegan, están por la huerta. Ya sabes que ellos no paran.

- Así se mantienen vivos, Paco, nunca intentes mantener un viejo inactivo, a no ser que lo quieras matar – dice luego cambiando de tono.

Ya sabes, Demetria, yo no haría eso. Ellos lo saben y yo también. Y no tienes idea de cuanto me ayudan; en todo: huerta, gallinero, hasta limpiar el toro que bien sabes no se da con cualquiera. ¡Míralos, que ya vienen! ¡Y ahora a almorzar que tengo lista la paba y el mate!

- ¡Y tortilla al rescoldo muchacha! – casi gritan los viejos que los oyen aunque aún están a media cuadra.

Doña Hortencia es una anciana saludable, igual su marido, con esa salud que da el ejercicio diario y la vida siempre ocupada del campo. – Que bueno que has venido, Demetria, te extrañamos. En un momento preparo la mesa y tendremos un almuerzo con cazuela de ave -.

- Por mí no se afane doña Hortencia, me desayuné con Zulema y usted sabe como atiende esa mujer, además que su pan amasado viene de buena fuente y los huevos de sus propias gallinas -.

- … Y sus longanizas y embutidos de sus propios cerdos – termina don Aníbal, con un relamido de sus bigotes.

- Recetas de su abuela, la vieja Griselda. Lo único que compraba esa mujer en las tiendas del pueblo era su tela para coser la ropa de sus hijos y la ropa del trabajo del “Venado viejo” -.

- ¿Así, de veras? – se interesa Demetria – Sí mujer, su campo le daba todo: verduras, carne de res, de cerdo, pollos, pavos, gansos, frutas, hasta codornices. Una mujer fantástica. A su marido que es fumador de puros le plantó unas cuantas matas de tabaco y así se surtió hasta su muerte. Todavía está en producción su hectárea de frutillar que los salvó de esa crisis de los noventa. A ellos y a sus tierras. Producían su azúcar de remolacha y aceite de la semilla del yuyo en el trigo que para nosotros es plaga.

Y su madre hacía lo mismo. Con razón podían soportar todo el invierno sin moverse del campo.

- Y además porqué caminos salir, hija – termina don Aníbal – si todavía nos quedamos encerrados a las primeras lluvias -.

- Pero ahora tiene el barco, don Aníbal, y desde aquí no está tan lejos el río -.

- Yo llego hasta el barco, Demetria, pero con dos yuntas de bueyes para diez costales de harina de trigo, el afrecho y la harinilla para las gallinas. No es fácil el invierno para nosotros, menos para los que están más adentro, pegados a las montañas.

- Para nadie es fácil el invierno Paco. El año pasado, en la avenida de julio, estuvimos veinte días en el segundo piso; y el agua casi me llegaba hasta allí. Si me quedo un tiempo más le pongo otro piso a la casa, porque en una de esas este río tan lindo y tranquilo en verano es una bestia del invierno.

- Sí… - suspira doña Hortencia – es una bestia de río, pero también es la bendición que nos permite sacar nuestras cosechas y traer nuestras provisiones. Este mundo no está hecho para ser perfecto.

- Ese es nuestro trabajo en la tierra – sentencia don Aníbal - y los viejos ya hicimos nuestra parte y ahora le siguen los jóvenes – y mira a los muchachos sentados frente a frente. Y éstos solamente le responden con la mirada, tratando de adivinar el peso y los límites de sus palabras.

- ¿Cuándo llegaron ustedes a estas tierras, don Aníbal? -.

- Mira hija, antes de la guerra del setenta y nueve -.

- Y los “Venados” ¿Cuándo, don Aníbal? – Los “Venados” viejos llegaron antes de la guerra Perú – Bolivia contra Chile. También por los tiempos en que el Gobierno trajo colonos de toda Europa. Pero a éstos los asentó el Gobierno con el apoyo del ejército contra las tribus araucanas que defendieron sus tierras casi hasta el exterminio. Quedaron treinta mil, claro que ya habían sido duramente diezmados por tus paisanos, los españoles. Recuerda que construyeron avanzadas por el valle central y entre una y otra formaron poblados. Por ese valle asentaron a los colonos europeos.

- Con cincuenta o cien hectáreas cada uno, viaje pagado, con alimentos, tablones para la casa, los clavos, el martillo, la azuela, la yunta de bueyes y comida y semilla para dos años, ¿Qué te parece, chiquilla? – doña Hortencia no puede ocultar su enojo.

