NOVELA: MIGUEL TAURO
Durante la noche había caído un fuerte chubasco y la atmósfera se sentía fresca y vivificante. La proximidad del río impregnaba de humedad el aire, en el olí la tierra, algo de la frescura del pasto llegó hasta mis pulmones. No quise hacer más aspiraciones; recordé la herida que me describió el médico en Temuco. Había pensado tanto en ella que a cada momento la imaginaba abriéndose y cerrándose como una rara boca sangrienta. Era una tortura sentirla allí como algo vivo, independiente de mí, dispuesta a ensancharse siempre, amenazando mi joven vida. No sé por qué el hecho de llevarla conmigo me hacía sentir culpable, me alejaba de todos para evitar sus preguntas y una sensibilidad perjudicial se me desarrolló. Cada vez que hablaban me parecía que era acerca de mi enfermedad y presentía la frase: ¡pobre cabro, está frito!
Vivía en el barrio más pobre de mi pueblo. El caserío estaba formado por casuchas de madera en bruto y se levantaban a la entrada de éste, frente a la estación del ferrocarril. Era un punto al que convergían caminos de diferentes regiones. Todos los productos de la rica zona eran comprados por los comerciantes establecidos en el lugar. Desde las cinco de la mañana hasta las doce del día, se desarrollaba un movimiento comercial incesante. Se hacían los embarques a Temuco, hasta la línea central, desde donde eran despachados a diferentes puntos del país. Era un ramal próspero y sonriente, mirando confiado el porvenir.
Recuerdo que entonces mi incapacidad física me hacía mirar el trabajo bruto con un algo de veneración. Por las mañanas me acercaba hasta el muelle, en espera de los barquitos que avanzaban lentos, cargados sin medida, panzudos y humeantes, río arriba, cortando el agua calma con sus quillas de acero. Atracaban con un crujido, como quejándose, y no tardaban sus bodegas en ser vaciadas por los carretoneros, que transportaban las mercaderías hasta la estación. Entre los últimos, había uno que me causaba una admiración extraordinaria, le decían el “Chueco” a causa de sus piernas arqueadas; tenía una fuerza excepcional. A veces los barcos, por efecto de la marea, quedaban a un bajo nivel considerable con respecto al muelle, y entonces el tablón que tendían hasta el embarcadero se empinaba más que de costumbre, ofreciendo dificultades a la descarga. Sin embargo, el “Chueco” corría con los sacos de ciento veinte kilos a cuestas como si no sintiese su peso.
En las tardes se jugaba fútbol en un potrero vecino. Los muchachos avanzaban tras la pelota de cochayuyo lanzando desordenados puntapiés. Un día, llegué justamente cuando se iniciaba un partido. En uno de los bandos faltaba un jugador y el “capitán” del equipo me invitó sonriendo:
- ¿Jugai flaco?
Me lo dijo en tal forma que no pude negarme. Una especie de gratitud me dio nueva vida acelerando mi pulso.
El partido se hacía más animado. Yo corría tras el balón sin otro pensamiento que el de anotar un tanto para mi equipo. En los primeros minutos todo marchó bien; luego sentí dificultad al respirar, una fuerza extraña me apretaba el pecho. Me dolía horriblemente; en ese instante lanzaron la pelota hacia mí y quise enviarla en un último, heroico puntapié, hasta el arco enemigo. Erré por un par de centímetros y tras de mí escuché la indignada voz de un compañero:
-¡ Sálete mejor, tísico e’ mierda!
Tenía recién trece años, una madre pobre y una enfermedad para rico. Esa noche soñé que mis esputos estaban limpios de sangre y mis músculos tenían la misma fuerza hercúlea del “Chueco”.
El verano tocaba su fin. De la cordillera de Nahuelbuta corría helado el puelche arrastrando inmensas nubes. Luego el aguacero, incesante y aburridor. Los caminos se cerraron formándose peligrosos pantanos, el barrio perdió su actividad y una especie de letargo se empezó a extender sobre todo. Muy de tarde en tarde el pitazo de los barcos rompía el monótono transcurrir.
El río enturbió sus aguas, hinchando el lomo que encrespaba el viento norte; parecía un gato enorme desperezándose. No tardó en cubrir el muelle, la chiquillería clavaba estaquitas para medir sus avances, pronto eran arrasadas, y seguían repitiendo el juego incesantemente. Va a haber avenida – decían los viejos, y miraban el cielo preñado de nubes. Los truenos se multiplicaban en los cerros hasta perderse en un eco doloroso.
Por la noche mi madre me despertó alarmada.
-Levántate mi hijo, está subiendo el río- Eran las mismas palabras que escuchaba todos los inviernos, sólo que ahora había una diferencia: antes había invitación a un juego emocionante; subir las cosas al segundo piso, ayudar en idéntico quehacer a los vecinos en medio de risas y alegre inconsciencia, y luego ver correr el agua por las calles arrastrando maderas y más de alguna bacinica olvidada en el apuro; ahora sería un silencioso observador, forrados los pies en gruesos calcetines de lana.
Haciendo un ruido incesante, los carretoneros, en un viaje tras otro, salvaban los míseros bienes, llevándolos hasta los andenes de las bodegas del ferrocarril. En la penumbra del amanecer, sus figuras eran fantasmas grotescos fustigando los caballos cansados.
Amaneció y la luz del nuevo día alumbró las casas inundadas. Algunos amigos pasaron frente a la mía, maniobrando en las artesas robadas a sus madres. Lanzaban pequeños gritos cuando la corriente les hacía perder el equilibrio. Les envidié recordando el invierno anterior en que había hecho lo mismo que ellos.
No tardó en anegarse el segundo piso, y nos vimos obligados a trasladarnos a los andenes, casi a plena intemperie. El viento y la lluvia nos azotaban a lo largo del día. La gente del “Alto” –donde queda prácticamente el pueblo- bajaba a pasear en bote por las calles transformadas en canales. Sus chistes a costa de los damnificados, caían cual gotas de veneno en el alma del barrio heroico y mudo. Aquel año, el Imperial nos inundó ocho veces.
Hasta ahora, no conozco un grupo humano más castigado por la naturaleza ni más abandonado a sus propios pobres recursos que ése.
La primavera se descolgó a la tierra en el follaje verde de los árboles y un poco de esperanza agitó mí dormida facultad de vivir. No sé cómo mi madre me consiguió cama en un sanatorio, y entre lágrimas y adioses partí un día rumbo al norte.
En el mismo tren viajaban muchos conocidos, en su mayoría cargadores e inquilinos de los fundos cercanos. Muy alegres, con una bolsa al hombre, se habían despedido de sus familiares en la estación. La banda municipal les tocó aires marciales hasta que el tren se perdió en la primera curva. No lograba comprender el motivo, hasta que uno de ellos me preguntó mientras desataba el paquete del “cocaví”.
-¿Ud. se enganchó, también? ¡tan flaquito!
¿Me había enganchado yo? ¿y en que?, me interrogué con amargura. Mi vecino no esperó que le contestara y continuó hablando:
-Claro, pu, ¡ñor! si vamos toos p’a Lota; por eso no pagamos pasaje ¿no oyó los discursos y la banda?
No había oído los discursos, pero dije que sí. Me alargó un huevo duro, mientras lo comía le seguí escuchando:
-En Lota, esos comunistas e’mierda están en huelga. Por eso el gobierno –y se sacó el sombrero grasiento- nos lleva para salvar el país.
No me gusto lo de “comunista e’mierda”. Tenía familiares en Lota y uno de ellos pertenecía a esa filiación política. Sin embargo, callé mi protesta haciendo esfuerzos entretanto por comprender en qué forma podían aquellos héroes salvar el país. Mi primo, -el comunista- me había hablado muchas veces del duro trabajo en la extracción del carbón. Conocía a mi improvisado compañero de viaje, inquilino de un fundo de los alrededores, y estaba seguro de que sus conocimientos no pasaban de enyugar una yunta de bueyes. Le pregunté seguro de la respuesta:
-¿Conoce la mina?
-No, ¿para qué?- me dijo, y acto seguido, se arremango la manga mostrándome un bíceps bastante desarrollado. Luego de esa prueba de sabiduría dio por terminada la charla y se enfrascó en la contemplación del paisaje.
La mayor parte de los ocupantes del vagón no conocía siquiera Lota. Tiempo después, supe la odisea de mis coterráneos.
Fueron recibidos con música y escoltados a pretendidos alojamientos. La promesa de una espléndida paga los alentaba tornándolos orgullosos. Llegaron de todas partes atraídos por esa esperanza. Con ellos y los regimientos destacados se pensaba quebrar la huelga minera.
Un desprecio callado y amenazante marcó a los rompehuelgas. Sólo andaban en grupos, protegiéndose mutuamente. Entretanto el conflicto seguía su curso. El movimiento era fuerte y unido, no había razón que se pudiera oponer a la justicia de sus peticiones, pero la Compañía no deseaba entender; no existen para ella las necesidades del hombre al que considera un filón más, diferente al carbón, pero explotable al fin. El clima de Lota estaba saturado de odio.
Desde las plantaciones de eucaliptus en Lota Alto, se domina el mar, azul e inmenso. Allí refrescaban el alma, enferma de tanta iniquidad, tres mineros del pique Alberto. Ajenos a la belleza del paisaje, sus pensamientos se concentraban en el problema de la alimentación que se hacía escasa; las reservas, aunque se restringieran, no podían durar más de tres días. Eso les tenía de pésimo humor. De pronto repararon en la figura despreocupada de un hombre que avanzaba por el sendero. Este se encontró de improvisto en medio de los tres amigos, y al advertirlo, su cara tostada palideció repentinamente. –Era el “Cheuto”.- Debía el apodo a sus ojos bizcos.- Jefe de los rompehuelgas, se había ganado el odio incondicional de los mineros por sus continuos insultos y bravatas de matón.- De poderosa contextura física, cifraba su orgullo en la fuerza de sus puños.- Pese a ello, todo su valor parecía haberlo abandonado en ese momento ante la decida actitud de los mineros que se habían levantado de un salto, cortándole toda retirada.- Temblaban de miedo las pálidas mejillas.- Presa de una furia incontrolada, rotos los límites de la clemencia, los hombres se abalanzaron sobre él derribándole.- Un entrecruzarse de maldiciones los envolvía.- Era la venganza, salvaje y antinatural, pero la única que podía herir la mente de la víctima hasta hundirla en sí misma.-
El “Cheuto” guardaría para toda su vida el infierno de ese momento porque nada pudo herir más su orgullo de hombre.- Los tres vengadores, brutal y despiadadamente, uno a uno lo habían poseído.-
En el atardecer tranquilo sólo se oía el llanto del “Cheuto”.- Abajo, las luces de Lota brillaban hasta el mar.
Santiago me pareció un gigante triste; un poco aletargado esa mañana gris de mi llegada.- Espesa niebla llenaba las calles; la gente se movía como entre algodones húmedos dando una curiosa sensación de irrealidad.
Un taxi me llevó hasta el sanatorio, casi enclavado en el macizo andino.- Dos grandes pabellones albergaban a hombres y mujeres.- Algunas, muy gordas, sentadas en las camas tejían a palillo; no daban la impresión de enfermas.- Otras, pálidas y ojerosas, dejaban ver los ojos que aparecían enormes en el rostro enflaquecido.- Un miedo indefinible a algo desconocido me sobrecogió.- Me pregunté cuánto tiempo habría de estar allí y si al fin podría recuperarme.- Luego de diversos trámites me dejaron en la sala en que empezaría mi tratamiento.
El edificio, de cuatro pisos, terminaba en una amplia terraza techada.- En un extremo estaba la biblioteca y sala de lectura.- Juegos de ajedrez y otros ayudaban a distraer a los enfermos prontos a ser dados de alta.
Al día siguiente fui llamado a la oficina del médico:
Ud. tiene una diseminación en la base del pulmón izquierdo –me dijo.- ¿Qué diablos era diseminación?, me pregunté.- Sin embargo, no averigüé detalles y seguí escuchando al médico.- Debe hacer un reposo absoluto, de espaldas, y durante los minutos que se el permita levantarse, no correr ni apresurarse para nada, con un poco de esfuerzo en este sentido podrá salir en uno o dos años.- ¿dos años?- ¿Cómo podría pagar mi madre mi estadía durante dos años?- Un desaliento inmenso me poseyó.- Más tarde, tendido en mi cama, aún seguía preguntándome. ¿De dónde obtener dinero?
En la sala éramos ocho.- Seis en reposo absoluto, y dos que durante el día permanecían en la terraza, leyendo o atareados en la confección de pequeños trabajos en madera.- Nuestro sueño inmediato era ir a la terraza.
Por dos días no hablé con mis nuevos compañeros.- Sólo conteste algunas preguntas que me hicieron.- En la mañana del tercero mientras ordenaba mi cama se me acercó un médico –tal creí- acompañado de dos ayudantes.- Me ordenó tenderme de espaldas y subirme el tosco camisón de dormir.- Respire profundo, hable –dijo-. Luego, apoyadas las manos en el respaldo del catre tamborileó los dedos nerviosamente por unos segundos.- Reaccionando, habló.
-Siéntese- apoyó el oído en mi espalda y agregó:
-Diga treinta y tres-
Entretanto un grupo de enfermos de otras salas nos habían rodeado-. Yo les miraba un poco desconfiado, sospechando algo.- El médico después de una enredada explicación técnica salió entre un coro de carcajadas.- Enseguida alguien me explicó que me habían tomado el pelo.- El médico y sus ayudantes eran también enfermos.
El día siguiente –jueves- amaneció con inusitada actividad. Los pijamas y camisón fueron reemplazados por camisas limpias y bien planchadas.- Un frasco de gomina corría de mano en mano.- En la tarde habría visitas.- Fingía leer una revista mientras mis compañeros recibían entusiasmados a sus familiares. Quería a toda costa pasar inadvertido.- Pensaba en el tiempo que me faltaba para salir.- Lo que más sentía era haber interrumpido mis estudios.- Cuando enfermé, recién había terminado mis preparatorias y me preparaba a ganar una beca para la Escuela Normal de Victoria.- La biblioteca del sanatorio contaba con una buena selección de libros, y me hice el firme propósito de aprender allí cuanto pudiera.- Abrigaba la esperanza de llegar alguna vez a la Escuela Normal.
Casi enfrente se levantaba el pabellón de las mujeres. Era prohibido hacerles señas y escribirles; el incumplimiento a esto era castigado con el alta disciplinaria, cualquiera fuese el estado del enfermo.- Sin embargo, la mayoría mantenía correspondencia.
Desde la terraza se hacían las elecciones.- Las manos enlazadas significaban aceptación.- Las palmas extendidas y mantenidas a unos diez centímetros de distancia era corta, y así, todo un lenguaje extraño para esa vida también extraña.- Averiguar el nombre y enviar la primera misiva era más complicado.- Por lo general, había un paciente que ayudaba en la biblioteca. Este se encargaba de conocer a la chiquilla y entregarle la carta en un libro cuando se les repartía el material de lectura, una vez por semana. Después, ya no había dificultad alguna, así por este método, a los dos meses de mi ingreso ya tenía con quién cambiar ideas e impresiones.- Era una muchachita rubia con quien nunca conversé.- Sólo desde la terraza, a unos ciento cincuenta metros de distancia, nos veíamos durante unos minutos al día.- Nos jurábamos amor eterno en cada carta.- En el mundo feliz de nuestra fantasía muy pocas veces nos llegaba el dolor de la realidad ambiente.- Vivíamos pendientes del momento en que repartían la correspondencia y un día de atraso era un verdadero sufrimiento.