- ¿Que no fue igual para todos? -.

- Ni de asomo Demetria, nosotros y todos los parceleros de Nahuelbuta compramos en remate estas tierras al Gobierno. Vendimos todo para llegar hasta aquí y tuvimos que defendernos solos: del clima, de los pumas que cargaba nuestro ganado, el poco que traíamos, y de los mapuches que también hacían los suyo cuando el año era malo. Y hacer nuestra casa tumbando árboles con hacha y azuela.

- Pero es una casa hermosa, parece un fuerte con estos troncos labrados – y mira con admiración las vigas de roble y las paredes con juntas tan bien hechas que ni siquiera el viento sur del antártico se mete por ellas.

- Tenía que ser fuerte, tan fuerte como para detener una bala de fusil.

- De Mauser – aclara Paco – luego te muestro las cicatrices por fuera – le dice riendo – estos viejos se las vieron negras.

- Contra los araucanos -.

- No hija, contra los bandidos y cuatreros, que nos asolaron muchos años. Y si no nos organizamos, nos comen vivos. Tres disparos era señal de peligro y nuestros vecinos se avisaban hasta los más lejanos. Ya con cinco fusiles en buenas manos bajaban a reforzar mientras acudían los más distantes.

- Así tumbaron al Flaco Manuel -.

- El Flaco Manuel ¿el que le dio la gran guerra a los Trizanos y luego a los carabineros? -.

- Ese mismo, no más que los carabineros no pudieron contra él. En el Collipulli se lanzó con todo y caballo al río y lo dieron por muerto ¿Quién se salva de esa caída? Pero luego apareció por la costa y estuvo haciendo estragos hasta que éstos viejos lo agarraron en una madrugada en la parcela de los Pizarro.

- Cuanta historia – piensa Demetria en voz alta ¿Y el viejo “Venado” cómo pudo hacerlo, solo con su mujer?



- Es que ese Venado era un demonio, muchacha, podía convencer al diablo y ponerlo a vender cruces. Por la costa no había muchos mapuches, y cuando estos se dieron cuenta de su presencia, ya tenía su casa, corrales, siembra y una huerta llena de coles, acelgas, alcachofas, las primeras frutillas y la primera cosecha de doce guindos.

Los primeros mapuches que él vio fueron unos mocetones, todos curiosos; por supuesto que esos no papaban ni pizca de castellano; él había aprendido la lengua desde Arauco y siempre la practicaba, especialmente en el viaje por la costa, con el gueñi que les había servido desde niño. Era casi como su hijo y el chico adoraba al “Venado”, con sus ojos claros, su rostro rosado y las pecas que salpicaban su nariz y el rostro. Así, cuando llegaron los mocetones, pudo hablarles y después de darles unos trozos de tortilla caliente con la mantequilla que preparaba la Griselda, los mandó de regreso con el encargo de que viniera a verlo su jefe, el Cacique. El Cacique por poco los mata a palos por no iniciar la guerra contra el huinca. Al pedido de ir con Juan, lo mandó a la punta del cerro. Decía el “Venado” que ya estaba preocupado, aunque nada le confiaba a Griselda. Los mocetones habían aparecido poco antes de la Pascua y ya se estaba descolgando febrero. Había cosechado la avena y el trigo centeno aún estaba verde, y él temblando por las lluvias de marzo, porque en esos tiempos llovía mucho más que ahora; hasta que una mañana distingue un caballo tobiano de manchas perfectas, de tusa larga y crin caída que se acercaba por la huella de tierra. El jinete vestía una manta mediana, de flecos azules de grecas tejidas alrededor. El pellón era de lana azul, de tejido tan fino y apretado que parecía una seda. Un trabajo de muchos mese que sólo llevaban los Caciques. Tras el Cacique venía un grupo de muchachos con arcos terciados unos y otros con lanza. El último cargaba una pesada masa de luma.

Juan salió a recibirlos, vestido con sus botas altas de domingo y su camisa de lino de puños arremangados. Debe haber parecido una buena estampa ese “Venado”, con sus brazos y pecho velludos, de barba de un mes y el pelo rojo amarillo flotando contra el viento del puelche.



El Cacique frenó su pingo frente a él y se adelantó su segundo a hablar con Juan.Todos se sorprendieron de escucharlo responder en su idioma; ellos no habían creído a sus mocetones y pensaron que los amedrentó el huinca. Por esa actitud aparentemente cobarde fueron castigados, Pero ahora este huinca estaba hablando con ellos tranquilamente, dominando todas las palabras y pidiendo hablar a solas con el Cacique. Este miraba todo. La construcción de la cocina enorme, casi una casa y la casa misma, de dos plantas, con sus ventanas sin vidrios, protegidas del rigor de la noche y la lluvia por sus persianas de tablón. Miraba el huerto de estacas cerradas para protegerlo de roedores, las primeras guindas cayendo como rubíes entre el verde del árbol. Miraba el corral con su cría de lanares y cabritos. La pesebrera albergando dos potros y la vaca pinta con sus ubres enormes de pezones rosados. Miró todo eso y la sementera que empezaba a dorar el sol de febrero. Todo eso miraba – decía el “Venado” viejo – y después de un tremendo y largo tiempo no fue más que veinte o treinta minutos pero que a él le pareció un siglo, se bajó el Cacique de su caballo, y se llegó hasta él, que estaba a unos cinco metros. Entonces caminó hasta los guindos y tomó una fruta y la mordió con sus dientes amarillos. Era el tiempo en que la guinda está plena en su madurez y su piel tan fina que transparenta como un cristal el rojo de su pulpa. En ese momento le habló el araucano:

- ¡Huinca vino a estas tierras mías sin mi permiso!



- Sí, Peñi, vine sin tu permiso. También vine sin mi propio permiso, y sin permiso de ella misma, mi mujer. Todo esto que has visto estaba ya hecho, en nuestras propias tierras más lejos, más allá del Bío – Bío; tu conoces el Bío – Bío, es el gran río. Mucho más lejos, estábamos mi mujer y yo. Una tarde, el día de descanso como hoy iba a leer para ella, Las Escrituras, este mismo libro, y le mostró la Biblia que portaba en su mano izquierda. Y antes de empezar a leer vimos en la cordillera del Puelche; estaba levantando la nieve a todo lo que lográbamos ver y empezó a levantarla tan alto que luego derretía al señor que vive dentro del Puelche. Se levantó tanto que llegó a cubrir el sol y luego se vino hacia el mar, hacia nosotros, que vivíamos cerca, casi pegados a la ribera; sin saber cómo nos llegó el Puelche y la nube que ya no era nieve pero sí estaba a veces muy caliente y otras muy fría y nos levantó con todo: con la casa, la cocina, la huerta, la quinta con estos guindos, la sementera, los animales, con todo nos levanto, Peñi, y nos dejó aquí, en esta montaña. Y ahora no sabemos porqué. Hemos dado gracias que han venido tus mocetones y ahora tú, con tu gente. Yo leo Las Escrituras todas las noches desde entonces. Antes sólo leía los domingos, el día que nosotros no trabajamos para honrar al Señor. Por esto no hemos pedido tu permiso Peñi -.



El Cacique se quedó mudo y se estuvo mucho tiempo mirando y pensando. Tomó otra guinda y observó extrañado que el Venado recogía la pepa que él arrojó al suelo y la guardaba con cuidado en su pañuelo; igual había hecho con la anterior. Luego llegó hasta las melgas de la frutilla y cogió las que estaban rojas y apetitosas. Esta vez el huinca no recogió la estrella verde que sostiene la fruta con su pequeño tallo y que él había tirado al suelo.



Cuando hubo recorrido todo, recién se paró frente a Juan y le habló: “Es una mentira muy grande, Huinca, y es una mentira muy tonta. El Puelche nunca llega hasta aquí con tanta fuerza para traer tus casas y animales, tus siembras y tus cosas. Tú viniste con tres carretas, una con tu hueñi, adelante, otra con tu mujer, al centro y tú atrás, siempre mirando a la montaña con tu escopeta y tu rifle a mano. Cuando la marea cubría la playa y te impedía avanzar acampabas, hacías vigilancia, una hoguera y comías y tú hacías guardia. Siempre te dormías huinca y es que tú no eres guerrero como el araucano. Pero a mí eso no me importa. Por el valle están entrando tus hermanos, los soldados, para entrar colonos, como tú. Aquí no vienen porque las tierras son pocas en las vegas y el río todo lo cubre y todo lo pudre. Nosotros no podemos sembrar maíz, sólo un poco, muy poco”. Y luego se quedó mirando y callado, y otra vez miraba todo lo construido. Pasó otro largo tiempo antes de que volviera a hablar.