Un sábado, raros preparativos me llamaron la atención.- Las luces se apagaban a las veintiuna horas.- Hasta las veintitrés la enfermera se paseaba por el pasillo, vigilando.- Después se encerraba en la enfermería hasta el día siguiente.- Sólo hacía unos minutos que sus pasos no se oían.- Mis siete compañeros se levantaron silenciosos, evitando todo ruido.- Cuchichearon algo y pronto, uno tras otro, saltaron por la ventana.- Miré las camas, estaban ordenadas en tal forma que aparentemente alguien dormía en ella.- Luego de hacerme un montón de preguntas me dormí.- Hacia las cuatro de la mañana regresaron con el mismo cuidado con que salieron.- Venían con una bolsa para agua caliente en cada mano.- Adiviné el contenido.- Uno me ofreció:
-¡Mándate un trago, cabro!- Otro me abrazó y me hablo de un hijo de mi edad que había dejado solo.- Minutos después, los siete roncaban como locomotoras.
Frente a mi cama estaba la del “Milico”.- Era sargento de la Fuerza Aérea.- De unos cuarenta y cinco años, rebozaba alegría a pesar de su estado.- Le seguía “Pérez Prado”.- Le llamaban así porque tosía el día entero y hacía recordar el rey del mambo.- Juanito, de unos veinte años, fue mi gran amigo.- Era suplementero y en las largas noches de invierno, a media voz, para que no nos sorprendiese la enfermera, me contaba sus correrías por las calles de Santiago.- Las noches en los prostíbulos las subrayaba con una extraña jerga que tenía que explicarme luego.- Le conté de mis sueños eróticos que a nadie me había atrevido a confiar.- No tenía ninguna experiencia sexual y me preocupaba el despertar de mi pubertad.-
Rápidamente me dijo:
-Mira… este mes, te darán un permiso de veinticuatro horas, igual que a todos, saldremos juntos y ya nos las arreglaremos por ahí.- Le prometí pedir permiso para la misma hora y día que el suyo, y seguí anhelante el lento desfilar de los días.- La noche anterior a mi salida casi no pude dormir.- Temor y ansiedad se mezclaban con mis deseos.-
Por fin clareó en el valle y el día se abrió como una granada madura.- a las siete el timbre lanzó su mensaje ronco y nos apresuramos a vestirnos.- Aún sin desayunar, tanta era nuestra nerviosidad, nos fuimos en espera del trencito que nos llevaría a Santiago.- En la ciudad, Juanito me indicaba lo que consideraba de más interés mientras el sacudón del micro nos hacía temer por nuestra salud.- Almorzamos en su casa y me presentó a su madre, una señora bajita y gorda de húmedos ojos negros.- Me acogió con cordialidad:
-Hijito… ¿No tiene familiares en Santiago?- inquirió- No, señora, respondí.-
Aquí puede Ud. venir cuando quiera.- Como ve, la casa es chica pero el corazón es grande,- terminó con una sonrisa bonachona.-
Tan pronto como nos fue posible nos escapamos.- No tenía idea de las calles que cruzábamos; después de mucho caminar seguimos por una, estrecha y mal pavimentada.
-Aquí es- dijo Juanito.-
Golpeó durante un momento y al poco rato apareció una mujer no muy joven, bastante pintarrajeada.
-¡Juanito lindo! exclamó.- ¿Qué te habías hecho ingrato?- Mi amigo me miró por sobre el hombre con aire de seguro conquistador. Mis ojos quizás expresarían admiración porque sonrió satisfecho. Le susurró algo al oído y la mujer me miró con brillante mirada maliciosa; nos dejó un momento, una estela de fuerte perfume quedó flotando en el aire.- A los pocos minutos volvió con una compañera, abrazadas, con un provocativo balancear de caderas.- Era mucho más joven que la amiga de Juanito.- Yo estaba un poco aturdido y mi confusión aumentó cuando la recién llegada me abrazó, murmurando suaves palabras de cariño.
En la pieza semialumbrada se distinguía la cama baja y amplia. Un cubrecama rojo, no muy limpio la cubría. A la cabecera, una imagen de la Virgen del Carmen tendía su mirada sobre la alcoba. Una silla ordenada frente a un peinador, también viejo, con un gran espejo biselado era lo más notable que se veía. La mujer se desvestía a prisa invitándome a imitarla. Yo lo hacía torpemente; un torbellino de ideas parecía trabarme las manos. Los pechos duros y altos me excitaron, ella lo advirtió y me abrazó llevando mi cabeza hasta sus pezones.- Me arrastró hasta el lecho blando gimiendo suavemente.
-M’ hijito lindo, bésame. ¿Es cierto que nunca…?
Caté la pregunta y respondí apresurado:
-¡No, nunca…!
El deseo nos latigueaba el cuerpo, el suyo, tibio y suave, formaba uno solo con el mío.- Sus labios recorrían mi cuello y mi cara hasta llegar a la boca donde succionaba callada y frenéticamente:
-Perrito mío, apriétame fuerte – pidió.- Sus brazos me ahogaban y cuando por fin se aflojaron cayeron desmayadamente a un costado.- Apoyó la cabeza en la almohada con los mojados labios entreabiertos, en una semisonrisa de felicidad.
Temprano volvimos. El “Milico”, nos recibió con su sonrisa zorruna, diciendo:
-¿Livianitos los perlas, no?- Me puse colorado pero lo miré de frente con un airecillo superior que él tomó a broma:
-¡Qué muchachos éstos!- Agregó- ¡Yo los quiero ver en ocho días más!- No entendí lo que quiso decirme.- A Juanito le pediría mas tarde que me explicara.
Me sentía cansado pero satisfecho.- El nuevo conocimiento me hacía sentirme más hombre, dándome nueva confianza en mi mismo.- El recuerdo de la mujer no influía en nada, pero el hecho de haberla poseído me hacía mirar la vida bajo otro aspecto.- Una especie de dominio sobre las cosas adquirí.- En medio de mi modorra sentí que algo se deslizaba en mi pelo, era la enfermera que nos atendía en el turno de la mañana.- Con el termómetro en la mano me alborotaba el cabello:
-¡Ya flojo, no se haga el dormido!- Póngase su termómetro.- Tomé el helado instrumento de vidrio y lo acomodé bajo la axila. Miré la cara morena y bondadosa que me sonreía.- Tenía unos hermosos ojos castaños. El pelo ordenado bajo la toca, era de un negro puro y brillante.- Nunca había advertido tantos detalles en ella hasta entones, siempre la miré sólo como a una delicada figura blanca entrando y saliendo de la sala con un paso rápido y elástico. Su mismo nombre me sonaba nuevo; por oírlo dije cuando se retiraba:
-¡Señorita Eliana, me… trae un mejoral por favor!
-¡Yaa… un momentito, regalón!- contestó.
No me explicaba por qué, pero al oírla mi corazón brincaba feliz.
Llegaron los mozos con el almuerzo y nos sentamos en las camas mirando con apetito el vahear de la comida en los fondos.- “Pérez Prado”, entre tos y tos dijo haciéndole una mueca al plato con chuchoca:
-Cuando me mejore y me den el alta, lo primero que haré será tirarle un plato de chuchoca por el traste a la Ecónoma.- Risas por aquí y por allá.- Sin embargo, todos nos comimos el guiso. Trajeron el segundo plato y volvió a hablar “Pérez Prado”, que parecía estar en su mañana por lo alegre:
-Siguen desfilando las suculentas viandas; con una semana así, los bacilos de Koch le van a entregar nuestro esqueleto limpio al Dr. García.- Más risas y movimientos de cabeza aprobadores.
De una a tres de la tarde, había de hacerse el reposo en un silencio absoluto.- De vez en cuando se oía una tos ahogada y profunda.- Las dos horas me parecieron tremendamente largas.- Al sonar el timbre fui de los primeros en levantarme.- Pregunté a la enfermera si me tenía alguna carta: -¡No, señor, ninguna, su novia lo ha olvidado!- dijo bromeando.- ¿Porqué tendría que tratarme siempre como un niño?, me pregunté enrabiado.
Nuestra espada de Damocles era la toracoplastia.- Cada fin de mes, después del examen de rayos X, temíamos que el médico nos dijera: -bien… bien, hasta aquí, su enfermedad se muestra rebelde. Esperaremos un mes más y si el resultado es igual lo mandaré a Cirugía para proceder a su operación.- Habíamos visto muchos enfermos después de operados. El hombro caído, chupado, y a veces, el brazo sin movimiento. Con la amenaza además de enfermar el otro pulmón sin la esperanza de mejoría. Después de cada control nuestro sistema nervioso dejaba una huella visible de ansiedad y miedo en nosotros. La historia de Ferrada se contaba a veces en un marco de tensión entre los oyentes. Tenía una caverna en el pulmón derecho; en un año de reposo siguió inalterable. Decidido a todo pidió la operación; en unos cuantos días quedo listo para ser operado.
Después de aspirar el éter no se siente nada; el largo corte del bisturí alrededor del omóplato y vertical sobre el tórax, el trac-trac siniestro sobre las costillas, ni la presión de las pleuras sobre el pulmón herido, oprimiéndole. Ferrada, sin volver aún completamente de los efectos de la anestesia, se llevó las manos al pecho. Anchas vendas le oprimían casi ahogándole, la enfermera corrió pidiendo oxígeno. Le ajustó la mascarilla y abrió la llave. Las aletas de goma se abrían y cerraban como las agallas de un pez, y se fueron quedando quietas hasta cesar todo movimiento.
La operación se le había practicado sobre el pulmón sano. El que se iba a Cirugía lo hacía dispuesto a encontrarse con la muerte.
Una noche fría, limpia, de Junio, poco antes que apagaran las luces, entre el ruido de algunas transmisiones radiales, oímos el chillido agorero de un chuncho:
-Uno que va a morir esta noche- dijo filosóficamente un compañero, y el pájaro, como si le hubiese escuchado y comprendido, repitió su tañido de muerte. Nos dormimos inquietos, sobresaltados por supersticioso temor.
La señorita Eliana llegaba a las ocho, saludándonos con su eterna sonrisa luminosa. Hasta el crujir de su uniforme almidonado nos era familiar. Al ir a entregarnos nuestros termómetros nos dio la noticia:
-Anoche se ahorcó el aislado del cuarto.-
-¡Quiubo!, ¿no les dije?- saltó el agorero de la noche anterior- El aislado era un enfermo que ocupaba un cuarto solo. Estaba en el último grado de la enfermedad.- De todas maneras, habría muerto la próxima semana- Agregó la señorita Eliana- y salió de la sala con aire triste velándole el rostro.
Puntual recibí la carta de Eleonora. Casi nunca me hablaba de sí misma. Haciendo una excepción, se explayaba en largos detalles de su vida familiar en un pueblecito del valle central.
“Miguel.
Nunca, tú sabes hablo de mi familia, pero, ahora, tengo una necesidad enorme de contar cosas simples que suceden en el transcurrir diario. Por ejemplo, como cuando mi hermanito al acompañarme al colegio, miraba celoso la compañía de algún amigo de mi edad. Observaba, con un sentimiento de íntima satisfacción los gestos que los celos reflejaban en la cara de Adrián. Sus siete años de pequeño hombrecito, crecían en mi imaginación, viéndole mirar desconfiado cualquier frase o mirada que se me dirigiera. A veces provocaba ese sentimiento para sentirme amada y protegida al mismo tiempo. Ayer te vi cuando salías con un compañero. Nunca te había visto tan de cerca. Ibas muy guapo y alegre. Me sentí feliz de que así fuera. Tenemos nosotros tan pocos momentos de felicidad que cada segundo pleno de satisfacción debemos guardarlo como un pequeño tesoro. Yo era la rubia fea y pálida que te levantó la mano desde el balcón, a escondidas de la enfermera.”
Había advertido el gesto tímido de sus dedos cuando pasamos frente al pabellón de mujeres. Decirme que era fea lo tomé como un gesto de infantil coquetería. Su rostro fino y triste había brillado en una sonrisa que la hizo aún más hermosa. Sentía por ella una ternura grande, que a veces me ahogaba, incapaz de contenerla en mi cuerpo aún de niño. No sé si sería por la situación misma en que nos encontrábamos, pero, hasta hoy, ninguna mujer me ha hecho sentir lo que entonces. Es curioso, cómo, sin hablarnos jamás, nos llegamos a conocer tan profundamente, y es que en cada carta desnudábamos el alma como ante un altar sagrado, sólo conocido por los dos. Las palabras parecían latir nuestros deseos y emociones. A pesar de emplearlas todo el mundo, en nosotros tenían un significado especial que nos era íntimamente conocido. Le gustaba que le describiera los paisajes que yo le decía “mojados” del sur. La complacía disipando al mismo tiempo mi nostalgia que era grande, por los ríos, los montes, y lo que le parecía increíble, las lluvias torrenciales e interminables. De todas las manifestaciones de la naturaleza, con la que me siento más íntimamente ligado, es la lluvia. La siento como un ser consciente y poderoso, dotada de un lenguaje propio: suave y triste en la llovizna, imperativa y potente en el caudal desatado. Con todo un carácter en sus diversas facetas. En esta zona, donde está prácticamente ausente, la extrañaba igual que a una amiga querida. Eleonora, con un sentido más práctico de las cosas me decía que mi cuerpo debía ser todo agua.
Uno de nuestros compañeros había sido dado de alta. El “Milico”, Juanito, “Pérez Prado” y los demás de quienes sólo recuerdo los rostros, barajaban suposiciones deseando que fuera un viejito con unas siete hijas el que viniera a ocupar la cama vacía.- Se llevaron un chasco.- El “nuevo” era un hombre de unos treinta años, alto, rubio, de ojos azules que la enfermedad hacía parecer más intensos.
Las llegadas se caracterizaban por un silencio observador, a veces molesto.- Era como si antes de aceptar al recién llegado se dejara a éste la oportunidad para demostrar su valer. A todos nos había pasado igual. Con don Martín fue diferente.- Un silencio de quince días lo demostró.- No creo que en ese lapso pronunciara más de dos o tres frases, las necesarias para aclarar algo importante.- Me daba la impresión de un ser herido, no sólo física sino también espiritualmente.- La enfermedad deja en el rostro huellas que son casi cicatrices; en don Martín se veían nítidas; la lucha desarrollada en su organismo se podía leer a través de ellas.- Dos líneas profundas alrededor de la boca, agrietada en un gesto amargo, la frente amplia, surcada, me recordaba, no sé porqué esos campos erosionados de mi tierra.
El silencio lleno de tristeza que lo envolvía influyó considerablemente en nuestra diaria rutina.- No se escucharon más los garabatos de “Pérez Prado”.- Pareció comprender instintivamente que algo más profundo que a nosotros le hería.- Era el suyo, creo, el mejor homenaje de bondad humana que podía ofrecer.- Se unió una mañana en que, de la biblioteca pasaron pidiéndonos las listas de libros.- Yo estaba indeciso por las obras a elegir.- Conocía la mayoría de las colecciones de aventuras, y pedía algo más serio, pero no sabía qué.- don Martín venía desde el control mensual. Viéndome indeciso sobre el catálogo, mordisqueando el lápiz se me acercó diciendo:
- A ver, joven Miguel, yo le ayudaré un poco- Acto seguido recorrió las listas y me entregó una terminada.- Agregó:
Después de leerlos los comentaremos, nos servirá a todos.- Así empezó nuestra amistad en la que tanto gané.-
¿Quién sacó el tema a colación? No recuerdo.- Lo cierto es que de improviso la sala se encontró estremecida por voces coléricas que defendían sus puntos de vista.
Yo creo en Dios, decía Juanito.- El existe en su reino así como también existen el infierno y el purgatorio.
-¡Claro!- terció irónicamente el “Milico”:
- ¡Es un viejito con un bastón de oro sentado en un sillón de luz!
-¡Por favor, no me hagan reír que tengo los labios partidos!
-Algunas risas le contestaron.- Juanito le lanzó una mirada furiosa e impotente.- Preguntó:
-¿Entonces por qué vivimos?