- Dice el venado que estaba con el alma en un hilo, él no podría solo contra toda esta gente. Sí, contra el Cacique que aunque era alto y fuerte, tanto como él, estaba seguro de que podría vencerlo. Pero no contra todos y pensó en su mujer y el Hueñi, aunque a éste tal vez no lo matarían por correr sangre indígena en sus venas, aunque de otra región -.

“En el río Tirúa, acamparon y tu Hueñi sacó erizos y choros de las rocas del mar. Las comieron crudas y asadas, Huinca. Desde allí tardaron otro mes en llegar hasta aquí. Es un Puelche muy flojo el que los traía, Huinca – dice con ironía -. Comieron venado y antes de llegar aquí los pumas lo atacaron una noche y les llevaron dos corderos porque antes de disparar te habías dormido. Mi gente te protegió esa noche, porque el puma no venía solo. Trapial es un gran cazador y pudo matarte esa noche, antes de tomar tus corderos: ¿Aún quieres que te diga que más hicieron en ese viaje de tres meses, Huinca? Los ojos de mi pueblo te han seguido los tres meses de tu viaje; están en todas partes, siempre, y no importa lo que hagas, o las armas que tengas en las manos, todo lo sabremos, no lo olvides nunca y nunca vayas contra nosotros, ni tampoco los tuyos, porque somos los libres y sólo tenemos una madre y un solo padre: Mapu y Pillán (Tierra y Dios)”.

Dice el Venado que se quedó mudo y sólo pudo pedir disculpas a Marivil, que así se llamaba este Cacique, que no encontró otra forma de explicar su presencia y buscar su amistad. Y le explicó todo: el remate de las tierras por el Gobierno, la venta de las suyas en Arauco y la decisión de empezar ahí otra vida.

Marivil lo escuchó en silencio. Ni una sola vez le interrumpió, midiendo cada palabra y buscando cualquier signo de mentira. Pero no encontró nada porque, dice el Venado, esta vez se confesó como si Marivil fuese el cura. Y le prometió no hacer guerra con él, con una sola condición. Le enseñaría a su gente el arte de sembrar el trigo, de criar el ganado, de plantar las verduras y multiplicar los guindos y todo lo que se pudiera hacer con la fruta. Después de eso la Griselda fue la fuente de la enseñanza a los seis mocetones que fueron destinados a aprender. Con todos esos brazos para su ayuda, el Venado creció su parcela muy pronto. No quemó ni un solo árbol hasta que pudo comprar lo mínimo para el primer aserradero que se escuchó por primera vez en esa montaña y pudo producir y vender tablones aserrados. Luego fue la primera máquina trilladora de trigo, el primero en salar los cueros con sal evaporada de la espuma de las olas del mar cercano.



El primer hijo, Santiago, fue dado como ahijado a Marivil y fueron amigos hasta la muerte. Fue un verdadero diablo el viejo Venado.

- También el joven nieto – pensó Demetria y luego - … yo no sabía toda esa historia. Gracias doña Hortencia. Lo ha dicho todo y muy bien. Me quedé con ganas de conocer mucho de los colonos de la costa -.

- Es la historia de nosotros, hija. Unos más y otros menos favorecidos pero aunque ha sido muy duro estamos felices con nuestra suerte y ahora pasemos al comedor que nos espera una cazuela de lo mejor -.

- Usted no es modesta, doña Hortencia, pero sí su cazuela sabe de ángeles -.

- Sí soy modesta, lo que no practico es la falsa modestia – y la miró con sus ojos oscuros, sonrientes.

Por la tarde, Paco la llevó a los potreros a examinar los animales. Eligió un piño de catorce vaquillas y tentaría su suerte en la subasta con ellas. Definida la compra y convenido el precio, regresaron a la casa a paso lento, disfrutando del atardecer que pintaba de rojo las nubes en dirección al mar.

- Pienso a veces que así debe ser la Galicia de mis padres – le confía a Paco – estas colinas onduladas y verdes, perdiéndose en la lejanía y los altos cerros, claro que sin esta montaña, tan vieja, tan tupida, tan bella. ¡Ojala que seamos sensatos y logremos conservar estas tierras como las hemos encontrado. Y no olvidemos nunca que los araucanos supieron vivir de ellas y mantener intacto su territorio! -.

- El hombre es un animal destructor, Demetria, en lo que a mí cabe, nuestra parcela nunca saldrá de nuestras manos, aunque dejemos el pellejo en el empeño, con tal de conservar la naturaleza, intacta -.