-El “Milico” pensó un momento y respondió:
-Supongo que para darnos a nuestros hijos, servir a la patria y pasarlo bien.- Y tú cabro.- ¿Qué crees? Me preguntaron.- Casualmente leía “El origen del hombre” de Darwin.- Les dije:
-El hombre desciende del mono y creo en la Naturaleza.- Acto seguido fingí enfrascarme en la lectura del libro.- A ratos les espiaba esperando su reacción.- Miren que es… dijo el “Pérez Prado”- rota toda diplomacia.- Sus ojos casi asustados me miraban estupefactos.
-¡Entonces, Adán y Eva, la Iglesia y todo lo demás…!
Alguien gritó:
-¡La Iglesia es un instrumento del capital. A Jesucristo lo han explotado casi dos mil años y todavía siguen viviendo a sus expensas.- El recuerdo de un hombre les da techo, pan y abrigo y otras cositas.- Es algo tan inmundo que por favor no lo mezclen aquí!-
-¡Miren!- siguió:
-Trabajé seis años en Sewel.- Aquí estoy tuberculoso, cagado.- ¿Alguno de esos curas ha elevado su voz en defensa de los que como yo morimos como perros?- Un acceso de tos lo hizo callar.- Una gruesa vena, azul e hinchada le cruzaba la frente.-
-Don Martín, que hasta entonces no había pronunciado palabra se enderezó un poco en la cama y habló:
-Diré algo, no sé si aclararé o enredaré más lo que discuten, de todas maneras mi intención habrá sido ordenar esta batahola. Empezando, tenemos el problema de, si Dios existe o no.- Esa creencia es relativa, unos, como Juanito, piensan que es un ser, otros creerán que es algo entre lo material e intangible y lo simbolizarán en un astro o que se yo. Así, una diversidad de creencias.
Tenemos otro problema, y es el de la existencia de las cosas.- ¿Fueron creadas o han existido siempre?.- Me inclino por lo último.- Admito en la materia lo que podría llamar deseo o apetencia de forma pensante.- Por esto creo que el hombre es un efecto en su transmutación constante.- Su Dios, está en si mismo. Es su fuerza anímica, que a veces, no puede contener. Es como un demonio que lo arrastra siempre adelante, a buscarse, a comprenderse. A veces su búsqueda la sitúa en los fenómenos físicos y así ha llegado a los grandes descubrimientos que pueden ser su pérdida o su salvación. Si llegara a entender el alcance de esa energía que lo posee, podría ser infinitamente feliz, pero antes de esto está su conquista material. Nuestro sistema actual nos ocupa casi todas las horas de vigilia en procurarnos nuestro alimento. En consecuencia, el trabajo excesivo ahoga nuestra inquietud espiritual. Debemos darnos entonces, un sistema que ponga a nuestro alcance no sólo un pan mal amado, sino también, las herramientas necesarias para desarrollarnos intelectualmente. Será la única forma en que con justicia, podremos llamarnos “hombres”. Ahora sólo somos una máquina humana que da tanta utilidad mensual al patrón o tal puntaje en el dividendo de la Compañía X. ¿En qué se emplea nuestro sudor?, convertido en oro, arrancado en el fondo de las minas, en la pampa o en la fábrica. ¿En dar a nuestros hijos una instrucción mejor que la que recibió el padre? - ¡No!- En el palacete, en el Cadillac, en el nylon de la “señorita”, en cubrir las barrabasadas que cometió el Sr. Accionista en su juerguita semanal. Una vez superada toda esta inmundicia podremos aspirar a conocernos, a desentrañar el misterio que es todo el Universo.
Un silencio profundo siguió a las palabras de don Martín. Nos quedamos mirando el techo, embebidos en nuestro pensamiento.- Yo pensaba: “Aquí hay harto pan para mascar”.
Un torbellino de ideas me sacudía. Nunca me había planteado seriamente el problema del por qué de la existencia. Mi afirmación de ahora, “y creo en la naturaleza” la había dicho por haberla oído en alguna parte. No habría sabido explicar su exacto significado.
Ante mi, la figura de don Martín adquirió contornos de semidiós. De todo lo que hablara comprendí muy poco. Me dije “desde hoy, Miguel, tratarás de aprender mucho para comprender las ideas de este señor y poder ser algún día como él”.
“No tires del tiempo como caballo cansado. Cada minuto tiene su encanto, su vida propia y magnífica. Tienes que saber encontrarle ese lado a la existencia para salir adelante. Ahora, tu preocupación inmediata es la de mejorarte. Más tarde será tu lucha por la vida, si no poseen tus padres una “situación holgada” – como dicen los burgueses de mi pueblo- y a continuación serán tu hogar, los hijos y el que elijas por esposo con sus muchos errores los que tengas que enfrentar. Hasta a la más amarga experiencia tienes que aprender a arrancarle su mínimo cáliz feliz”. – Así le escribía a Eleonora- Hoy, a varios años de esos días, sonría al recordar que esas palabras se las oía a don Martín en sus momentos de expansión conmigo. Cierta vez me atreví a preguntarle porqué no aplicaba a su propio caso esa teoría y sonrío diciendo:
No es necesario que la felicidad se manifieste en una sonrisa constante. Aunque tengo sobrados motivos de tristeza, como no los imaginarás nunca, mi alegría es íntima y casi plena.
Su silencio característico lo rodeó. Sentí haberle provocado recuerdos muy tristes y aunque una curiosidad casi morbosa me empujaba a desear su secreto, me callé respetando su momentánea huida a la realidad. Nunca pude saber que honda amargura le aislaba a veces.
Le tenía un afecto mezclado de admiración. El parecía saberlo y me retribuía ayudándome a ampliar mis escasos conocimientos. Luego de leer los libros que me recomendaba, me hacía comentarlos y presentarle un resumen escrito. Era un maestro que nunca tuvo momentos de mal humor; algo de padre a hijo nos ligaba; pero hubo días que nuestra amistad sufrió aguda crisis. La señorita Eliana fue la causa indirecta; mis miradas hacia ella se hacían codiciosas y atrevidas. Una mañana, al ir a entregarme el termómetro lo advirtió. Al inclinarse dejó ver los pechos que aparecían potentes bajo la delgada tela del uniforme. Una oleada de sangre me hizo latir las sienes, mis pupilas cayeron como un aguilucho hambriento sobre ellos. Roja y trémula, me dijo en un susurro:
-¡Mocoso tonto…!-
Rápidamente abandonó la sala- En el aire flotaba su olor, y casi en éxtasis repetía mentalmente: Eliana… Eliana…
En adelante, su actitud hacia mi, varió. No me hizo más bromas; al entregarme algo, retiraba rápidamente la mano, evitando el contacto. Me miraba desconfiada y confusa. El cambio me hería, maldiciéndome al mismo tiempo por dejarme llevar de mis impulsos. Sentía la falta de sus travesuras, de su sonrisa que antes me llenaba de felicidad.
Pasaron varios días y las cosas siguieron igual. Don Martín estaba con un fuerte resfrío, le aplicaban diariamente una inyección de calcio; y un día entró la señorita Eliana acercándose hasta la cama de don Martín. Le subió la manga y apretó con un fuerte elástico el bícep marchito. Como si presintiera algo, a hurtadillas le espiaba. La aguja se perdió en la vena hinchada, hasta quedar vacío el depósito de la jeringa.- La enfermera sacó con cuidado el instrumento y suavemente frotó con un algodón empapado en alcohol la leve herida. En ese momento se miraron. Como suspendidos en un mundo propio, asateándose con las pupilas, bebiéndose lentamente en un minuto que fue para mí un infierno.
-¿Era impresión o algo se me desgarraba dentro? Una sensación de vacío y angustia me oprimía. Encerrado en hermético mutismo, dejé pasar las horas sintiendo como los celos me destruían poco a poco. En esa lucha sorda y silenciosa, no cupo jamás el recuerdo de Eleonora – Era lo suyo tan distinto, que guardaba en mí un recuerdo aparte, intocable. Después, instintivamente me refugié en sus cartas, quería impregnarme de su pensamiento limpio y sano, hacer de su pureza un escudo contra todo lo malo que pudiera ocurrirme.
Evitaba hablar con don Martín; en mi mudez quería reprocharle lo que consideraba su deslealtad. Nunca le hablé de ello, una timidez a explicarme me hacía callar, tampoco supe nunca si se dio cuenta o no, a que obedecía mi hosco silencio. Paulatinamente fui olvidando el incidente hasta borrarse toda huella.
Pasaba el año de mi ingreso; en ese largo tiempo muy poco había mejorado, y el médico me preparaba el ánimo para la operación. En este control se decidiría mi suerte.
Esperaba mi turno con las palmas húmedas por la impaciencia. Al oír el llanto casi corrí a la oficina. El facultativo examinaba dos radiografías, iluminadas por una ampolleta tras un vidrio. Me explico:
-Estas manchas que Ud. ve, corresponden a la fecha de su ingreso al sanatorio- su dedo recorría lentamente la silueta del pulmón herido, - y aquí- prosiguió- está la que le tomaron hace diez días. Sólo hay una ligera diferencia. En consideración a su edad hemos esperado tanto tiempo, pero tiene que decidirse. Sabía a que se refería al decirme “decidirse”. Un miedo que era casi pánico me atenaceaba; no sabía que responder, unos deseos de llorar me acometieron. Logré controlarme y le respondí con un temblor en la voz:
-¿No… no podríamos esperar un poco más, doctor…?
-Aunque acostumbrado a cosas peores, dejó ver en el rostro un poco de simpatía; tuve un segundo de esperanzas, pero no fue más que eso: un segundo. Volvió a decir:
-Lo siento muchacho.- Podríamos esperar otro poco y librarte de una semi invalidez, pero hay miles de enfermos esperando por tu cama, y mi deber es mejorarte, no importa como. Si no quieres la operación tendrás que volver a tu casa.
Salí con el ánimo hecho pedazos. En la sala, al verme llegar, me preguntaron inmediatamente:
-¿Te ofrecieron la Toro?, no tuve el valor para responderles. Un semi letargo me envolvió toda la mañana. Ideas disparatadas se me ocurrían; un sin fin de preguntas me hacía. ¿Sería mejor matarme? ¡No! No tendría valor. Aunque pensándolo bien, sería lo mejor. Demasiado tiempo había sido una carga para mi madre. Y después de operado, ¿Cuántos años viviendo con ese maldito complejo? ¿Por qué enfermaría? Un tormento mayor no pudo ser ese día. Un compañero tuvo la misma sentencia; más resignado dijo:
-En la salida de este mes me pego la última farra, y después al matadero.
Después de diez días de sobresalto, un diario nos hizo poco menos que saltar de alegría. En Estados Unidos se había ensayado con éxito la estreptomicina. La noticia corrió increíblemente rápida. Una esperanza grande nos conmovió. Enfermos desahuciados se recobraban en pocos meses. Era volver a la vida después de su aplicación. Se me presentó un obstáculo. La serie de inyecciones costaba un dineral y estaba fuera de mi alcance. Luego de luchar con mis escrúpulos le escribí a mi madre planteándole el problema. No vaciló. Al poco tiempo llegó el dinero necesario. Más tarde, cuando volví a casa, la máquina de coser, recuerdo de mejores días, ya no estaba en su lugar habitual.
Un pinchazo diario en el brazo o en las nalgas debíamos sufrir. A los dos meses, una nueva radiografía me mostró el pulmón casi limpio. La amenaza de la “Toro” se había esfumado. Me gané el reposo relativo. La mañana la dedicaba a leer y por la tarde fabricaba pequeños barquitos de madera. A las doce, al prepararnos para bajar para el almuerzo, lograba ver a Eleonora. Ella desde tiempo atrás “subía”. A veces rogaba porque nos dieran de alta juntos y hacíamos planes para cuando saliéramos; me decía que pensaba estudiar:
-Todavía soy joven, tengo catorce años y me gustaría ser enfermera. Esperaré a que tú te recibas y después… lo que hemos hablado antes. Mi futuro material lo veía oscuro, así es que a sus palabras entusiastas, llenas de fe en mí, no teniendo el valor de defraudarla tampoco las alentaba.
Después de tanto gasto originado por mi enfermedad, la necesidad de trabajar, de ganar algo, se antepuso a mi anhelo de seguir estudiando. La vergüenza de mi vida inútil me hacía mirar el trabajo como una manera de elevarme en el concepto de los demás y de mi mismo. En este estado de ánimo, ¿qué podía prometer?
Desde la sala vecina me pidieron prestada una bolsa para agua caliente. Sospeché para que sería –cualquier día, es decir noche, el rondín los va a pillar, y si no les mete una bala por lo menos les darán el alta disciplinaria- pensé. El rondín hacía guardia toda la noche alrededor de los pabellones y no sería difícil que los sorprendieran en una de las escapadas que hacían periódicamente hasta el poblado más cercano. Pero las “bacanales” son tentadoras – decía el “Milico”.
Esperaron que la enfermera se retirara y saltaron sin ruido de la cama. “Pérez Prado” los acompañaba; a ratos, ahogaba la tos en un pañuelo; -¡cállate, mierda!- dijo alguno en voz baja. Enseguida desaparecieron confundidos con la noche. Pronto me dormí. En la sala quedamos solos con don Martín.
Un disparo seco me despertó, la oscuridad era aún completa; miré las camas de mis compañeros. No sabía si habían regresado o no. Las arreglaban tan bien… quedé un rato desvelado, con los ojos abiertos a las sombras. Un roce de pisadas cuidadosas junto a la ventana. Sombras saltando rápidas al piso que crujía a veces. En dos minutos se volvió a hacer el silencio. Pasaría una hora, algo echaba de menos, un ruido familiar al que ya estaba acostumbrado. ¡Tate! – me dije - ¡la tos de “Pérez Prado”! quise preguntarle por él a Juanito que ocupaba la cama inmediata, pero me hizo callar con un siseo asustado. ¿Qué demonios pasará? – me pregunté -. La oscuridad casi me consumía. La cama de Pérez Prado amaneció con la almohada imitando su cuerpo. Juanito me confió: -te voy a contar, pero no se te vaya a salir… cuando volvíamos anoche, lo habíamos pasado más bien que la comadre, al pasar el cerco, este cabrón… se puso a toser como condenado. Seguramente el rondín andaba cerca porque a poca altura de nuestras cabezas, pasaron silbando las municiones de su escopeta. Yo estaba con el poto a dos manos. Así es que apretamos, cada uno por su lado; lo único que recuerdo es que al saltar un zanjón oí un grito, no se si sería este jetón o alguno de las otras salas. Los “guateros” y las botellas tuvimos que botarlos porque hoy día se va a armar la grande. Cualquier cosa que te pregunten tienes que decir que no has oído nada. ¿Conforme?
¡Conforme! – le respondí, muy serio, sintiéndome un poquito héroe.
Recorriendo las salas venía la enfermera jefe, el médico del piso y el rondín. Vaciaban cada ropero en busca de licor o alguna huella de la escapada de la noche, pero nada encontraron. Al llegar a nosotros nos dijo el médico:
-Varios irresponsables se escaparon anoche, uno cayó a una zanja y está en Santiago con la columna vertebral quebrada. Deseo saber a qué hora salió y con quién, en caso contrario les daré el alta disciplinaria a todos. Acto seguido se retiraron.
Nos dirigíamos miradas a cuál más asustada: - Esta sí que es grande – me decía - ¿qué haré?- la idea del alta disciplinaria no tenía nada de halagadora. Me imaginaba cuánto le dolería a mi madre saber mi tratamiento interrumpido con mi salud aún a medias. Le pedí consejo a don Martín; admiré la tranquilidad en que parecía hallarse. Me dijo:
-Fueron unos brutos al salir y sería doloroso que te dieran el alta si te callas, pero sería una canallada si vendieras a tus compañeros. Tú sabes que no saliste, tienes tu conciencia tranquila. Si algo te preguntan respondes que no has salido y no oíste nada. Piensa en todo caso que tu problema moral es más pequeño que el que se le planteé a los culpables: el de arrastrar con ellos a los que nada tuvieron que hacer con el asunto.
Me tranquilicé un poco y esperé el curso de los acontecimientos. La solución vino de donde menos la esperábamos.
Desde varios días se anunciaba un paro general en el gremio hospitalario. Las continuas alzas en los artículos de primera necesidad hacían que los sueldos fueran insuficientes para cubrir los gastos normales de un hogar. No habiendo conseguido nada del gobierno habían decidido hacer efectiva la huelga. La mayoría de los enfermos tomaba esa perspectiva como una salida extraordinaria de esa cansadora rutina. Los mozos, con quienes intercambiábamos bromas, nos decían:
- Ya pus cabritos, firmes no más con estos torrantitos que los atienden
Nosotros les asegurábamos que la idea de una huelga no nos podía venir mejor. Pensábamos pasarlo bien en Santiago durante el tiempo que durase el conflicto.
Agotadas las conversaciones sin haberle encontrado solución a sus problemas, el gremio votó la huelga. Mis deseos de ir a Santiago no florecieron sin embargo. A todos los de provincias nos concentraron en un piso del pabellón de mujeres siendo atendidos por “milicos”. De mala gana nos tuvimos que conformar.
En la sala éramos cuatro, y cuatro voces protestaban por la comida. Estaba más mala que de costumbre; con los porotos, duros como piedras, les escribimos a nuestros asistentes en el piso de la sala: -Pelaos krumiros, váyanse a pajarear al regimiento.-
Mejor hubiese sido no hacerlo. Los “pelaos” nos dejaban para el final en el reparto de la comida; después de atender el resto de las salas nos daban “la raspadura e’la olla”
Nos habían ubicado en el cuarto piso. En el primero estaba Eleonora y justamente su sala quedaba bajo la mía. La subida a la terraza estaba momentáneamente suspendida; me desesperaba pensar que sólo cuatro pisos nos separaban. La vigilancia había aflojado considerablemente y planeé escurrirme en cuanto oscureciera.
Un conscripto paseaba a lo largo del pasillo que tendría unos sesenta metros de largo. En sus idas y venidas observé que en ningún momento se volvía a mirar hacia atrás. Esperé que pasara y crucé rápido hasta la escalera. Peldaño a peldaño descendí los cuatro pisos.
Para llegar a la sala de Eleonora tenía que caminar unos veinte metros desde la salida de la escalera. Sólo una mampara con gruesos vidrios empañados me separaba del corredor, al ir a abrirla oí voces de mujeres. Una decía:
-Pueda ser que esto termine mañana, coleguita, este día me dejó completamente rendida. ¡Yo no sé esta gente por Dios, mandarse a cambiar y dejar a estos pobres así tirados como si fuera…! ¡No! ¡No comprendo, Ud., ve, nuestra obligación de visitadoras es muy distinta a lo que hacemos ahora, pero nos sacrificamos…!
Me dieron ganas de decirle que comparara su sueldo con uno de los huelguistas, reaccionando a tiempo dejé en su lugar mi pensamiento y volví escaleras arriba. Seguir allí se me hacía peligroso, de sorprenderme era segura la disciplinaria.
En mi piso el guardia seguía paseándose. Un ligero deslizarme y estuve otra vez en mi cama. No podía dormir, miles de ideas bullían en mi cerebro. De pronto tuve una inspiración: una carretilla con hilo era todo lo que necesitaba. Desperté a mi compañero pidiéndosela, no tenía; fui donde otro, con un gruñido me echó a acostar. Descorazonado me deslicé furtivamente a mi cama, tiré la ropa con un gesto agrio, mis dedo se enredaron en el hilo de la sábana, ¡allí estaba la cosa! saqué con cuidado toda la costura y en pocos minutos empollaba un ovillito en mi mano. Rápidamente escribí en un papel unas cuantas letras, lo amarré lo más firme que pude y lo lancé al aire. Tendido en las baldosas del balcón maniobraba como un pescador. A poco sentí un leve tirón, me asomé. Una sombra batía una mano, contesté tirando del hilo. Pareció comprenderme. Pasaron unos minutos que sentí interminables. En el pasillo oía acompasados los golpes de los bototos del recluta contra la baldosa. En el pecho se me abría y cerraba rápido el corazón. De nuevo un tironcito leve. Empecé a enrollar el hilo, un papelito venia sujeto a su extremo. A la luz lunar que desaparecía a veces, reconocí la letra de Eleonora escrita apresuradamente:
“Recibí tu cartita. Eres muy astuto, cuidado con que te sorprendan, te quiere
Eleonora”
Lleno de orgullo por mi éxito, escribí otra vez lanzando el hilo hacia abajo. Las mismas señas de la vez anterior se repitieron. Repetí apresurado hasta tener el papel en mis manos:
“No seas loco, si no te pillan te vas a resfriar, acuéstate y sueña conmigo.
Te besa, Eleonora.”
No hice caso y volví a lanzar mi correo aéreo. De regreso me escribía:
“Miguelito, por favor no lo hagas, se podría desatar una sábana o cortar, y no quiero perderte por una locura. Ya nos veremos cuando seamos libres; acuéstate. Te quiere
E.”
P.D.: te quiere mucho, Quintín.
Desde abajo agitaba los brazos en un gesto negativo.
Traía mi cuarta misiva, en mi alegría perdí toda prudencia y me puse de pie para recoger más pronto el hilo. Ya tenía el papel y me preparaba a leerlo cuando sentí una mano apretarse sobre mi hombro. Era el conscripto, me dijo:
-¡Venga!
En la oficina me ordenó sentarme y salió. Instantes después llego un oficial; preguntó:
-¿Por qué quería hacerlo?-
Su cara no tenía la severidad que esperaba en ese caso. ¡Claro que el “pelao” no había visto nada, pero siempre…! Estaba extrañado de la pregunta. En ningún momento adiviné lo que quería decirme. –Comprendo tu caso- siguió- pero ¿por qué pensar en el suicidio? seguramente mejoraras y de vuelta donde tus padres puedes reiniciar tu vida normal. Eres demasiado joven como para pensar en extremos como ese.
Tendría unos treinta y seis años; su rostro curtido y moreno era franco y cordial. En ese momento tenía una especia de dolor impreso en cada gesto, pero aún así, el deseo de reírme casi me brotaba en la cara. Traspiraba por el esfuerzo que hacía para no estallar en carcajadas. Le contesté lo más seriamente que pude: -No sé… Señor la desesperación…lo amargado… la comida mala… mi familia tan lejos…
Incliné la cabeza en un gesto patético. La mano del oficial cayó alentadora en mi hombro mientras me decía sinceramente acongojado:
-M’hijo, no se torture más. Acuéstese tranquilo y no se preocupe por la comida, de eso me encargo yo.
Dormí feliz, como no hacía meses; en mi almuerzo del día siguiente venía un trozo de pollo. Mis compañeros, ignorando mi aventura, me dijeron que era un “chupamedias” de los milicos.
Con el ajetreo ocasionado por la huelga el médico pareció olvidar la aventura que casi le costó la vida a “Pérez Prado”; de éste nunca más volvimos a saber.
-Estuve otra vez allá- me decía Juanito -¡madre mía, que noche!
-Yo no voy más- le aseguré.
-No seai tonto Miguel, eso que te dijo el “Milico” fue por asustarte; a mí nunca me han jodío y eso que casi vivía allá.
-Es que… suponte que alguna vez me frieguen, y dicen que después los hijos salen toos chuecos, mirando p’al lao y así… no me dejó terminar, una carcajada le cruzaba de oreja a oreja.
-Mírenlo, pensando en casarse… ¿sabís lo que es eso? mira cabrito…- se acomodó en la cama poniéndose serio:
- A las mujeres… tomarlas y dejarlas, si te empanizas.
… terminó la frase cortando el aire con la palma extendida y sacando el labio inferior despectivamente. Me revolví incómodo en el lecho, me dolía oírlo, pero tampoco deseaba refutar sus ideas. De hacerlo, seguramente le habría contado lo de Eleonora y a ella por ningún motivo la habría mezclado en algo parecido. El almuerzo interrumpió nuestra conversación.
¿Y… ganamos la huelga o no?- pregunté a uno de los mozos que me pasaba un plato en ese momento.- Claro pu’ñor, no somos ningunos ratones p’a haberla perdío!- lo quedé mirando mientras imaginaba los desfiles por las calles entre gritos y saludos. Mi idea de una huelga era confusa: un entretejido de personajes gesticulantes ante alguien que no lograba fijar en la retina de mi imaginación. Ideal y lucha se mezclaban en mi búsqueda del significado de esa palabra.
La huelga había mejorado un poco los sueldos, pero no la comida. Seguía igual de mala, suspiré recordando el pollo que ganara en mi aventura.
Cierta mañana al volver de la terraza, a las doce, sorprendí a mis compañeros con una sonrisa de complicidad bailándole en los labios… todos tenían un objeto de metal fuertemente apretado entre las manos. Don Martín permanecía inmutable. Les miré intrigado, sin acertar con el motivo; revisé mi cama, a veces me encontraba con la sorpresa de las sábanas cortas o cualquier broma parecida, pero no había nada semejante. Con un encogimiento de hombros me aprestaba a salir cuando el “Milico” me dijo por lo bajo indicando la cama que había ocupado “Pérez Prado”: -Es cura-
Un nuevo había llegado, pero ¿sería efectivamente un cura? el grito del ascensorista instándonos a subir puso fin a mis preguntas. Total –pensé- un nuevo compañero.
Era un cura de verdad, los primeros días pasó inadvertido; en los limitados quehaceres, era un enfermo más buscando su recuperación. Su rostro era un círculo, sólo un poco irregular en la barbilla. Después de observarlo Juanito me dijo:
-¿Sabís como le pusieron al cura?-
-No- repuse –mordiéndome la curiosidad.
-Le pusieron Cara e’ plato. ¿No vís que tiene la cara redondita?- agregó con una risita divertida.
El chitón de la enfermera nos hizo callar. Luego que pasó en su ronda por el pasillo, le pregunté:
-Te ríes del cura, ¿y no eres tan católico?-
-¡Bah! a estos barretas les tengo tirria. ¿No viste que todos agarraron fierro cuando llegó? Creo que Dios no tiene ná que ver con estos gallos- otra vez el problemita –me dije- siempre, después de tocar ese tema caía en enorme confusión. No creo que buscara la explicación por una necesidad religiosa, no, no sentía el deseo de asirme a algo ilógico sencillamente.
La lectura y lecciones de don Martín me habían dado una madurez prematura. Gracias a eso me formé una conciencia de mí mismo. Me descubrió la fortaleza moral que me hacía mirar las cosas con una necesidad que antes desconocía. De ahí, que mi interés por lo desconocido era buscarle una explicación lógica a Dios, envuelto en la maraña mística de la religión. Por esos días escribí este poema:
A veces
me hiere entero
el deseo de saber,
y cada fibra de mi cuerpo trémulo
es una pregunta al Universo
¿Quién soy?
¿Por qué existo?
¿Seré acaso la última
pensante página de la historia del mundo?
Es todo tan pequeño…
… o tan inmenso
que no puedo concebirlo
y mi intuición se pierde
entre explosiones de preguntas;
interrogo el alma
de las cosas que otros han llamado muertas
y su lenguaje extraño
lleno de ansias
de curiosidad insatisfecha
me ha llenado de miedo.
El poder tremendo de la materia viva
pareció envolverme
y el eco huyó de mí
multiplicado
con mi miedo.
Quizás…
si por presentir que un día
la respuesta a todo
la encontraré en mí mismo.
Orgulloso de mí obra se la dí a leer a don Martín:
-No sé- dijo – no entiendo de poesía, pero comprendo un poco lo que quieres decir. ¿Qué opina Ud?- agregó –tendiéndole el papel al cura; éste la leyó y al contestar, fijó en mi sus ojos redondos e indignados.- ¡Sacrílega e inmoral!- sentenció -¡Increíble en un mocoso como él, tan necesitado de la mano de Dios!-
-Sacrílega sí, desde su punto de vista, -alegó mi amigo saliendo en mi defensa, pero no entiendo por qué ha de ser inmoral.
-Inmoral- replicó el cura –porque la base de la moral está en el temor, y el parece no tener temor a nada.
-Es cuestión de principios- agregó don Martín –para mí, la base de la moral está en la justicia; ésta le crea a Ud. una conciencia efectiva de lo bueno y lo malo. Su teoría en cambio, creo que está construida sobre una base falsa. Suponga que un día por A B o C deje de creer en Dios, de temerle; automáticamente se convierte en un ser inmoral porque ya el temor no existe y deja libres los apetitos que antes contenía.-
Me sentía como entre dos fuegos… en mi fuero interno maldecía la innecesaria violencia con que me contestó el cura. No le tenía simpatía ni lo contrario, pero estaba deseando que perdiera la batalla que el mismo había buscado.
-Si un día deja Ud. de creer en la justicia ¿no está sujeto al mismo derrumbe que me plantea?- arguyó el cura
-Es diferente, el temor lo lleva a Ud. como un dique contra la inmoralidad. Su fuerza es un falso concepto. La justicia en cambio está por encima de momentáneos derrumbes psíquicos. Permanece inmutable ante el desquiciamiento del individuo.-
-¿Debo entender por eso que identifica a Dios con la justicia?- preguntó el cura.
-Puede ser- aceptó mi defensor –aunque mi concepción de Dios difiera de la suya y nos aleja de lo que discutimos.
La Srta. Eliana entró diciendo:
-Ya, ya, menos alegato y a reposar se ha dicho
La miré disgustado, también poseído de casi fiebre metafísica, prácticamente bebía las palabras que se cruzaban.
Tendido en una especie de catre de campaña en la terraza, miraba el vuelo lento de un cóndor casi confundido con la comba del cielo. Durante unos segundos pareció quedar inmóvil y luego picó a tierra a velocidad vertiginosa.
Los picachos de los Andes los cubría el gorro blanco de la nieve. El aire lleno de vitalidad me hizo sentir como en una jaula. El golpe potente de la naturaleza me hacía vivir de nuevo. Unas ansias de gritar, de correr interminablemente me acometieron; nueva vida agitaba mi cuerpo. Sentía una fuerza posesionarse de mis músculos y nervios hasta tensarlos como una cuerda. El recuerdo de las palabras del médico afloró a mi memoria:
-No corra ni se apresure para nada, sólo así podrá recuperarse- ¿Hasta cuándo diablos tendría que seguir allí?
Volvimos a salir con Juanito y caminábamos felices por la Alameda. Entre el bullicio de los automóviles y el berrear de las bocinas, los álamos tendían un rumor de aguas sobre la avenida. Cerca del Sta. Lucía un grupo de muchachos gesticulaba en coro, -¿vamos?- me invitó Juanito –mirándome entusiasmado. Era una protesta contra el alza de la movilización. Sintiéndonos un poco estudiantes les seguimos, gritando como el más entusiasta. Me sentía parte del grupo y de mi pecho ya brotaba el deseo de gritarles mi amistad. Habría dado mi vida por sentirme su compañero. Ya no me sentía un inútil. En el calor humano que brotaba de esa adolescencia, ¿había encontrado significación en mi vida?
Bajamos por Ahumada, en las esquinas las gentes nos aplaudían uniéndosenos algunos. Así, hasta la Plaza de Armas fuimos muchos los que llegamos. Un estudiante se paró sobre un banco arengándonos con sonoras palabras: ¡compañeros!