Esa noche, Demetria durmió como un niño cansado. Disfrutó las sábanas almidonadas y el colchón de lana. Por la ventana abierta escuchaba todos los ruidos de la noche y el viento tibio de verano.

La despertó en la mañana el sol metido por la ventaba abierta y el canto dulce de zorzales y los treguiles chillones en los potreros. Se levantó rápido y luego de una breve limpieza bajó hasta la cocina. Los Herrera eran madrugadores. La mesa estaba puesta, igualmente la tetera de fierro fundido con el agua hirviendo lentamente, asentada sobre la cubierta oscura de la estufa de leña.

- ¡Se despertó nuestra visita! – la saludaron los tres al entrar en la cocina.

- Aparté tu piño, Demetria, ya lo tengo en el corralón de carga junto al camino -.

- Gracias Paco, ¡me dormí como una ostra! -.

- Lo necesitabas, hija, no hiciste un viaje tan largo en el barco. El caballo es otro decir y ahora un buen desayuno nos dejará a todos como nuevos -.

El alazán de Demetria lucía ahora toda su habilidad adelantándose a la orden de la rienda al guiar el piño en una línea compacta por el camino. No permitiría que ninguna vaquilla se apartase demasiado del grupo y caracoleaba con la cabeza alzada y la crin suelta pechando a las vaquillas.

Les llevaría al remate de esa tarde en la subasta pero mientras pensaba en Juan y esa historia de su familia. Y su llegada a estas tierras. Aún ahora que tenían caminos, la vida era dura y difícil y le era fácil imaginar las complicaciones de los primeros pobladores. Pero no había otra forma de construir un país, por lo menos ninguna otra forma conocida por ellos. Así, con esos pensamientos en la mente llegó hasta la casa de Zulema, y allí, dio un respiro al alazán y las vaquillas metiéndolas al corral en donde además podrían beber hasta hartarse.

Los corrales de la feria estaban atestados de animales para la subasta. Los había para el consumo en las grandes ciudades, los había flacos para llevarlos a engorda y otros para la cría, como las vaquillonas que ella llevaba. Pensaba que les sacaría una buena tajada por la calidad de los animales. El ganado suizo resiste bien los inviernos con buen rendimiento de carne y leche, aunque su talla es mediana gana rapidez en la engorda y así permite que los pastos renueven sus retoños; en esa zona el verano es el gran productor de los pastizales naturales, especialmente en la costa en donde los vientos del sur han arrastrado semillas por miles de millas de la alfalfa chilota. Este pasto bajo, de flores amarillas, favorece hasta dos engordas en el verano y esto le dio la idea, al viejo “Venado”, de cosechar las semillas y reproducirlas en las tierras más altas, con riego, en los veranos.

El lugar de la subasta tiene unas graderías, protegidas de la lluvia y el sol por un techado de tejuelas de roble, lo mismo que todo el pequeño edificio. En los extremos, en unos altillos con banco con una especie de pupitre, se ubican los martilleros que van rematando cada lote de animales. Los compradores y vendedores están en las graderías y defienden o aceptan las pujas de precios con pequeños signos, invisibles para los no iniciados. Demetria ve salir su piño y defiende su precio con un aparente toque a su nariz respingada. Cuando el precio subió sobre sus expectativas, se relajó en su lugar y el martillero supo que debía asegurar un punto más y entregar las vaquillas al último postor. Cuando abandonó la subasta arreaba una vaca holandesa, gorda, seguramente dada de baja por sus años. A trote corto la guió hasta el matadero desde donde se la entregarían en su negocio al día siguiente, después de los análisis obligatorios.



Después de esa tarde Demetria no vio a Juan en todo el verano. Estaría en sus cosechas, con sus trigos y sus avenas o los de sus vecinos a quienes maquilaba su tiempo sobrante. Ya no era la única máquina de la región pero sí la más moderna y de mejor rendimiento. Su aserradero continuaba produciendo tablones y tablas y su aspiración era una línea de cepillado y molduras para hacerlo todo. Un día las casas saldrían de sus tierras hechas un paquete para armarse en cualquier lugar del país. Para ese momento se estaba preparando con una plantación de pinos en las zonas más pobres de la hijuela, en donde los rendimientos habían empezado a bajar y deteriorado el suelo. Las primitivas montañas estaban desapareciendo quemadas y un día los pinos reemplazarían los árboles nativos.

Demetria trabajó el verano como nunca. En la subasta era conocida y había confianza en los animales que arreaba hasta la feria. En abril tenia un capital ahorrado y le daría para el pasaje en barco y estarse un año en sus tierras. El regreso no la preocupaba; todo estaría lo mismo para entonces…

Ese año fue un verano de sol y hasta la primera quincena de abril no había llovido más que ligeros chubascos. La cosecha había sido buena y todo el barrio vibraba transportando mercaderías y animales desde los barcos al ferrocarril y, por las tardes, desde el ferrocarril la carga de frutas del norte y manufacturas de todo tipo para el puerto y los pueblos de los alrededores. Así se llenaban los días y de noche, en dos o tres casas ardían las luces y rasgueaban las guitarras despejando las fatigas en cuecas desatadas o tangos apretados, lentos y sensuales.



En la madrugada del día dieciséis se desató un terremoto que sacó a todo el mundo de sus camas. Las calles ondulaban como olas con golpes secos trepidatorios. A todos les pareció un siglo; luego del primero golpe violento le sucedieron temblores de menor intensidad a los cuales ya estaban acostumbrados. Al mediodía un sacudón tan violento como el de la mañana quebró el resto de la vidriería que quedó como saldo del de la mañana, y el resto del día fue disminuyendo la intensidad y frecuencia de los temblores. Los ruidos del temblor vinieron desde la cordillera y todo el mundo preguntaba si se escuchó desde el mar o Los Andes. Para ellos era importante porque recordaban el maremoto que siguió a uno de esos movimientos en mil novecientos seis y las secuelas de la salida del mar con su montaña de agua abatiéndose sobre las poblaciones ribereñas. Años después supieron que San Francisco, al norte, había sido destruido y lo mismo Valparaíso, su propio puerto principal. El de ahora había continuado seguido de movimientos cada vez más débiles, hasta cesar por completo. Y así terminó el verano, como cortado por un cuchillo. Vinieron las lluvias, primero en lloviznas y luego entre vientos huracanados que se metían por el río impidiendo la navegación. Luego le siguió una lluvia constante e interminable y se prepararon para las crecidas del río que venía ahora manchado de café por los lodos y las tierras arrastradas desde más arriba.

Uno de esos días vio aparecer al Juan. Le pidió lugar para su caballo en la pesebrera y cambio de atavío. Como lo decía Zulema, venía mojado como perro y su caballo tieso de barro arcilloso con la arena de los últimos kilómetros pegada en todo lo que no cubría su montura. El sombrero alón, de paño negro, de pelo de conejo, resistía aún lo violento de su travesía pero ya empezaba a saturarse por la larga exposición al golpe de la lluvia. El río había subido un metro en esos últimos días y aunque aún faltaba mucho para llegar al nivel del villorrio, estaban alertas a cualquier cambio de la crecida.

Después de dejar su caballo limpio y seco, Juan se dedicó a su propia atención y apareció ante Demetria, limpio y afeitado.



- Juanillo, si hasta pareces un chaval – le dijo para disimular su turbación mientras despachaba un pedido a doña Ema, la dueña del pequeño restaurante a la entrada del muelle. Ella tenía fama de buena cocinera y sus guisos de carne y verduras con vino le atraían clientes todos los días. Esta vez se llevó una gran cantidad y antes de salir le dijo Juan:

- Espéreme al almuerzo doña, por allí estaré a las doce del día -.

- Le echaré más agua a la olla don Juan, no se preocupe, y a la hora que guste -.

Demetria no se daba abasto despachando, había mucha gente comprando y apenas pudo oír la despedida de Juan que iba a lo suyo; entre sus clientes habían algunos cosechadores inmigrantes del norte. El verano atraía a esta gente para la corta de trigo y avena en los campos del interior. La cosecha había terminado y lo que no pudo ser cortado se quedó en los campos como forraje para los animales que habían invadido los barbechos y de los miles de patos salvajes que llegaban en esa temporada, migrando desde el norte. Estos trabajadores habían conseguido sus ahorros para llevar a sus familias, a no ser que los dilapidaran antes de llegar. Algunos de ellos, previsores, habían despachado la mayor parte en giros del correo, presintiendo las tentaciones del regreso. Otros no confiaban en el correo o tenían otros planes, no era raro que muchos o alguno de ellos cruzara la cordillera hacia el sur de Argentina.