Desde los cuatro costados de la plaza brotaron grupos de carabineros; a paso forzado avanzaban hacia nosotros. Quisimos retirarnos por Estado, pero también esa calle estaba guardada. Le oí decir a Juanito previniéndome:
-Cuidado, Miguel, con un golpe que nos dé un paco en el espinazo estamos…
Una lluvia de palos caía sobre los estudiantes. Miedo, rabia, impotencia, reflejaban los rostros que pasaban junto a nosotros. Con la espalda favorecida por un miro de quiosco tratábamos de pasar inadvertidos. Vimos un paso libre hacia la Catedral y corrimos como liebres en esa dirección. Poco antes de llegar a la esquina, desde atrás de un auto surgió un carabinero con la luma en alto. Se disponía a descargar el golpe sobre la espalda de mi amigo cuando lo puse sobre aviso con un fuerte grito. Instantáneamente el palo cambió de dirección viniendo recto a mi cabeza. En el último momento logré parar el golpe con el antebrazo izquierdo. Un dolor agudo me adormeció todo el lado y un sudorcito frío empezó a brotarme por la frente. Sobreponiéndome me enderecé un poco y seguimos corriendo hasta ganar la calle. Agotado y dolorido me apoyé en las piedras de la Catedral; mirando hacia arriba me pregunté indignado: ¿a quién protegen estos muros? A pocos pasos de mí, Juanito, con los puños apretados y los ojos brillantes de rabia, casi llorando gritaba:
-¡Pacos… algún día…!
Nuestro regreso no tuvo la alegría de otras veces. Me preocupaba el golpe recibido. Un cardenal rojo me cubría casi todo el antebrazo, pero a pesar del dolor que no desaparecía completamente y el magullón, íntimamente una gran alegría me embargaba. Me parecía que ese golpe me acercaba a mis desconocidos compañeros del día anterior, y el solo pensarlo me enorgullecía.
Era domingo. La cercanía de la primavera se advertía en el aire. Me levanté temprano pensando en ganar un lavatorio antes de formar en la fila, como teníamos por costumbre. Con la toalla arrollada al cuello a modo de bufanda, el cepillo de dientes y el jabón, me dirigí al toilett, pero perecía haber perdido mi madrugada, estaba todo ocupado. Un compañero de mi sala (que fuera minero en Sewel) al verme me llamó:
-¡Eh! ¡Guacho, espere un poquito! Enseguida le desocupo. Al lado suyo un gordo un poco entrado en años, se afeitaba metódicamente; al desnudarme el torso y empezar a cubrirme de jabón, extendió una mano presionando sobre mi espalda:
-¡Cabrito, rico… quien pudiera ser tuyo…!- exclamó poniendo los ojos en blanco. En ese momento tenía la jabonera en la mano y le lancé un golpe medio a ciegas. Debo haberle acertado en la nuez porque retrocedió unos pasos con unos raros sonidos escapándoseles de la garganta. Sin esperar que reaccionara me prestaba a lanzarme sobre él, pero me detuvo conteniéndome por los brazos el compañero que me cediera el lavatorio:
-¡Cálmese, guacho, no es pa’ tanto! ¡Y tú maricón- gritó a mi contendor –desaparece luego antes que te muela a patás! ¡Pero púchas que es malas pulgas Ud. Ñor!- me dijo medio en broma.
Cuando regresé a la sala ya sabían de mí casi pugilato y lo estaban comentando:
-A ese maricón deberían echarlo- decía mi defensor de un momento antes –hay tantos que hacen su necesidad con él que ya es porquería. Aquí debiera ser igual que en algunos sanatorios de Europa. Ahí todos los meses les llevan mujeres limpias, y así uno esta confiado. Nosotros debemos ir a los “callejones” o en la calle acarrearnos una buscona sin saber qué bichos nos van a premiar. ¡Es una porquería!
¿Y cómo se las arreglan los padrecitos? ¡Podrían darnos la receta!- preguntó irónicamente el “Milico”- el cura pareció no oírle porque siguió leyendo una revista que tenía entre manos.
-¿Y pa qué tienen la Chiruca?- agregó Juanito –yo la encuentro re’linda.
La Chiruca era una gata romana, regalona de todo el piso.
-¡Malditos!- exclamó el cura -¡Espero que Dios no oiga las barbaridades que dicen, Virgen santísima! ¿Dónde vine a caer?
-Pero, ¿porqué no nos da su receta?- volvió a insistir el “Milico” –así estaríamos en paz con Dios y la… la naturaleza digamos.
El fraile volvió a concentrar su atención en la lectura.
-¿Qué pasa aquí? - entró diciendo a modo de saludo la señorita Eliana. Esta es la sala más desordenada. Lo pasan discutiendo todo el día como si no tuvieran otra cosa que hacer. -¿Qué era ahora?- me preguntó.
Este… no sé, creo que nada- contesté tragando saliva.
Se retiró rápida, el pelo oscurísimo le azotaba suavemente las espaldas; bajo el uniforme estrecho y blanquísimo dejaba ver las formas ceñidas y ágiles. ¿Qué fuerza captaba de ella que al mirarla me hacía arder como un volcán?
¿De qué extrañas raíces nace la amistad? ¿son las mismas que nutren el amor, el odio, o el miedo? En las discusiones que siempre se suscitaban la voz de aquel enfermo que tomó mi partido en el toilett tenía un tono de amenaza, de odio, que me hacía evitarlo. No sé si por haberme defendido o por qué, lo cierto es que poco a poco nos fuimos haciendo amigos. Sus seis años en el Sewel lo habían convertido un poco en mineral –confesaba a veces- ¿se da cuenta? –me explicaba- son estas alturas donde sólo hay nueve y piedras, viento y sol, el hombre se hace filósofo o animal, depende de la inteligencia o cultura que posea, pero le aseguro que no teníamos tiempo para pensar en filosofías. La mina, junto con el sudor, nos va arrancando energía y espíritu. Hay quienes admiran el arte de los jíbaros. La mina es un jíbaro enorme y monstruoso, porque junto con empequeñecernos el espíritu, nos deja siempre la apariencia exterior. Parecemos hombres, ¿recuerda lo que dijo hace poco don Martín? Ese hombre tiene razón. El individuo que no tiene más limite que el trabajo es sólo una máquina. Allá, en los cerros de cobre y nieve, éramos miles de máquinas detrás de los carros cargados de mineral; sacudiéndonos enteros con el taladro que iba hiriendo la montaña y lanzando polvo y barro. Así, durante ocho horas, más cuatro en el viaje de ida y regreso, hasta el sol nos era dado como el salario: a migajas. Y en los camarotes, nunca un motivo para hablar como la gente, siempre los mismos chistes gastados, las mismas mujeres de Racangua saliendo en el recuerdo de mis compañeros, ¡No! Pero había algo que variaba: las obscenidades que eran distintas en cada maldición. Había un carretillero que siempre hablaba diez minutos seguidos sin repetir ninguna, su orgullo y su meta era perfeccionarse en ese diccionario especial que iba engrosando, ¿es extraño que, quedándome un mínimo de inteligencia sea un ser amargado, con una aversión inmensa por esta forma de vivir? Siquiera tengo este talego de odio atándome a la vida, es algo. Allá, después de cierto tiempo, la mina nos agarra, dicen ellos, pero es que sus cerebros se han transformado de tal manera que piensan que la vida fuera del campamento es imposible. Es miedo a salir el que sienten. El encanto de ese infierno no lo saboreé nunca; y esos imbéciles siguen por años y años. La silicosis les va endureciendo lentamente los pulmones, pero ellos siguen allí y de esos despojos se sirve luego la compañía para su propaganda: Hace resaltar los años de servicio como resultado de la bondad de trato. Después de secarlos en las galerías exhiben su permanencia como prueba irrefutable de beneficio. Yo no supe ver nunca las bellas palabras. En vez de los quince o veinte años de trabajo de un minero veía un cadáver colgando de tantos pesos diarios. El esqueleto de uno que fue hombre, nació hombre y le pudrieron el alma arrancando cobre. ¿Quiso evitarlo o no pudo? No sé, pero lo que sí sé, es que a ese estado lo empujaron, igual que a una res al matadero.
Calló, mirándome con los ojos encendidos desde la profundidad de las cuencas. No había ni tristeza ni resignación en su rostro, rebeldía un poco apagada talvez: Yo le miraba asombrado, asombrado de esa vida de perros en el mineral, del dolor arrancado con cada tonelada de materia. El mundo, ¿sería todo igual? ¿Esa sería la inmundicia a que se refirió una vez don Martín? Para subsistir ¿se había de prescindir del amor, de la amistad, de la simpatía? ¿Con qué armas había que contar, sería aplastado por esa máquina insaciable? Estaba aturdido, con un dolor lacerándome y no me explicaba porqué. ¿Por los demás, por mí mismo? Inconscientemente tendí la mano a mi nuevo amigo; en el apretón sentí un poco de humanidad, pero siempre descorazonado me fui a acostar.
Quería huirle a aquellos negros pensamientos, pero no podía. Me obstinaba en ver el mundo como una amenaza. ¡Pero no puede ser del todo malo!- trataba de convencerme –alguna reserva de rebeldía, de bondad, guardarían los pueblos. ¿Cómo pueden tranquilamente resignarse? Si es necesaria una gran batalla, yo ayudaré,- me decía heroicamente – confíe mis ideas a don Martín, expuso:
-El problema es demasiado grande y complejo para que lo entiendas. Nuestro compañero, el que te habló, fue uno de los muchos mineros que trabajan en Sewel. Son humanos, con ansias de conocimientos, de una mínima comodidad material, de un deseo de saberse útiles en una gran hermandad. ¿Qué les dan en cambio? Un horizonte cerrado y oscuro, ¿sabes cuántos niños quedan anualmente sin instrucción en Chile? 500,000 niños. De esa legión sale el obrero barato para las minas, el borracho, el delincuente. Piensan, con justicia, que todos tenemos derechos a disfrutar de los beneficios de la civilización, porque no ha sido obra exclusiva de un grupo, es el esfuerzo de millones, gastado en generaciones y generaciones. Si a ti te privan de instrucción es un crimen y un robo, si te dejan morir porque no puedes pagar un medicamento es un crimen quizás mayor; si atrofian tu inteligencia, tu generosidad, tu honradez, tienes el derecho sagrado, natural de defenderte. Tu rebeldía es justa y humana. La resignación en este caso es el principio de la caída del individuo… y el individuo marca el destino de los pueblos. Rebelarnos es la única salida digna de que podemos echar mano. Transigir o aplastarnos sería morir, acercarnos a la bestia. ¿Comprendes ahora la amargura de nuestro compañero? Ya no puedes temer su odio. Aunque te parezca paradojal, como el mismo te dijo, es lo único limpio que le va quedando. Porque su rebelión la ha ahogado el mismo, ¿cobardía, incapacidad…? ¿Efecto de los golpes recibidos? No lo sé. Tu propia posición no sabría definirla. Eres un muchacho solamente, son otros los que tienen la obligación de enfrentar los acontecimientos, pero que tu pequeña generosidad y rebeldía les sirva de ejemplo.
De extraña manera despertaba a la vida. A veces me encontraba demasiado viejo, demasiado cansado para seguir viviendo; pienso que veía demasiado peso sobre mis débiles hombros. Hubiera querido corretear por los potreros, tomar un bote y remar contra la corriente simplemente, tenderme junto al río y ver desfilar las nubes contra el cielo azul, allá en mi viejo pueblo.
La impresión de ir descubriendo las cosas demasiado bruscamente, casi con brutalidad, persistía. Cada nuevo conocimiento iba dejando su huella de desilusionado dolor en alguna parte de mí ser. Me representaba la vida como a un señor enojado en una galería con una variedad de amplias cortinas; una mano se crispaba en ellas tirando con visible deseo de herir. Me imaginaba a mi mismo con unos ojos inmensos de asombro, sin voz para una exclamación ante cada cuadro. ¿Es que algunos seres tiene que aprenderlo todo así, de improviso, como a latigazos?
Con la llegada de la primavera se nos permitió salir al parque los días festivos. Una extensión más o menos grande de terreno nos daba la oportunidad de caminar un poco fortaleciendo nuestros músculos. Pequeños bosques de álamos y eucaliptus se agrupaban en estrechas manchas, como protegiéndose. Un riachito tendía al aire el murmullo de sus aguas sucias y tristonas. Me gustaba sentarme a su orilla dejando vagar la imaginación por sus invisibles canales. La hora de visita la completaba caminando de un lado para otro. A veces, en un grupo de matas, alguna pareja se entregaba en movimientos desesperados y desiguales. Así sorprendí al “Milico” cierto domingo. Estaba junto al río entre un grupo de cañas y mosquetas. Las puntas de sus bototos se agarraban a la tierra como dos manos, en lentos movimientos de avance y retroceso. Al verlo, no supe quién era, curioso y expectante di un corto rodeo hasta poder identificarlos. La tenía desnuda, con las ropas sirviéndole de colchón. El sol del atardecer les daba de lleno en los cuerpos sudorosos. Formaban un revoltijo indescriptible de brazos y piernas. Un rápido meneo los iban juntando cada vez más… me retiré a prisa un poco asqueado. ¡Qué porquería era la vida!
Estaba sumido en la profundidad del primer sueño. No fue ruido lo que me despertó, fue ese indefinible instinto que nos prepara a algo. Completamente desvelado, tranquilo, miraba el trozo de cielo que dejaba libre la ventana. Tuve un pensamiento fantástico: “parece que lavaron el cielo” –pensé-. Una estrella destacaba vívida contra el negro apagado y profundo. El astro daba la impresión de una lágrima purísima y palpitante; en lentos latidos la luz llegaba a mí.
Lo inesperado no vino de improviso, vino quedamente, en pasos que no producían ruido. Fue una tos suave primero, seguida de un largo silencio. No podía sorprenderme. Una tos era tan común… tan apegada a nuestra vida que era casi parte de nosotros. La tos volvió y pude entonces ubicarla. Era de mi amigo el minero; nunca he podido recordar su nombre. Siguió tosiendo un poco más fuerte y un ruido especial se le produjo en la garganta. Adiviné sus gestos en la cama; se enderezaría un poco sacando el brazo y sosteniéndose con el codo contrario, alargaría la mano buscando a tientas el escupitín de latón y desgarraría largamente limpiando los bronquios. Luego oiría el ruido del somier recibiendo el cuerpo un poco agotado y todo volvería a estar en silencio. Seguí cada detalle, sintiendo como cada ruido caía igual que la pieza de una máquina que estuviera armando. Pero algo falló; la tos siguió en aumento hasta sacudir al enfermo, en la oscuridad, el somier crujía y crujía acompañado de la tos cavernosa del hombre. Era una música trágica ocultando la lucha desarrollada en aquel organismo. Sonó alarmado el timbre llamando a la enfermera que llegó a prisa envuelta en la capa azul. Al encender la luz, casi cegado, lo vi sacudiéndose violentamente. En la mano derecha aferraba el escupitín casi lleno de sangre, en la almohada algunas manchas brillaban como rojos botones. De la boca color púrpura seguía fluyendo, viscoso y lento, el oscuro líquido. La enfermera volvió y aplicó una inyección tratando de contener la hemoptisis. La tos seguía arrastrando en cada acceso una vaharada roja y caliente. Alarmada, la mujer corrió en busca del médico en turno. Todos despiertos, seguíamos impotentes el sufrimiento de nuestro compañero; en nuestra impaciencia, los minutos se hacían siglos; el médico no llegaba. Un gorgoteo continuo escapaba de la boca del infeliz. Juanito se levantó a acomodarle la almohada y quedó junto a él observándole. Un grito ronco, casi animal dejó escapar y una oleada de sangre le llenó la boca; se ahogaba irremisiblemente, sin que nadie pudiera impedirlo. Juanito, a manotazos, le sacaba grandes cuajarones coagulados. Durante unos segundos le seguí en sus movimientos; las manos rojas, completamente rojas, iban de la boca a la bacinica, de la bacinica a la boca, en una realidad peor que la peor pesadilla. Su valiente esfuerzo fue inútil, el rostro del enfermo se fue haciendo azul, cada vez más azul. Las manos crispadas sobre la colcha fue su último movimiento.