Por la tarde del día de la llegada de Juan y luego de cerrar su negocio y quitar la bandera que indicaba abierto, se fue Demetria en dirección al zapatero. Recogería sus botas de invierno y se llegaría hasta el muelle para ver la salida de los barcos. Le gustaba ver ese pequeño mundo moverse atareado hasta atestar los dos barcos y luego perderse río abajo, en ese río hinchado de aguas, arrastrando troncos y muelles de paja girando en los remolinos.

El zapatero estaba a una cuadra del muelle y vecina estaba la casa de doña Ema, un poco como todas; una construcción de dos plantas, a dos aguas, con techo de zinc. Hacia la calle, en la planta baja, veíase el comedor espacioso con salida a la calle. Dos ventanas altas, con sus persianas abiertas permitían ver hacia el interior del comedor. En un rincón un agricultor solitario esperaba la salida de los barcos frente a una cerveza y un plato vacío. Al centro, en la mesa cuadrada más grande jugaban brisca cuatro jugadores. Dos eran agricultores conocidos y la pareja, enfrentándose, era Juan y uno de los trabajadores inmigrantes. El tipo tenía un gesto huraño mientras tiraba sus cartas y los billetes amontonados frente a Juan, seguramente la ganancia de la tarde de juego y sus propias pérdidas, acumuladas en el cerro de billetes.

Demetria vio todo como en una escena de cine: las caras atentas al juego, un cambio de palabras del inmigrante y Juan contestando calmado y sin prisa, aún mirando sus propias cartas y la mano del tipo volando a su cintura y el destello de la daga volando en busca del pecho de Juan y su propia mano sacando el veintidós de seis tiros y sus dos disparos por la ventana que atravesaron el brazo del hombre que ni aún así se detuvo y llegó hasta el pecho de su amigo. De un salto llegó hasta la puerta y fue atropellada por el atacante que corría con su bolsa al hombro hacia la calle, camino hacia la estación del ferrocarril y los cerros cercanos. Lo dejó ir y guardó su revólver para auxiliar a su amigo. Entre ella y los tres agricultores lo llevaron hasta su casa en una camilla improvisada mientras doña Ema enviaba por el médico del pueblo.

Cuando llegó el médico despejó el dormitorio y sólo quedó ella para auxiliar en lo que fuera necesario. La cara del herido estaba blanca y respiraba con dolor. El médico lo despojó de su ropa hasta dejar libre la herida. Después de un momento le pidió el agua hervida y lavó concienzudamente el borde abierto que había dejado el cuchillo. El impacto había sido detenido a medias por una de las balas que dio en el hombro del inmigrante y la otra siguió su curso estallando la botella de cerveza que había dejado vacía el agricultor solitario. Pero esa que dio en el blanco permitió que la cuchillada resbalara con poca fuerza sobre la costilla y no llego hasta el corazón. Ahora la herida debía curarse con cuidado para prevenir una infección que podía tener peores efectos que la cuchillada misma. Después de la curación le dio un sedante seguido de un té caliente y el herido se durmió.

Cuando abandonó el cuarto con el médico, sus amigos esperaban sus noticias que dio el mismo doctor: - reposo y calma y curaciones diarias que hoy mismo encargaré a un enfermero del hospital -.

Esa noche Demetria durmió en el sillón de cama de la cocina, generalmente reservado a las visitas. Al despertar tuvo un momento de desconcierto y luego recordó lo sucedido la tarde anterior y el herido en su cama. Se vistió con prisa y llegó rápida hasta su dormitorio. Juan estaba dormido y el rostro rojo por la fiebre. Levantó las cobijas y examinó la zona de la herida. No se veía sangrado pero al levantar la venda vio que se había cerrado y estaba con los bordes hinchados y ardientes. Juan se había despertado al sentir el jalón de la venda y la goma de gasa pegada a sus vellos. Ella estaba pensando qué decisión tomar cuando sintió golpes en la puerta de la entrada. Era el enfermero del hospital enviado por el médico. Al examinar la herida opinó lo mismo que Demetria: había que abrir para limpiar la herida, pero eso él no podía hacerlo y se lanzó rápido en busca del profesional. Mientras esperaba el auxilio refrescó el cuerpo del herido con agua y frotación de alcohol.

- Con esta enfermera me compongo en un día… - le dijo a media voz.

- No te consiento más que a cualquier amigo en tus condiciones, Venado, no te hagas ilusiones -.