En una camilla blanca y dura se lo llevaron.
A veces, con un deseo casi enfermizo, me ofrecía el espectáculo de mi propia desolación. Una especie de segunda personalidad me contemplaba en mis diversas actitudes. Me ocurrió al morir mi amigo. El drama desarrollado en tan pocos minutos, el ver que la vida se podía ir así, tan fácilmente, quizás influyó en eso; lo cierto es que percibía el perder mío y sin embargo separado de mi yo consciente, mirando el desarrollo de mi dolor. Sentía como ese invisible espectador miraba el principio de mi llanto y de mi pena. Por un instante, avergonzado de mi debilidad, y la censura muda de ese escondido personaje, quise contener las lágrimas, pero me fue imposible; en esos segundos, el llorar era una necesidad física impostergable. Traté de justificarme diciéndome que el desaparecido fue un hombre bueno en el fondo, pero ¿vivió realmente? ¿Acaso esos restos tirados como basura en una camilla, no llevaban en sí un deseo insatisfecho, un ansia no saciada, perdida en su apetencia irremisiblemente? Después de todo- pensé consolador –él no fue un problema mío, pero- ahora egoísta -¿acaso la vida no pretendería triturarme igual? Me imaginé tendido en una camilla, yerto y frío, mis restos, ¿guardarían conciencia de lo que fue mi pensamiento? Si era así, las plantas que absorbieran mis sales y con ellas uní mis tejidos, ¿serían parte mía pasando hasta otro cuerpo todos mis recuerdos? Agotado de preguntas me venció el sueño.
Desperté con el ánimo deprimido, sin ganas de nada. Desayuné rápido y me dirigí por la escalera a la terraza; era prohibido, pero ya me sentía fuerte y pensé que no me perjudicaría. Nadie había llegado aún; los catres, ordenados en tres largas filas parecían esperar el peso de los cuerpos. Un silencio agradable, no quebrado por ninguna tos me recibió. Me di cuenta de mi semitristeza satisfaciéndome en prolongarla; era un placer indefinible de dolor y débil alegría surgiendo desde quizás remotas fibras. Al captar mi autoanálisis me sentí un poco avergonzado. A veces mi otro yo me ponía en duros aprietos… reí, sin que mi risa llegara a mis músculos, sintiéndome repentinamente a gusto. En tan pocas ocasiones lograba explicarme a mi mismo que cuando lo conseguía, una felicidad grande, completa, me llenaba. En momentos como ese, quería correr hasta agotarme.
El tren militar pasó con un ruido de rieles y ruedas golpeadas camino a Santiago. La puerta del ascensor se abrió con brusquedad y un grupo de enfermos en pijama llenó la terraza. Ya tendido, me entretuve en mirar una araña trabajando en el techo; se lanzaba de una punta a otra del fino tejido con la seguridad de un acróbata. Una mosca fue a caer en la malla y el arácnido se precipitó de un salto sobre su presa. ¡Qué manera de ganarse la vida! –pensé.
¡Miguel Tauro! ¡Teléfono!- gritaron -¿quién me llamaría?- Levemente inquieto corrí hasta el aparato que se me aparecía amenazador. Contesté con un débil ¡aló! Que tuve que repetir. Me necesitaban en la sala del médico en mi piso. Bajé sin contestar la charlatanería del ascensorista. Con más miedo que esperanza me presenté al médico. Una sonrisa tranquila se alargaba bajo el fino bigote recortado:
-¡Bien, joven, al fin salimos con bien de la jornada! La junta de médicos acaba de aprobar su alta y quise darle la buena nueva en seguida. Después de tanto tiempo enfermo, sabe que debe cuidarse mucho; sólo después de unos cinco años podrá decir: soy el mismo de antes. Buena suerte y que siga adelante.
Estaba poco menos que aturdido, sin poder creer en tanta felicidad. Al salir tropecé con la silla y me disculpé con una sonrisa tonta y feliz. El ¡hasta luego y gracias! Se me escapaba a borbotones. La Srta. Eliana salía de la enfermería; sin poder contenerme, la apreté en un abrazo que duró un minuto; se aprestaba a lanzarme un paquete por la cabeza y que llevaba en la mano cuando me apresuré a explicarme: -perdone Srta. Eliana, me dieron de alta y estoy feliz pero muy feliz. Se había puesto roja y agresiva, pero al escucharme sonrió fingiendo ahora el enojo.
-Nada de felicidad, so fresco, miren que aprovecharse así, váyase luego antes que lo acuse a la jefa.
En la sala bailé haciéndolos reír a todos. Estaba borracho de alegría. Por la tarde me iría hasta la casa de Juanito y allí esperaría el dinero necesario para regresar a mi casa.
La despedida fue triste; después de todo, parte de mi ida la dejé allí. Muchos de los que quedaban fueron verdaderamente mis amigos, aprendí de ellos creo que lo mejor y me dieron un bien inapreciable: calor humano y sentido de responsabilidad frente a los demás. Don Martín me dijo:
-Maduras a destiempo, pero puede ser una ventaja. Hay muchas cosas nuevas que te son desconocidas, pero no hay nada que una voluntad fuerte no pueda vencer. La fuerza tuya –indicó la cabeza- está aquí, empléala bien, siempre al servicio de algo justo, y recuerda que sigo siendo tu amigo. Sus ojos azules brillaban extraños, un poco humedecidos. Juanito y el “Milico” me abrazaron sin decir nada. El cura me tiro una bendición un poco apresurada y le escuche decir algo de “Dios te salve” antes de salir.
Con un paquete y una maletita de mimbre bajo el brazo, avanzaba de nuevo a la vida. Mi madre recibiría mi telegrama y lloraría estrujando el papel entre sus manos ásperas y cordiales; alguna vecina le preguntaría algo y ella callaría, tendiéndole el papel arrugado; la curiosa se iría diciendo: “Viene el hijo que estaba en Santiago”.
El rostro de Eleonora y su mano pálida agitándose, se confunden con mis últimos recuerdos.
Hacía unos quince días de mi llegada y poco a poco volvía a tomar contacto con las cosas que dejara dos años atrás. Por las mañanas me despertaba el grito de los mapuches arreando sus bueyes flacos y fatigados: -¡Arre, caracu, matúcale, matúcale!-. Los animales encorvaban el espinazo en un último esfuerzo entrando al barrio aún adormecido. Los comerciantes desde sus bodegas les gritaban: -¡may may peñi!, ¿tuntén falí poñi?-.
-¡Quiña pataca, huinca! Arre, miesa, aah!- contestaba.
Unos y otros fingían indiferencia en un tira y afloja que podía durar horas. El indio, ladino y hermético, afirmado en la firme garrocha de colihue, esperaba pacientemente a que el comprador se decidiera, pero pese a toda su astucia natural, por lo general salía perdiendo. Luego de entregar sus productos compraban lo indispensable y el resto quedaba en las cantinas o boliches clandestinos. Seguían largo a largo en toscas carreteras, rumbo a la ruca, mientras un canto triste de borracho se les escapaba, ininteligible y doloroso.
Los vapores repletos traían un no sé que de misterioso en su variado cargamento. Algo de selva virgen, oloroso y penetrante huía en las maderas recién aserradas. En el rostro de los pasajeros, muchos montañeses, aparecía el vigor de la montaña retratado en cada arruga.
El punto de reunión después de la descarga era el bar “El Caleuche” a quien todos llamaban el “Vómito” por el final a que llegaba cada parroquiano que saliera de allí. La puerta de vaivén estaba el día entero en constante movimiento, apenas fuera, se agarraban a la pared de madera expulsando el vino agriado. El cliente más seguro era el “Whisky”, “cargador independiente” como el mismo se denominaba. Su vida giraba entorno a tres amores: el trabajo, el vino y las peleas a cuchilla; fuera de eso su actividad era mínima, insignificante.
Las mujeres lavaban a la orilla del río despellejando el mismo tiempo la vida íntima de sus vecinas. De vez en cuando se las veía trenzadas en cómico pugilato, a paletazos; con ese mismo instrumento de madera con que castigaban la ropa sucia, se golpeaban insultándose mutuamente. Siempre la pelea terminaba en el agua; empapadas y furiosas, se prometían las mil y una para la próxima vez:
-¡Vai a ver, perra caliente, que le ponís el gorro a “Cara e’chaucha”!
-¡Y vós, putona, que te revolcai con el sargento!
Era la vida con todas sus bajezas y pequeñeces, con toda su crudeza, pero era de nuevo la vida.
De Eleonora nunca más supe. Es probable que no recibiera mi última carta o que no quisiera contestarla; lo cierto es que jamás supimos uno del otro. En adelante, sólo tendría un recuerdo vago, impreciso de ella diciéndome adiós desde un balcón.
La llegada del tren en las tardes era un acontecimiento diario; los pasajeros al trasbordarse hasta los barquitos, daban la oportunidad de ganar, unos centavos por ayudarles con los paquetes. Después era la pichanga del potrero, seguida del ritual de lavado de pies, con arena, en el río. Allí era el bullicio desatado, ¡pobre del que no participara con ellos! Siguiendo las indicaciones que me dieran, me abstuve de participar en cualquier juego violento. Al principio hube de soportar sus ironías, pero luego me dejaron en paz.
Sin poder evitarlo, me sentía superior a mis amigos de mi edad; encontraba insustancial sus juegos, sus arranques, sus ejercicios; no podía comprender que la misma naturaleza les imponía ese derroche de energía que a mi me parecía innecesario. Traté en una ocasión de demostrarles la ventaja de la vida espiritual en la lectura, me decían el “Profe”.
La vida en mi casa se desarrollaba casi tranquila, turnada a veces por pequeños dramas. Éramos cuatro, mi madre, un hermano dos años mayor que yo y una hermanita que a la sazón contaba seis años. A la muerte de nuestro padre, los escasos recursos también terminaron y el peso del hogar cayó sobre las cansadas espaldas de la mujer que nos dio la vida. De mi progenitor guardo un recuerdo borroso, aureolado del romanticismo que le daban mis pocos años. Desde los veinte hasta su muerte, su vida transcurrió íntegra al mando de un cargo de pasajeros en el Imperial. En mi vida afectiva, su ausencia hizo un hueco que trataba de llenar imaginándolo. Hay ciertos detalles que normalmente pasan inadvertidos en la vida familiar, pero que al faltar tienen en el niño una importancia decisiva para su desarrollo emotivo. El padre, con su sola presencia, da una sensación de seguridad que a la madre le es imposible transmitir al hombrecito en formación.
El río, mirado desde el antiguo muelle, presenta una recta que muy lejos desvían los cerros. El pitazo del barco que capitaneaba mi padre me era conocido entre todos los demás. Potente y claro, me parecía un llamado personal, a pesar que con mis dos hermanos corríamos a esperar su llegada siempre emocionante. El hombre alto y fuerte, nos enviaba una sonrisa feliz desde la cabina de mando y en el muelle nos sentíamos reventar de emoción. Uno a uno saltábamos a sus brazos, hundiéndonos un poco en el pozo de bondad de sus ojos claros, cariñosos. Que un solo segundo apoyara su mano en nosotros era suficiente para hacernos palpitar agradecidos. En momentos como ése no podía más que callar; si hubiese podido hablarle, le habría interrogado de sus luchas con los elementos y seres malignos del agua antes de llegar a puerto y que a mí me parecían reales. Es que en mi fantasía, aquel barco no era un armatoste de acero fuera de época, sino un ser vivo y poderoso, solo dócil en las manos fuertes de mi padre. A su muerte, además de su apoyo material, nos faltó esa confianza que solo él sabía darnos. Más tarde buscaría en el padre de otros niños un gesto cariñoso y al no encontrarlo huiría a un rincón cualquiera a ocultar mi desdicha. De haber conocido don Martín mis sentimientos me habría dicho:
-Ese es un concepto burgués, pero también una salida humana en una sociedad en que el niño no tiene otro derrotero que la emoción o el abismo. En librarse de estas trabas está lo verdaderamente grande.
Desde mi llegada me devanaba los sesos pensando en una forma de trabajo que pudiera desarrollar sin cuidado para mi salud. El pueblo mismo, sin industrias, no presentaba muchas posibilidades. Me ofrecí en algunas tiendas, sin resultado; al fin opté por seguir a mi hermano en su ocupación. Madrugaba dirigiéndose hasta una balsa por donde obligadamente debían pasar las carretas antes de llegar al pueblo. Conversaba con los mapuches o campesinos pidiéndoles precio por sus mercaderías. Luego de hecho cierto trato los llevaba hasta una bodega compradora y allí le daban una pequeña comisión. Así obtenía cierto dinero que iba guardando en un calcetín viejo. Su sueño era llegar al Brasil e internarse en el Matto Grosso en busca de alguna fabulosa mina de diamantes. Era casi tan alto como fuera nuestro padre, moreno, de sonrisa fácil y agradable. Al confiarme sus pensamientos su rostro se trasformaba, viviendo ya sus aventuras en la selva verde y maravillosa. Nos levantábamos aún oscurecido y me repetía sus consejos de la noche: -A los indios tenís que decirles: ¡may-may peñi, ¿tunten falí poño? – o si era trigo- ¡tuntén falí cachilla?- A los huincas: -¡guén día amigo,: ¿trae algo pa’ vender?- y en seguida hablar de negociación.
Una neblina cerrada ocultaba los objetos, tiritando llegamos hasta el balseadero. Por el ruido del cable de acero golpeando el agua adivinamos la presencia de la balsa. Venía cargada con cuatro carretas, los hombres arrebozados en gruesos ponchos y el sombrero hasta las orejas, unían sus esfuerzos tirando del cable. Al ver enfilar el camino al primer posible cliente, Gustavo me dijo: ¡ya, empieza con ese! Consciente de la importancia de mí primer acto aclaré la voz dirigiéndome al carretero: ¡may-may peñi! ¿tuntén falí poñi? –para mi sorpresa me respondió: ¿creís que soy indio cabro e’mierda?- Me retiré rápido evitando el garrochazo. En adelante tendría más cuidado de confundir a moros con cristianos. Encaramado en otra carreta mi hermano ahogaba la risa. Esa forma de trabajo se iniciaba a las cinco de la mañana para terminar a las doce del día con la llegada de los vapores. Me quedaba la tarde libre para entregarme a mi pasión favorita: la lectura.
En el dormitorio que compartía con Gustavo arregle un cajón que llené con algunos libros y papeles llenos de mi letra desigual. Eran cartas y versos a amores imaginarios vivos en mi imaginación. Sólo yo podía soportar aquella lectura sin arrugarme de disgusto.
Nuestra pieza daba a la calle y cada noche nuestro sueño era interrumpido por alguna pelea, por eso, no me sorprendí cuando unas voces coléricas me hicieron incorporarme en la cama. Mi hermano ya estaba en la ventana, empinado para ver mejor. Curioso, me deslicé hasta su lado y me ubiqué en el cuadrado de madera. Abajo, un grupo de unos doce hombres rodeaba a una mujer rubia. Eran todos de la cuadrilla que trabajaba en el muelle. La mujer, a la luz de la luna, se veía asombrosamente bella. Unos tres cuartos de piel con el cuello alzado aislaba del frío del amanecer. Serían las cuatro de la mañana… le pregunté a Gustavo ¿quién es la rucia?
-¡Bah! ¿No sabís? Es la Sonia. Escoria de la guerra, contesto dándose importancia.- La Sonia tarareaba una canción en alemán, estaba ebria.