- Es una broma, Demetria -. Gracias por el tiro o ese tipo me clava la daga derecho al corazón. Aunque ya sabes que ése está roto hace mucho tiempo, pero por ti.

- ¿Qué volvemos a las andadas? Te callas o te hecho a la calle – le dice seria – tienes una buena infección metida en la herida. Esta no fue tan peligrosa porque resbaló por tu costilla pero deben abrirte y quitar todo rastro de infección. Ahora estas en mis manos, granuja, y espera un poco que te preparo un desayuno a la española.

- Todo es broma, mi querida Demetria, no me hagas caso, soy un viejo -.

- Un viejo zorro querrás decir… -.

- ¿Por qué siempre a la defensiva conmigo, mujer? Ya te dije: no volveré a las andadas, además ahora no estoy para ninguna andada -.

- A ti la única manera de callarte es con un desayuno, espera que voy por él -.

Mientras doraba el tocino en la sartén tenía la imagen del hombre saliendo por la mañana, alto, delgado, apuesto, con su cabello largo asomado bajo el ala del sombrero negro. Había en él como una atracción magnética que no podía evitar y adivinaba que bajo sus bromas algo en él bullía. Al verlo herido, apoyado en la mesa, quitando la daga con su propia mano, sintió todas las emociones agolpadas en su pecho: miedo, ganas de gritar y luego un pequeño río tibio que enrojecía su rostro y bajaba a su pecho sin que pudiera evitarlo.



Poco más tarde apareció el cirujano y procedió a abrir la herida, limpiar y desinfectar, con la recomendación de reposo hasta producirse la cicatrización. Por la tarde de ese mismo día había cedido la fiebre y se inició el proceso de recuperación. En esos días Demetria se acostaba agotada. La atención de su negocio que no paraba en todo el día y la atención de su enfermo que se recuperaba rápidamente pero le imponía trabajo extra en la preparación de su alimento y los cuidados propios de su estado. Todo estuvo así de prisas y ajetreos hasta la tarde del sábado en que quitó la bandera roja que señalaba el término de la mercancía. No eran más de las tres de la tarde. Las lluvias habían menguado pero el río continuaba creciendo, esta vez por los fuertes vientos del puelche sobre la cordillera, ese viento caliente de las pampas que lograba cruzar los Andes y llegar hasta los valles del centro.

Después de cerrar la puerta de la calle se metió al cuarto de baño y descargó la olla de agua caliente en la tina de madera que hacía de bañera. Disfrutó unos largos minutos del agua tibia y relajante y del jabón oloroso conseguido de contrabando en la frontera. Cuando salió del cuarto, con ropas limpias y el ligero perfume de las flores de lavanda que siempre mantenía en su ropero, se sintió renovada y recién se dispuso a visitar a su amigo.

Juan se había vestido y hasta se veía más alto y más delgado. Ella apenas llegaba a su hombro y en la media luz del cuarto alumbrado por dos velas sus figuras estaban lanzadas en negro y desproporcionadas, contra la pared de madera blanquecina. Al acercarse, ella vio la sombra de su mano en la pared y alzarse hasta su pelo húmedo y sintió su palma tibia apretando su nuca y acercando su cuerpo al suyo. Quiso decir algo pero ni un solo sonido salió de su boca y luego para ella todo ocurrió en un aturdimiento de sus sentidas y la respiración agitada de los dos.

- Venado, yo no quería… - él no la dejó terminar y cubrió su boca con la suya, luego se vistió y solo entonces le hablo con voz queda – yo tampoco, Demetria… me había vestido para irme. Ahora me regreso a mis tierras.

- Y yo a las mías, “Venado”. Estaré un año fuera o mucho más de un año, ahora no lo se, todo ha cambiado para mi en esta noche. Tú, ve a tus montañas – su voz parecía tranquila y él quiso ver su rostro pero lo cubría su pelo rubio.

Ahora su caballo de patas blancas y estrella en la frente, impaciente después de siete días fuera de su querencia, llevaba un paso largo. Esta vez iban por senderos entre los cerros. El río había roto el nivel del barrio y se había lanzado a la conquista de las casas y las calles empedradas.

El “Venado” se detuvo en la ultima colina que le permitía la vista al villorio y se quedó mirando largo tiempo las casas navegantes. Luego se lanzó a un galope corto. A ratos sentía un ligero dolor en la herida y otro más fuerte y agudo bajo las costillas, allí donde no logro llegar la daga.

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