-¿Sabís? –Agrego- ¡le van a dar un capote en los castillos! ¿Vamos?
-¡Vamos!- contesté-.
Nos vestimos a prisa apresurándonos a bajar. Cuando llegamos a la calle el grupo se perdía en la oscuridad una cuadra más adelante. Avanzábamos apegados a las casas para evitar ser advertidos…
Los castillos eran montones de madera ordenados en forma de casas. Dibujaban estrechas callejuelas tapizadas de excrementos humanos. Se internaron en aquel intrincado laberinto hasta llegar a un espacio abierto. La Sonia seguía tarareando su canción. Pidió un cigarrillo con voz ronca e indiferente. Una mano temblorosa se lo tendió encendiéndolo. Entretanto el resto discutía: ¿quién va a ser el primero? Por fin, después de acalorada discusión decidieron tirarla a la suerte. En un sombrero echaron doce monedas marcándolas con un número, a una orden un brazo se alargaba cogiendo una moneda. Luego de examinarla echaban una maldición si el número era de los últimos era de los últimos. La octava vez salió del uno. No pudo evitar un grito de triunfo: ¡Aquí la pesqué…! Lo miraron con odio, los cuerpos tensos, amenazantes. El ganador los miró temeroso, pero decidiéndose, tomó a la mujer tendiéndola en el suelo. La pobre tuvo un segundo de rebeldía y en seguida se dejó hacer. A la débil luz las piernas blancas y fuertes era un manchón puro contra la tierra. El hombre se preparaba ya, el cuerpo en posición cuando una voz estremeció a todos: -Chanchos, hijos e’puta, degenerados. ¡Si hay algún hombre, que salga!
Desde un lado apareció el “Whisky” en mangas de camisa. Le apretaba la cintura una faja roja y ancha. En su mano derecha brillaba la hoja larga de un cuchillo y en la izquierda arrollaba la chaqueta. A la luz que ya venía, su figura era imponente, desde los ojos a la punta del cuchillo parecía lanzar su amenaza. Los hombres quedaron un momento indecisos pensando seguramente que eran las doce contra uno, pero la acción brilló sólo en sus pensamientos. Uno a uno maldiciendo entre dientes se retiraron. Quedó la mujer, y el “Whisky” se acercó ofreciéndole la mano; al incorporarla le rodeó la cintura diciéndole: ¿vamos rucia?-
-gehem, Ich liebe dich – respondió, sin ninguna emoción.-
¡Me cago el roto bravo, hermano! – exclamó Gustavo impulsivamente.-
La cuadrilla del muelle estaba formada por unos quince hombres, trabajaban a las órdenes de un jefe que era generalmente el que se sabía batir mejor a puñetazos. No estaban organizados en ninguna forma; luego de descargar los barcos vagaban de cantina en cantina los más, bebiendo interminables litros de vino. Parecía que una fuerza superior los empujaba a emborracharse hasta perder la conciencia. Entregados a aquel raro frenesí, bebían y bebían hasta arrancarle al vino la ilusión necesaria que sus mentes buscaban desesperadas. Temporariamente, su jefe era Manuel Sanhueza sus compañeros, quizás desde antes, con ese deseo de identificar a todos por su aspecto físico, le llamaban el “Salta p’arriba”. Al caminar lo hacía con un levantamiento de hombros que hacía recordar el vaivén de un caballo enjaezado. Con un trotecito corto y rápido, daba ejemplo de rapidez y resistencia a sus subordinados. Era el día siguiente al fallido “capote”. En el muelle un hervidero humano bullía, gentes desembarcando, compradores voceando precio a grito pelado; a cierta distancia daban la impresión de un chivateo indio. Entre los cargadores corría el “Whisky” con los sacos al hombro. Trabajaban con el torso desnudo, arremangados los pantalones y los pies calzados con chalas hechas de neumáticos, aprisionadas por firmes correas de cuero sin curtir. Los pechos anchos y poderosos se hinchaban a impulsos de la respiración. Durante un respiro, el “Cara e’susto”, uno de los burlados de la noche anterior dejó caer desganado una frase:
-¿Amanecería cauriao el novio? ¡Las gringas son harto cargantes p’a la cuestión!
-Como se llama “Whisky” a lo mejor creo que tenía algo de ese licor- agregó otro-
-No sean fregaos, lo que pasa es que este se parece al Zorro del Desierto por eso le gustó a la gringa- chanceó un tercero.
La Sonia se había instalado en la casucha que ocupaba el “Whisky” encontrando quizás un poco de seguridad a su protección. En la rueda de cargadores el “Whisky” oía indiferente las tallas que llovían sobre él. Comprendía que la vergonzosa retirada de los protagonistas de la aventura necesitaba un escape, una salida para su orgullo de hombres. Quizás querían provocarle, total… no tenía miedo… “Cara e’susto”, más impulsivo que los demás, le lanzó un escupitajo a la cara. El “Whisky” se levantó de un salto con la saliva aún corriéndole por la mejilla. Dijo tranquilo, sereno:
-¡Se te pasó la mano! ¿Onde va a ser, con punta o con esto?- indico los puños duros, firmes; el ofensor no echó pie atrás, respondiendo:
-¡En los eucaliptus, y con punta! Y afírmate guacho que ahora no estoy curao como anoche.
-No te apurís, aguántate la faja y los calzoncillos nomás - replicó el “Whisky”
Los eucaliptus era un cuadrado formado por esos árboles y se laza un poco lejos del muelle. Con otros muchachos corrimos a instalarnos entre las ramas quedando invisibles a toda mirada. Esperamos un poco y a poco aparecieron los duelistas, les seguía en silencio el resto de la cuadrilla.
Era casi el mediodía y el sol caía a plomo iluminando el pequeño espacio. El aire pesado, caliente, era refrescado a ratos por la brisa del río. Un silencio que por segundos rompía el canto de los jilgueros nos rodeaba. Los hombres se preparaban apretándose la cintura con la faja. Se envolvieron el brazo izquierdo y se ubicaron a unos dos metros de distancia, un poco agachados…
Se movían en un círculo imaginario estudiando sus mutuos movimientos, los músculos contraídos, fijas las pupilas en las del contrario… -¡tírate pús…!- apremió “Cara e’susto”
-Tranquilo mi viejo, no gaste resuello que le va a hacer falta- aconsejó irónico el “Whisky” con los dientes apretados.
Con un salto que me recordó el de las guiñas se lanzó “Cara e’susto” su enemigo paró el golpe a la altura de la garganta. Las cuchillas brillaban al sol con destellos plateados. En seguida los golpes se sucedieron. Paraban arriba y abajo a una velocidad casi imposible de seguir con la vista. Parecía un juego matemático preparado de antemano. Los que les rodeaban, hipnotizados por los duelistas, imitaban inconscientemente los bruscos movimientos. Avanzar y retroceder en un segundo haciendo sonar las chalas contra el suelo duro, el mirar fiero y agresivo, todo estaba comunicado a los espectadores.
“Cara e’susto” lanzaba sus cortes siempre arriba buscando el cuello, el “Whisky” paraba respondiendo de arriba abajo tratando de abrirlo en canal. Con saltos de costado, sorpresivas agachadas, con mil argucias, trataban de sorprenderse. Habrían transcurrido unos diez minutos sin que ninguno se tocara. “Salta p’a arriba” se prepara a pedir un descanso cuando desde un árbol gritó un muchacho:
-¡Vienen los pacoos!-
En un minuto desaparecieron duelistas y público, sólo quedamos algunos arriba de los árboles hasta que los carabineros, al no encontrar nada se retiraron. A poco regreso el grupo. “Salta p’a arriba” hizo un pequeño discurso:
-¡Son guenos los dos, qué carajo, dénse la mano, miren que pelear por una perra!
-¡Si no era por la mujer!- respondieron casi a un tiempo. Se dirigieron a el “Vómito” y tomaron hasta quedar tendidos.
Era una extraña pareja la que formaban la Sonia y el “Whisky”. Ella, de inconfundibles rasgos germanos, con cierto aire distinguido que no había logrado borrar el vicio aún, y él, típico rotito chileno, fuerte y musculoso, de tosca cara morena. Sólo tenían en común su gusto por el alcohol y el recuerdo de una que otra noche de amor. En los atardeceres fríos, la mujer lucía sus tres cuartos de piel y gruesas ropas de fabricación extranjera, el “Whisky”, su poncho corto nacido en un telar nativo; tomados del brazo, atontados por el vino, se daban en la calle, torpes besos que celebraban ellos mismos. Un castellano balbuciente, incomprensible deslizaba ella al oído del hombre que, con ojos turbios preguntaba: ah, ah! Cuando estaban sobrios apenas cambiaban palabras, sin sombra de intimidad espiritual. Ella, perdida en quizás que recuerdos, dejaba pasar las horas entregada a sus propios pensamientos. El, por su parte, no interrumpía sus evocaciones dándole miradas indefinidas de vez en cuando. En esos raros momentos de lucidez la ternura, que era de esperar, no aparecía en los ojos de ninguno. Así, volvían a hundirse en la inconsciencia del vino tal vez con el remoto deseo de encontrarse.
Mi madre, a costa de incontables sacrificios, había logrado instalar un pequeño boliche que atendía mi hermano por las tardes. Tenía las características de esos almacenes de barrio: unos cuantos tarros de cerveza en la parte alta de la estantería, y más abajo, algunas piezas de ropa interior, frascos con pastillas, etc. El peor negocio lo hacía con las delgadas barritas de chocolate que expendía, mi hermanita, quien parecía tener un estómago de capacidad infinita, engullía toda la existencia en cuanto nos descuidábamos. “Esta nos va a llevar a la quiebra”- le decíamos en broma.
Le ayudaba a Gustavo a hacer los paquetes con arroz, azúcar y todo lo que había para la venta del día siguiente. Una tarde, mientras pesábamos un pimentón me confió:
-Estoy requete cauriao, hermano, la pobre vieja, más lo que trabaja y siempre en las mismas pilchas, pasando necesidad. La temporada ya va a terminar, tengo unos pesitos ahorrados y quiero largarme. Llegue donde llegue, un día entraré al Brasil, me haré rico y los sacare a todos de esta porquería de vida.
Tenía los ojos húmedos de llanto. No quise rebatir sus argumentos, en el fondo le encontraba razón, y al fin, un día u otro había de suceder.
Partiría a fines de la semana, un sábado para aprovechar el tren de carga y ahorrar el pasaje hasta Temuco por lo menos. Los días que siguieron madrugábamos más que de costumbre tratando de aprovechar al máximo nuestro tiempo, y tuvimos suerte; en la liquidación del viernes, un pequeño capitalito nos entregaron en la bodega en que hacíamos de “enganchadores”. Le di la parte que me correspondía, preparando entre tanto el “cocaví”. Le dejó una carta a mi madre pidiéndole perdón, con la promesa de volver en cuanto se hiciera del dinero necesario. Nos abrazamos emocionados, sin voz para expresar nada, ¡quién sabe si nos veíamos por última vez! Mi madre, al enterarse, lloró borroneando el papel que le dejara mi hermano. Se veía más vieja y cansada, “los hijos de los pobres son como los pájaros, crecen y…” – terminó con un gesto cansado de la mano, incapaz de continuar. En la magra comida de la noche, la silla vacía parecía apretarnos la garganta. En silencio repetía la frase de mi madre: “los hijos de los pobres son como los pájaros…”
Los últimos calores de marzo casi nos achicharraban. Las cosechas habían sido buenas y los agricultores bajaban diariamente al poblado aprovisionándose para el invierno. En el boliche atendía a unos mapuches, entre ellos tenía algunos amigos ganados en mis “transacciones comerciales”, uno me saludó en su dialecto: -¿Chacuiví, peñi?
-Chacuiví- le respondí, ya tenía cierta práctica y algo les entendía. Siguió, ahora en su media lengua: -huinquita, ¿querer hacer favor tu hermano?
-¡Claro pús, Ñacu!-
-Gueno, yo tener tierra a un lao la reución y colindar con ese jutre del jundo grande, ahora todas las noches mi tierra más chica, cerco parece andar en la noche. ¿A quién reclamar huinquita? Aquí, jujao no hacer caso, reírse de pobre mapuche nomás.
-Bueno- le dije –tienes que ir a Temuco y presentar un reclamo al juzgado de indios, allá te atenderán.
-Jujao indios, ¡puaf! –Casi gritó despreciativo lanzando un escupitajo al suelo- allá ser peor que aquí, yo quiero decir otra cosa, onde manden más.
-¡Ya! –lo consolé- escribe una carta al Ministerio de Tierras en Santiago, ahí te atenderán.
Le escribí una carta detallando los deslindes, ubicación y nombre de la reducción indígena en que vivía. Se fue feliz invitándome a un mingaco que harían el próximo mes.
Mientras atendía a otros clientes, pensaba que aquellos no perdían la oportunidad para explotar a esas pobres gentes. El indio, aislado en los campos, casi ajeno a toda instrucción, seguía laborando su tierra con los medios primitivos de sus abuelos. Ante sí, no tenían otros horizontes, completamente ignorantes en materia mecánica, no podían ver las ventajas de la técnica aplicada en la agricultura. No fue raro que se creara en torno a ello la idea de que son flojos, sucios y viciosos. De esa triste fama nació la fortuna de muchos hacendados y comerciantes. Quitarles las tierras era beneficiar a la patria, según su concepto, y ellos por supuesto que deseaban la grandeza del país… si en verdad hay un infierno, creo que por mucho tiempo se escuchará el batir de sus palmas en ese horno de fabricación made in tierra. La injusta prédica contra esa raza heroica que no ha desaparecido por milagro, sigue, y pienso que seguirá hasta quedarles un solo átomo de terreno.
El verano pasaba rápido anunciándose el otoño con gruesas neblinas y vientos helados. Uno tras otro los árboles dejaban caer las hojas en una uniforme lluvia amarilla. Los cerros iban cambiando lentamente de aspecto. Las cañas de los rastrojos eran levantadas por la punta de acero de los arados para podrirse en la tierra. El hombre de los campos volvía a herir el suelo para arrancarle más tarde sus substancias. La naturaleza toda empezaba a transformarse como a una orden casi consciente e inevitable.
Dejaron de llegar las carretas y quede “cesante”, latente otra vez el problema de ganar algo. A veces me acometía el deseo de seguir el ejemplo de Gustavo y partir a lejanas tierras en busca de otros horizontes. ¿Habría algún pueblo donde pudiera desarrollar mis ansias de conocimiento sin inquietarme por la comida de mañana? Después, no me importaría trabajar por años pagando mi deuda- pensaba.- El recuerdo de don Martín me levantaba el ánimo en mis momentos de decepción. Echaba de menos su entereza moral para soportar lo adverso, sus elucubraciones metafísicas que no comprendía, pero que no por eso dejaban de subyugarme. Desde mi llegada nunca tuve oportunidad de conversar con nadie de aquellas cosas que en el hospital nos preocupaban. Aquí había que pensar en el pan de mañana y a eso tendían todos los esfuerzos.
Mi hermanita cumplía siete años y mi madre le había regalado un par de polainas de lana que le cubrían hasta la parte superior del zapato. Se paseaba feliz mirándose las piernecitas enfundadas, levantaba la cabeza recitando con una mano en la cintura:
Con este cuerpo
con este talle
yo tengo orgullo
y no miro a nadie.
Le celebrábamos sus arrebatos, por un instante felices. A poco llamaron a la puerta. Era un tío que llegaba desde el campo. En las prevenciones traía dos pollos; más tarde uno caía descuartizado a la olla. El fuego chisporroteaba alegremente y de la olla salía un olorcillo agradable, invitador…
Nuestro tío era un hombrón macizo, bonachón. Nos hablaba de sus cosechas, de sus pequeños problemas campesinos. Hizo recitar varias veces a mi hermanita premiándola con grandes risotadas. Llenos de inusitado optimismo, nos fuimos a nuestros respectivos dormitorios en busca del sueño.
A media noche desperté, mi hermanita lloraba inconsolable, oía la voz apagada de mi madre procurando calmarla. Siguió así por una hora. Alarmado me levanté; en la cama vecina mi tío roncaba ajeno a todo. ¿Qué tiene la Clarita? –interrogué-
-No sé mi hijo, está con vómitos y dolores, a lo mejor esta ojá la pobrecita, la celebró tanto tu tío… contestó.
Yo no creía ni mucho ni poco en el “mal de ojo”, pero estaba realmente asustado, así es que propuse:
-¿Llevémosla donde una de esas viejas que santiguan?
En un momento terminamos de vestirnos y salimos a la calle desierta, estaba oscuro, avanzábamos a tientas evitando los baches, así, a tropezones, llegamos hasta una casita baja y mal cuidada. Llamamos:
-¡Quién friega a esta hora, por las siete!- respondió una voz molesta y soñolienta.
-Soy yo, Miguel, que traigo enferma a la Clarita –grité.-
Unos pasos lentos avanzaban hacia la puerta, sacaron la tranca y apareció una vieja con un chonchón a parafina en la mano:
-A ver, veamos a la enfermita, ¡Dios santo, pero si esta criatura está ojá!- exclamó –pasen, pasen, esperen un poco.- Desapareció en la pieza vecina regresando al poco rato con un brasero y unos cuantos ajíes secos en una mano.
-Si la trae una hora más tarde, su chiquilla se le muere, señora- sentenció, doctoral, completamente posesionada de su papel. Tomó la niña en brazos acomodándola en sus rodillas, y con voz lenta, aparatosa, empezó a recitar el Padre Nuestro, en seguida agregó:
“Criatura de Dios yo te santiguo y te curo
Dios te sane de toda enfermedad en tu cuerpo
tengas mal impuesto o mal de ojo,
Jesús en tu frente, Jesús en tu pecho,
Jesús en tus ojos y en todo tu cuerpo.
Criatura de Dios yo te santiguo
en el hombre del padre, del hijo
del espíritu santo, amén.”
Hizo la señal de la cruz en los ojos, la boca, la nariz y la frente de Clarita, entregándola después a mi madre. Lanzó el ají al fuego diciendo:
-¿Ven uds.?, el ají no echó olor, ¡qué ojo más fuerte le echaron!
La niña dormía tranquila cuando regresamos.
No tendría más de dieciséis años y la primera vez que la vi, estaba lavando un enorme montón de ropa a la orilla del río. Durante un largo rato la miré hacer. Batía enérgicamente las piezas en el agua dejándolas sobre una basa del muelle. Cuando tenía ya un montón, las golpeaba con la paleta hasta dejarlas planas como una tortilla. El cuerpo esmirriado tenía cierta gracia bajo las ropas raídas, las piernas sumidas en el agua fría eran delgadas, amoratadas por el hielo. El cuerpo delgaducho se inclinaba y levantaba cintos de veces, en movimientos que se hacían iguales. El rostro lo ocultaba el largo pelo negro salpicado de pequeñas gotas cristalinas. El muelle estaba desierto, extrañamente silencioso, y el eco de las paletadas sobre la ropa llegaba apagado, ronco; lo sentía como un mensaje de la niña.
Me acerqué cuando terminó y hacía esfuerzos por alzar hasta sus hombros el canasto redondo de tejido de mimbre. La ayudé y entonces pude observar su rostro. Era delgado y pálido, sus ojos brillaban negros y enormes rodeados de largas pestañas. Me dieron ganas de besar sus labios descoloridos hasta dejarlos rojos de mi propio calor, se lo dije:
-Mírenlo, eso no más quería, ¿por eso me ayudó? yo no pago así- me avergoncé un poco disculpándome con frases atropelladas. Se llamaba Silvia y vivía cerca de mi casa. Su padre tenía un carretón con dos famélicos caballos. Su madre lavaba ropa a familias del “Alto”; ahora estaba enferma y ella tuvo que atender esa faena. Quedamos de vernos más tarde cuando tuviera un poco de tiempo.
La fui a esperar mucho antes de la hora convenida; ya había oscurecido y por las calles en sombra no transitaba nadie. Apareció como un manchón blanco, también ella un poquito nerviosa, me dijo:
-No podré estar mucho rato, dejé a mi mamá con mi hermanito, así es que debo volver luego-
Pese a mis deseos, las palabras que tan bien escogiera no lograba articularlas, solo atiné a tomarle una mano.
-Ya déjese de leseras, si es p’a eso me voy.
-¡No, no se vaya!- le rogué –quería decirle que deseo seamos amigos.
Me siento solo y me gustaría conversar a veces, cuando Ud. lo desee.- bueno… a mi también me gustaría, pero no le cuente a los cabros porque me molestaría mucho.
Nos quedamos aún un rato, sin agregar otra palabra. La sentía agradablemente cerca y deseaba que para ella fuese lo mismo. Pasados unos minutos nos despedimos; despareció ligera, perdido el cuerpo en el blanco delantal. Esa noche no fue como todas, soñé con Eleonora y tras su rostro, un tanto confuso, aparecían cariñosos, los ojos oscuros brillantes de Silvia.
Todas las noches nos encontrábamos, hablando en voz baja como dos conspiradores. Ya me permitía tomarle las manos y uno que otro beso le había arrancado al sorprenderla descuidada. Su resistencia, lejos de calmarme, producía el efecto contrario e ideas nada nobles me sacudían. Cierta noche llegó un poco mas tarde que de costumbre, sin explicarme nada se arrojo en mis brazos sollozando quedamente. Su pelo negro oliendo a jabón de lavar hería mi olfato. Besé el cuello tibio y delgado, el contacto de su piel me hacía correr apresurada la sangre: -Silvita linda, cuéntame ¿qué pasa?- Siguió llorando, aplastada contra mi pecho, entre hipos lastimosos; me contó- murió… murió el overo, lo mató… lo mató el tren…- El “overo”, uno de los caballos de su padre y lo había arrollado el tren esa tarde. Los echaban por la línea en busca del pasto que crecía entre los durmientes y la ladera del cerro y allí lo había sorprendido. El “overo” representaba una fuente de ingresos al modesto hogar y su muerte haría más escuálidas las utilidades por recogerse. Para muchas familias como esa, el caballo era el pan de cada día. Dependían prácticamente de esa combinación de músculos y fuerza; ligados en tal forma, el animal era un ser querido, con un lugar en el afecto de cada cual. El caballo era el amigo y el alimento.
Como pude traté de consolarla, ¿pero qué podía decirle? le brindé mis besos, libres ya de todo deseo. Unidos por aquella muerte anónima.
Días después, aprovechando un descuido de sus padres, nos habíamos dado cita lejos del barrio, en la ribera del río. Era una rara tarde de sol; el Imperial, un poco hinchado con las últimas lluvias se arrastraba amenazador produciendo grandes remolinos. Mirábamos la fuerza viva del agua en procura del mar. Desde los cerros próximos parecían brotar los últimos rayos del sol. Súbitamente, un tropel de nubes oscureció la tarde, el chaparrón era seguro. Corrimos pensando en llegar antes que se descargara la lluvia, pero más rápida que nosotros nos alcanzó en breves segundos. La ranchita del “Whisky” se nos ofrecía como seguro refugio; en la puerta estaba la Sonia y nos invitó a entrar. Aunque raro, estaba sobria. La ranchita era de regulares dimensiones, en una sola pieza, a un costado estaba la cama cubierta con un poncho. En una esquina se acurrucaban un gallo y una gallina. Las paredes estaban forradas con papeles de diario y revistas, un brasero viejo lleno de ceniza, y una pesa con dos ollas, tenedores sucios y una tetera era todo lo que había. Nos sentamos en la cama mirándonos las ropas empapadas. La mujer, amistosa, le habló a Silvia pidiéndome que mirara a otro lado. Al volverme vi a mi amiga arrebujada en un chaquetón de pieles. Se veía hermosa, los negros cabellos mojados formaban un marco suave contra el rostro. Entre las dos empezaron a secar la ropa; me despojé de mi chaqueta y me acerqué al fuego. Estaba tibia la ranchita, acogedora en comparación al vendaval que desataba afuera. Quizás desde qué horas Sonia no probaba el licor porque hizo chasquear la lengua y nos avisó que iría hasta el Bar próximo. Nos recomendó que al irnos tuviéramos cuidado de cerrarle la puerta. Al salir, una racha de frío se coló haciéndonos tiritar juntando los hombros en un gesto instintivo. Quedamos solos, sin decir palabra: las brasas entre la ceniza nos amarraban al cuartuchito miserable.- sécate el pelo con mi camisa- le ofrecí.
-Bueno, asintió agradecida, mirándome mansamente.
El gallo se sacudió en el rincón estirando el ala como un abanico vivo. Irguió el cuerpo paseándose altivo alrededor de la gallina. Después de unas cuantas vueltas se le acercó con un cacareo excitado y rápido, le clavó el pico en el cogote montándola. La gallina abrió un poco las alas y agachó la cabeza… nos sorprendimos mirando las aves: al buscar su mirada se puso roja llevando apresurada la mano hasta la vuelta del chaquetón, sobre el pecho. Allí quedaron sus dedos como un botón tembloroso… estaba asustada, la sentía casi tiritar bajo el abrigo de piel. Avancé un paso y ella retrocedió otro.
-¡No!, Miguelito, por favor no, tengo miedo.-
Le tiritaba la barbilla, las pupilas abiertas me miraban como hipnotizadas. Yo no tenía conciencia de nada. La veía como algo que indefectiblemente tenía que ser mío. Su miedo era un acicate más a mi deseo; retrocedió hasta la cama, por la rapidez con la que iba quedó sentada al borde. Su mano aflojó un momento la presión sobre el abrigo y apareció blanco, un pecho pequeñito, palpitante. Caí sobre ella tendiéndola de espaldas. Quizás ya comunicada de mi pasión, se resistió débilmente y lanzó un apagado quejido al sentirse penetrada; de su boca ardiendo salía el aliento que parecía quemarme el rostro…
Afuera, el viento y la lluvia bramaban.
Llegaban de los contornos, en carretas o arreando una yunta de bueyes enyugada, sencillamente. En la ruca pasada a humo saludaban:
-¡Guen día, Ñancu, venimos al minga!
Ñancu contestaba cordial a todos sin dejar de descuerar el cordero que había sucumbido a su cuchillo.
-Pasar al ñachi hombre invitaba.
En un lavatorio temblaba la sangre semicoagulada; la había aliñado con ají, sal, limón y verduras. Me eché a la boca un trozo que temblaba en la cuchara para en seguida tirarme a un lado de la ruca, vomitando.
El mingaco no era sólo una fiesta. Los invitados debían hacer todo el trabajo de una siembra en el día, a cambio, el dueño de casa los saturaba de vino, chicha y asados. El domingo siguiente era otro el que invitaba y así sucesivamente. El trabajo de muchos días lo hacían en unas cuantas horas. Un caballo rosillo fue sacrificado, los inmensos costillares eran salados en el pasto preparándolos para el almuerzo. Las mujeres hacían unas sopaipillas gigantescas en la ruca. Un parloteo alegre salía por la entrada. No les entendía ni jota, pero era su alegría tan sana y expresiva que me sentía feliz oyéndolas. Los hombres, generalmente impenetrables formando grupos reían; trasuntaban un optimismo seguro, contagioso, entre ellos me encontraba más bueno, más cordial. Separado por un lenguaje, sólo me quedaba el gesto amistoso y lo usé con éxito toda la tarde. Entre seres que deseen comprenderse no creo que resistan barreras de ninguna clase.
Empezaron por romper la vega animando a los bueyes con gritos y silbidos:
-¡Ya, ya “colihuacho”, carajo, ya, arre miersa!-
Los arados abrían surcos negros en la tierra generosa. Eran casi quince yuntas de bueyes trabajando juntas. El griterío era enorme; tras el arado chillaban los tiuques picoteando lombrices y gusanillos… A las doce ya tenían el campo listo para ser sembrado. Lo más difícil estaba hecho; vino el almuerzo demasiado abundante para mí. Probé carne de caballo, tenía un gusto parecido a la de cerdo; me gustó y tomé una costilla entera; royendo el hueso debo haber parecido un músico con una armonía descomunal. Una cholita me fue a servir tortilla, al pasármela le tomé la punta de una trenza larga y oscura. Me dijo algo que no entendí y se fue riendo. Jarros de chicha y vino pasaban de mano en mano. Una olla enorme con papas cocidas estaba a disposición. No sé como se las arreglarían, pero al terminar el almuerzo no quedaban más que los huesos. Dejar algo es señal de agravio y nadie deseaba quedar enojado con el dueño de la casa.
Después del medio día se desplegó otra vez intensa actividad, los surcos fueron tapados cuando el sol ya moría en los cerros. Echado en la ladera como un perro amarillo finalmente desapareció en la tarde. Las estrellas parpadeaban cuando llegué al pueblo.
Algo curioso les había ocurrido al “Whisky” y a la Sonia; desde hacía semanas no bebían. Y no era por falta de dinero, las cargas en el muelle no disminuían proporcionando una entrada segura. Lo que ocurría es que la mujer estaba embarazada. Al principio no quiso decir nada, pero decidiéndose se lo contó al “Whisky”. Su compañero recibió la noticia un poco bebido; lentamente la idea llegó a su cerebro hasta hacérsele clara. –Un hijo, sí, un hijo- repetía, celebró la nueva emborrachándose; esa fue la última vez.
La Sonia parecía haber salido de esa especie de sopor en que yacía. Lloraba sobre su vientre que cada día se iba hinchando un poco mas, apoyaba las manos blancas sobre el estómago riendo feliz al sentir el lento palpitar de la criatura en formación. Se sentía nacer de nuevo, muy lejos el fantasma de la guerra, las sirenas y los bombardeos nocturnos. ¡Cuantas noches no había despertado con un grito confundiendo el cañonazo de los truenos con el explotar de las bombas! Y ahora esa vida agitándose en sus entrañas le venía a arrancar el miedo desde sus mismas raíces:
-Me in guter freundt - le decía al “Whisky” –ich liebe dich- ahora con toda su alma. El sonreía, un poco atontado todavía por aquel sentimiento nuevo que le venía desde muy adentro. También había cambiado. El vino no fue más un vicio. Terminado el trabajo se dedicaba a arreglar la ranchita que iba cambiando lentamente de aspecto. La Sonia parecía cada día más bella; participaba en la reparación del hogar aportando ideas y consejos en su pésimo castellano. Después de dos meses de trabajo la apariencia simpática de una casita se dibujaba a la orilla del río. Es increíble como una vida que se iba gestando, logró cambiar a dos seres que todos llamaban incorregibles.
El invierno calló como tromba. Las lluvias azotaban la tierra con increíble furia, y el río, el odiado enemigo de todos los años empezó a mostrar sus garras liquidas. Se hinchaba lentamente como saliendo de un largo sueño. Las cadenas del verano sujetando a aquel monstruo se habían roto y allí estaba otra vez mostrando su poder con siniestro ruido de remolino. Una noche se arrastró hasta las calles, corriendo furioso por entre las rendijas de las débiles paredes. Parecía decir “¡Esto es mío, huyan si quieren conservar sus vidas!”
Y la gente, huía hasta los andenes de la estación del ferrocarril arrastrando sus escasos enseres. Una vez, dos veces, cientos de veces… a través de los años.
Estaba hastiado de esa vida sin salida, me ahogaba entre tanta indiferencia y pasividad. En alguna parte sería distinto, tenía que haber solución a todo y un día, sin pensamiento previo, me lancé en su busca por los caminos del mundo.
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